Santa Clara de Asis en sus escritos - Parte I


I. Introducción: Apuntes de Teología Espiritual
por César Vaiani, OFM[*]
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Nuestro tema quiere ser un «ensayo» de teología espiritual, por ello empezamos haciéndonos esta pregunta: ¿qué es la teología espiritual?

UN POCO DE HISTORIA

Para reconstruir brevemente la historia de cómo se llegó a hablar de teología espiritual, nos remontamos a los siglos XIII-XIV, es decir, al momento que, según la opinión más generalizada, marca el llamado «divorcio» entre la Teología y la Espiritualidad. Hasta aquella época, el modo de hacer teología estaba profundamente ligado a lo que nosotros llamamos Espiritualidad. Pensemos, por ejemplo, en los Padres de la Iglesia: si examinamos alguno de sus escritos e intentamos establecer si se trata de un texto teológico o espiritual, nos daremos cuenta en seguida de que es todo uno: nos hallamos ante textos de densa teología, pero que mantienen siempre un corte espiritual. Incluso la llamada teología monástica, hasta los siglos XII-XIII, sigue este modo «antiguo», unitario, espiritual, de hacer teología: san Bernardo es uno de los últimos autores de este género y con él hay otros, como los Victorinos (es decir los maestros de la escuela de san Víctor), Guillermo de Saint-Thierry y otros más.

En torno a los siglos XIII-XIV comienza a surgir una teología más especializada, enseñada en las universidades, llamada Escolástica, que comienza a configurarse por medio de instrumentos más «científicos»: ejemplo típico de estos nuevos métodos es la «quaestio», un modo de investigar la Palabra de Dios más ligado a la Filosofía, nuevo con relación a la más antigua investigación de los cuatro sentidos de la Escritura, que era el método monástico de lectura y comentario de la Biblia. Los grandes teólogos del siglo XIII, que son sobre todo santo Tomás y san Buenaventura, logran mantener juntas todavía la Teología y la Espiritualidad (aunque, de los dos, santo Tomás quizá se oriente un poco más hacia una cierta especialización): la Summa Theologica de santo Tomás, por ejemplo, afronta tanto las cuestiones de dogmática, es decir, la reflexión sobre la fe en sentido específico, como la moral o la espiritualidad, que diríamos hoy, con reflexiones sobre la perfección, los votos y demás.

Mas no todos los teólogos son del calibre de Tomás y Buenaventura, y se llega así al «divorcio» entre la Teología y la Espiritualidad: la primera se hace cada vez más especializada como discurso propiamente teológico, con un lenguaje técnico, es decir, muy filosófico, a menudo también difícil, mientras que la segunda comienza a orientarse hacia otro tipo de discurso, no ya teológico sino «de devoción». Ejemplo clásico de una obra que ya piensa en la Espiritualidad como algo distinto de la Teología es, allá por el siglo XIV-XV, el famoso libro de la Imitación de Cristo. En él encontramos una cierta polémica, no muy velada, contra la teología que entiende como «ciencia vana», y así dice: «prefiero sentir la compunción, más que saber la definición» (1, 1, 3), pues lo que es esencial, según los autores espirituales, no es especular sobre las verdades de la fe, sino practicarlas.

Las dos perspectivas (teológica y espiritual) comienzan pues a distinguirse, y tal vez a contraponerse, y esto con evidencia cada vez mayor en los siglos siguientes. También dentro de la Teología se desarrollan como sectores diversos la Dogmática y la Moral, con el efecto de posteriores especializaciones y fragmentaciones. La Espiritualidad, por su parte, tiende cada vez más a ocuparse sólo del campo de los «afectos», de los «impulsos del corazón», con el riesgo, cuando no es sostenida por una buena Teología (es decir, por los contenidos y por una sólida estructura de fe), de convertirse en devocionalismo, en vez de verdadera devoción, de mover sólo los píos afectos y sensaciones, en lugar de despertar auténticos impulsos del corazón. Esta línea se encona cada vez más, suscitando a veces desviaciones que son condenadas por el Magisterio: el movimiento del quietismo, por ejemplo, condenado como herejía, se alía con una forma incorrecta de entender la Espiritualidad.

Dando un salto de algunos siglos en nuestro panorama histórico, llegamos al final del siglo XIX, época en la que nacen nuevos intereses en el ámbito de la fe y de la teología: pensemos, por ejemplo, en el llamado Movimiento litúrgico o en el Movimiento bíblico (y en todo el importante redescubrimiento de la Escritura en el ámbito católico). Del mismo modo se habla también de un Movimiento místico: en él nace un interés nuevo por la dimensión de la Espiritualidad, con la intención expresamente formulada de «refundar la piedad», en el sentido de volver a encontrar los verdaderos fundamentos de la actitud religiosa-espiritual en los contenidos teológicos, de fe.

Sobre la onda de este renovado interés, en los primeros decenios del siglo XX, en la Universidad Gregoriana y en las Universidades Pontificias, se instituye una cátedra de Teología Ascética y Mística (el nombre de Teología Espiritual vendrá después): de tal forma que estos temas comienzan a ser profundizados a nivel institucional, dentro de una escuela. Llaman la atención los dos adjetivos «ascética» y «mística», que indican en el camino espiritual las dos dimensiones, del esfuerzo humano y de la acción de Dios. La Ascética (del término griego àskesis, que significa «ejercicio» y a veces también «gimnasia») es considerada como una «gimnasia del alma»; una serie de ejercicios cuyo protagonista es nuestra voluntad, que se empeña en eliminar los vicios, en progresar en las virtudes, etc. La Mística (de la palabra griega myo, que significa «estar callados», de la cual deriva también la palabra mysterion) indica, por el contrario, el momento en el que no somos nosotros quienes actuamos sino que es sobre todo Dios quien obra. Vistas en esta perspectiva, las dimensiones ascética y mística indican dos etapas sucesivas en el camino espiritual.

De esta distinción entre Ascética y Mística se deriva también el esquema clásico de las tres vías: purgativa, iluminativa y unitiva. La vía purgativa, que consiste en el empeño en eliminar nuestros vicios y el mal que hay en nosotros a causa del pecado, es evidentemente ascética; la vía iluminativa, en la que se trata, después de este primer trabajo negativo, de crear en nosotros algo positivo, es decir, las virtudes y el bien, se halla aún en el ámbito de la ascética; la vía unitiva, por el contrario, está en el nivel de la mística, en el que fundamentalmente es Dios quien obra.

La disciplina teológica que comienza a estudiar esta perspectiva es llamada primeramente Teología Ascética y Mística; en un segundo momento, Teología Espiritual Ascética y Mística; y, al final, sencillamente Teología Espiritual. Es significativa la evolución del nombre: indica una profundización en la conciencia de que la Ascética y la Mística no están separadas, sino que son dos momentos de un camino que debe ser unitario. Y esta unidad es encontrada en la dirección de lo «espiritual», adjetivo en el que conviene pararse.

UNA PALABRA CLAVE: ESPIRITUALIDAD

¿Qué quiere decir «espiritual» cuando hablamos de Teología Espiritual o de Espiritualidad? El término es equívoco y ambiguo según el uso que hagamos de él.

Se pueden distinguir al menos tres significados principales.

1. Espiritualidad como equivalente a interioridad, dimensión profunda, todo aquello que no es material en el hombre; aquí se remite a la dimensión espiritual del hombre (el alma).

2. Espiritualidad como vida en el Espíritu, con referencia al Espíritu Santo; es el significado más propiamente cristiano; aquí se deberá plantear el problema de la relación con las espiritualidades no cristianas.

3. Espiritualidad, término usado en plural: son las espiritualidades (franciscana, dominicana, carmelitana, etc.).

A menudo usamos este término en el primer sentido indicado, en contraposición a «material»; sabemos que éste no es su significado típicamente cristiano, pues indicaría aquello que mira al alma, distinto de aquello que mira a la materia, mientras que según el significado cristiano, al decir «espiritual», se hace referencia al Espíritu Santo, que es el Espíritu de Dios, y a su acción en nosotros: ¡y esto es bastante distinto de aquello! Por eso es necesario prestar atención, pues el término «espiritual» es usado a veces sólo como sinónimo de profundo, interior, íntimo, pero no es el significado típicamente cristiano.

Por tanto, cuando hablamos de «Espiritualidad», de «Teología Espiritual», de «dimensión espiritual», es necesario estar atentos y no hablar de ello sólo en sentido de interioridad genérica: si somos cristianos hablamos con referencia al Espíritu Santo. Todo esto se puede encontrar perfectamente en los escritos de san Francisco, en los que aparece muchísimas veces el término «espiritual», y casi siempre en este sentido.

DE «TEOLOGÍA DE LA PERFECCIÓN»
A «TEOLOGÍA DE LA EXPERIENCIA CRISTIANA»

Teniendo presente cuanto hemos dicho, preguntémonos ahora cuál es el objeto de la Teología espiritual. En el pasado, ésta venía definida como la Teología de la «perfección cristiana», y se concretaba su tarea específica en la ocupación de aquello que hace referencia a los consejos evangélicos, entendidos como los medios típicos de la «perfección»; mientras que de la vida moral de todos los cristianos -en otras palabras, de los preceptos- debería ocuparse la teología moral.

Después del Concilio, al ratificar con fuerza la vocación universal a la santidad, se puso en discusión esta neta contraposición entre consejos y preceptos, como si los preceptos fueran para todos y los consejos para pocos. En el Evangelio, de hecho, los consejos son propuestos a todos, como los preceptos, aunque ciertamente la práctica fuera distinta en los diversos estados de vida. Además, también la Teología moral ha rechazado ser relegada al papel de «teología de los preceptos», como si dejara a otros ocuparse de los consejos, es decir, de ese «más» relativo a la perfección; y así se ha abandonado este tipo de planteamiento. Pero ahora ¿de qué se ocupa la Teología espiritual, si no tiene esta función de «Teología de la perfección» que le había sido atribuida?

Una reflexión más madura ha identificado como objeto de la Teología espiritual lo que podemos llamar la experiencia cristiana. Por experiencia cristiana entendemos aquello que es vivido por parte de cada cristiano (o también de grupos cristianos), y que hallamos históricamente en la vida de la Iglesia. Pensemos, por ejemplo, en la experiencia cristiana de Francisco y Clara: tarea de la Teología espiritual será reflexionar sobre esta experiencia, intentar comprenderla. Advirtamos que lo primero es la experiencia misma suscitada por el Espíritu; ésta no se desarrolla en la mesa del despacho, porque es vida, y la vida es anterior al pensamiento y la reflexión. La Teología espiritual es un segundo momento, el de la reflexión y comprensión teológica de aquel dato que es experiencia de vida.

¿Qué sentido tiene, entonces, la Teología espiritual? Tiene sentido porque queremos entender la experiencia cristiana de los santos -en cuanto es posible entenderla-; queremos comprender también aquello que puede servirnos de enseñanza a nosotros; queremos ponernos, de alguna forma, en sintonía con estas experiencias significativas, precisamente porque es una forma de vivir también nosotros mejor nuestra fe.

RECONSTRUCCIÓN HISTÓRICA
E INTERPRETACIÓN TEOLÓGICA

Por tanto, como primera tarea, se trata de contemplar a cristianos, que son los santos, y de recuperar su experiencia, su vivencia. Esto significa, por ejemplo, leer sus escritos, que son la forma más inmediata con que nos hacen conocer su experiencia (sería mejor conocerlos en persona, ¡pero esto no es posible a todos!); leer las biografías, o lo que han contado aquellos que los han conocido; tratar, por todos los medios posibles, de conocer aquel dato que es su experiencia, de la manera más precisa y verídica posible, superando todos los «revestimientos» hechos inevitablemente por los biógrafos, con el fin de llegar al «núcleo».

Éste es, pues, el primer momento: reconstruir, en cuanto sea posible, la experiencia, utilizando los mejores medios de investigación histórica. El segundo momento fundamental consiste en la interpretación de tal experiencia, es decir, hacerse una pregunta muy sencilla; ¿por qué esta persona es cristiana? Por ejemplo: ¿es cristiano san Francisco? Formulada de esta forma, parece una pregunta un poco pícara, pero nos sirve para hacer emerger la estructura cristiana de la experiencia examinada, los elementos que la soportan, «espirituales» en el sentido que decíamos antes, esto es aquello que el Espíritu ha hecho crecer en tal experiencia.

Es evidente que en la historia de la Iglesia algunas experiencias cristianas han ejercido una gran fascinación. Pensemos en Francisco, quien todavía hoy sigue atrayendo a muchos detrás de sí; pensemos en Clara y en muchos otros, personas en torno a las que se agolpan de alguna manera gran cantidad de discípulos. ¿Por qué? Porque de su experiencia particular hay quienes deducen una forma de andar hacia el Señor por quien se sienten atraídos. La Teología espiritual tiene este significado precisamente: interrogarse sobre esta experiencia cristiana que nos fascina, tratar de comprenderla, tratar de entender por qué es cristiana.

UNA CORRECTA IDEA DE EXPERIENCIA

Cuando hablamos de experiencia cristiana, la idea de experiencia no puede reducirse, como a menudo sucede, a cualquier cosa que afecte sólo a las sensaciones inmediatas, únicamente sensibles. Por experiencia entendemos algo más amplio, global: en el caso de Francisco, por ejemplo, no sólo lo que ha sentido, sino también lo que ha pensado y conocido, todo el campo de sus relaciones con los otros, con la fraternidad, la Iglesia, el Cardenal legado, el Papa, su relación con las tradiciones de la Iglesia, la forma en que ha vivido la Liturgia que celebraba... Todas estas dimensiones entran en la experiencia cristiana. Cuando hablamos de ella, pues, no pretendemos referirnos exclusivamente a las experiencias místicas, a fenómenos especiales, ni siquiera a las solas sensaciones interiores. Entendemos aquello que uno vive, lo que Francisco y Clara han vivido. Para Clara, experiencia significa también el lavar los pies a las hermanas, el trabajo cotidiano en el monasterio, no sólo el éxtasis del Viernes Santo, que por lo demás se dio y fue importante.

En conjunto, hacer Teología espiritual significa considerar la experiencia cristiana como un lugar teológico. En Teología, esta expresión indica una fuente, un punto al que referirse para la reflexión sobre Dios; el lugar teológico fundamental es evidentemente la Sagrada Escritura, pero lugares teológicos son también el Magisterio, la Liturgia, la enseñanza de los Padres de la Iglesia. La Teología espiritual tiene por objeto la experiencia de los santos como lugar teológico, lugar en el que se revela algo de Dios. ¡Es evidente que no es el lugar más importante de la revelación de Dios: en el primer lugar está siempre el Evangelio! Y será el Evangelio mismo el que nos ayude a interpretar la experiencia, haciéndonos reconocer que el Señor tiene en ella algo que decirnos hoy, como ha tenido algo que decir en la historia. La existencia de los santos, su experiencia, es una palabra de Dios: nosotros tratamos de captar este hablar de Dios, de interpretarlo, de entenderlo. Como confirmación de esto, tengamos presente que con frecuencia se da la intervención autorizada del Magisterio de la Iglesia que, en la canonización de un santo, se compromete oficialmente a manifestar que su experiencia cristiana puede ser considerada como ejemplar: podemos contemplarla con seguridad, precisamente como lugar teológico, y podemos acercarnos a ella como a una de las fuentes que nos pueden ayudar en nuestro camino.

Según la perspectiva general de toda Teología -que se define como reflexión crítica sobre la fe-, la Teología espiritual se propone una reflexión crítica sobre aquel dato particular que es la experiencia cristiana. Podemos decir que aquello que la Teología añade como específico a la fe, es precisamente este adjetivo: crítico. Este término no quiere indicar cierta actitud de quien quiere «hacer crítica»; se refiere, por el contrario, al concepto de juicio, de comprensión, con otras palabras de «trabajo intelectual», de esfuerzo por entender; entender, siempre, en cuanto sea posible... Advirtamos que la actitud fundamental de una sana crítica será decir: ¡no todo se puede entender! Tener el sentido del propio límite, en efecto, forma parte de una sana crítica.

Por último, intentamos «dar razón de la esperanza que hay en nosotros» (1 Pe 3,15): esta frase del apóstol Pedro es una de las que toma como lema del propio trabajo quien desea estudiar Teología. Dar razón (advirtamos lo que decimos: dar razón implica el uso de la inteligencia) de la esperanza que hay en nosotros, es decir, de la esperanza que nace de la fe: este es el objetivo de nuestro intento de reflexionar sobre la experiencia cristiana, que es el dato que nos disponemos a aprehender y analizar.

Objeto de la Teología espiritual será, pues, la experiencia cristiana: la de los santos, pero no sólo la de ellos, porque puede ser también la experiencia cristiana de un grupo. Pongamos un ejemplo: pensemos en la Teología de la vida consagrada, que es aquel sector de la Teología espiritual que intenta reflexionar sobre la experiencia comunitaria que nosotros llamamos precisamente vida consagrada. La experiencia a analizar aquí no será la de un particular, como Francisco o Clara o Ignacio de Loyola, sino la de un grupo de personas, que desde el siglo tercero llamamos monjes, y que posteriormente crearán las más diversas formas de vida a lo largo de la historia: en este caso el objeto de la lectura crítica de la Teología espiritual es esta vivencia, que es comunitaria y suscitada realmente por el Espíritu en la Iglesia.

LAS ESPIRITUALIDADES

En el ámbito de la experiencia cristiana, de la que se ocupa la Teología espiritual, hay que señalar entre los objetos específicos de investigación, las espiritualidades (en plural), llamadas también escuelas espirituales o doctrinas espirituales. Las podemos reagrupar bajo tres títulos, según el criterio de clasificación.

Un primer grupo deriva de una clasificación de base histórica. Recorriendo los siglos de la historia de la Iglesia vemos emerger, por ejemplo, la espiritualidad de la Iglesia primitiva, la espiritualidad del martirio, la de la virginidad (nacida también en la Iglesia de los primeros siglos), la del Oriente patrístico, la monástica, la benedictina, la de san Víctor, la cartuja (estas tres últimas nacidas en el interior del mundo monástico), la dominicana, la franciscana y otras, como por ejemplo, en los siglos XIV-XV, la «devotio moderna» (espiritualidad que se encuentra en la Imitación de Cristo); posteriormente, la espiritualidad carmelitana, la ignaciana, la salesiana, etc. Sólo hemos enumerado algunas para mejor captar qué comprende este primer grupo, es decir, qué se puede entender por «espiritualidad» en sentido histórico: se trata de aquellas escuelas cuyo nacimiento es identificado históricamente, con frecuencia a partir de un «fundador».

Una segunda forma de clasificar las espiritualidades es la que hace referencia a su contenido: se habla, por ejemplo, de espiritualidad trinitaria, espiritualidad cristocéntrica, espiritualidad mariana, o eucarística, eclesial, bíblica, litúrgica, ecuménica y muchas más... Respecto al grupo precedente se advierte rápidamente la diferente perspectiva de clasificación. Advirtamos que para una misma espiritualidad se pueden adoptar los dos modos de clasificación: la espiritualidad franciscana, por ejemplo, podemos insertarla perfectamente en el primer grupo, en perspectiva histórica, pero la podemos también clasificar como espiritualidad cristocéntrica, o trinitaria, en referencia a su contenido.

Por último, una tercer forma de clasificar las espiritualidades es la que se fija en los estados de vida. En este sentido podemos hablar de espiritualidad de la vida consagrada, espiritualidad sacerdotal, laical, matrimonial, y, además, de espiritualidad del trabajo, o también de la enfermedad, aunque estos últimos, en sentido estricto, no son estados de vida. La reflexión sobre la espiritualidad relativa a los diversos estados de vida ha emergido sobre todo después del Concilio Vaticano II, a partir de la afirmación conciliar de la vocación universal a la santidad, lo que ha llevado a considerar todos los estados de vida como situaciones que hay que poner en relación con la perfección cristiana.

A la hora de hacer alguna observación respecto a estos tres grupos, advertimos que las espiritualidades más fácilmente reconocibles son las primeras, las de tipo histórico, que comúnmente tienen en la base alguna gran personalidad, como santo Domingo, san Francisco, san Ignacio..., es decir, un inspirador a partir del cual se desarrollan después. El segundo grupo, en cambio, parte de la perspectiva del contenido: la clasificación en este caso es más difícil, puesto que presupone un juicio que hay que formular. Pensemos por ejemplo en la espiritualidad franciscana: ¿es cristológica o trinitaria? Probablemente, lo uno y lo otro. Evidentemente hay que hacer un razonamiento más difícil, pues una espiritualidad no puede entenderse en sentido único y exclusivo; si, por ejemplo, una espiritualidad es eucarística, esto no significa que las otras no lo sean; cuando se dice que una espiritualidad es de un determinado género, no es para excluir a las demás, sino más bien para destacar un aspecto que resulta particularmente evidente.

Otra observación de carácter general que es oportuno hacer, aunque pueda parecer innecesaria, es que antes de clasificar las espiritualidades es preciso conocerlas bien: ¡cuántas veces ocurre que oímos a alguien hablar de una espiritualidad sin conocerla bien! De hecho es más fácil hablar de una espiritualidad cuando se la conoce poco... Así sucede que frecuentemente oímos banalidades sobre la espiritualidad franciscana, y en este caso nos damos cuenta, pues la conocemos un poco, pero es preciso estar atentos a no caer en el mismo error, cuando hablamos de una espiritualidad que no es la nuestra; es necesario ser conscientes de que antes de hablar es necesario conocer, estudiar, ir más allá de lo que se oye decir, para evitar banalidades, generalizaciones o incluso inexactitudes en las que de otra forma corremos el peligro de caer.

IDENTIDAD Y DIFERENCIA

Hagámonos una pregunta: ¿en qué difieren las distintas escuelas de espiritualidad, en qué se basan sus diferencias? En otras palabras, ¿cómo las reconocemos? Esta es una pregunta muy interesante, y de ningún modo banal: de hecho, desde el momento que todas las espiritualidades son cristianas -y esto es lo fundamental-, ¿en qué pues difieren? No es fácil definir cuál es la diferencia entre las distintas espiritualidades, y por otra parte es evidente que esta diferencia existe. Pensemos por ejemplo en san Francisco, san Ignacio de Loyola y santa Teresa de Ávila: los tres son cristianos, santos, ¡pero no son del todo iguales! Es el problema de la identidad y la diferencia. Advirtamos que existe, por una parte, el peligro de subrayar demasiado la identidad, no entendiéndose dónde se encuentra la diversidad; por otra parte, existe el peligro de subrayar demasiado la diferencia y entonces se pierde de vista la común identidad cristiana. Estos dos elementos, lo idéntico y lo diverso, hay que calibrarlos juntos. Si lo idéntico es aquello que tenemos en común como cristianos, lo diverso es entonces la forma en que se realiza eso común.

Pongamos un ejemplo «nuestro» sobre la identidad y la diferencia: se escucha a menudo que la espiritualidad franciscana es vivir el Evangelio. Hemos de estar atentos: la afirmación contiene una parte de verdad, pero... ¿vivir el Evangelio no es también el objetivo de la espiritualidad benedictina? ¿Y de todos los cristianos? ¿Podemos entonces decir que vivir el Evangelio es lo específico franciscano? En estos términos, evidentemente que no: ¡no es cierto que vivir el Evangelio sea lo que distingue a los franciscanos de todos los cristianos! La referencia al Evangelio es común a todos (¡de otra forma no se es cristiano!), por eso no puede ser lo específico de una espiritualidad. Lo específico será una cierta forma de vivir el Evangelio.

Por el contrario, se puede correr el riesgo de especificar demasiado subrayando excesivamente aspectos en conjunto secundarios.

Superados estos dos riesgos y queriendo precisar en qué se diferencia una espiritualidad de otra, encontraremos que la distinción está en los medios empleados y en lo que podemos definir como los móviles o impulsos (o las energías) propios de cada espiritualidad. En cuanto a los fines no hay diferencias entre las espiritualidades cristianas; su fin es sólo uno: ¡el Señor! Y no puede ser otro el fin más que Dios, el Dios trinitario, es decir el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

Si es cierto que entre una espiritualidad y otra existe diversidad en los medios empleados para alcanzar el único fin, es necesario sin embargo afirmar también que algunos son comunes a todas: la diferencia se hallará entonces en la proporción en que tales medios se usan. La oración, por ejemplo, es un medio propio de toda espiritualidad cristiana, pues sin ella un cristiano no puede vivir. Pero lo será en proporción distinta en la vida de una clarisa y en la de una madre de familia: no porque una sea más santa que la otra, sino porque ello es exigido por la diversidad de la vocación específica. En el ámbito de los «medios de perfección», pues, existe una diversidad de proporciones y, tal vez, también de acentos.

En cuando a los móviles o impulsos (o energías) de una espiritualidad, éstos no son el fin último (que, como hemos dicho, es único para todos), pero podríamos definirlos como fines penúltimos; son como diversos puntos de vista, todos orientados en la misma dirección, pero que no obstante son diversos: el sentido de la gloria de Dios, por ejemplo, o el sentido misionero de la salvación de las almas, o el sentido de la importancia de la dimensión contemplativa y, más aún, de la unión mística con Dios, o incluso el sentido del servicio al hermano enfermo o leproso. Se trata de elementos diversos en torno a los cuales se reúne lo que es común en la vida cristiana, que hacen de punto catalizador, de perspectiva desde la que se contempla el «todo» del cristianismo. Lo que cambia no es el contenido, porque siempre es el de la fe cristiana, sino los modos en que este mismo contenido se organiza, según puntos de vista diversos.

Veamos pues a Francisco, a Domingo o a Ignacio: experiencias diversas en las que los mismos contenidos han sido unidos de forma distinta, en la síntesis vital que es una experiencia concreta, una vida. Y es importante que en esta síntesis vital, aunque con acentos diversos, estén presentes todos los elementos esenciales de la vida cristiana. No puede faltar ninguno, ¡como si se tratara de elementos facultativos! El elemento eclesial, por poner un ejemplo, es esencial: no se puede ser cristiano si no es con referencia a la Iglesia; una espiritualidad lo destacará más, otra menos, pero no puede faltar. El elemento mariano incluso, no es facultativo en la vida cristiana: puede existir una espiritualidad que se organice totalmente en torno a esta referencia, mientras que otra no tendrá este subrayado, pero en la vida cristiana es necesaria la referencia a María.

Los mismos elementos de la vida cristiana, pues, se organizan en las distintas espiritualidades en torno a centros diversos. ¿Por qué esta diversidad? Tiene su origen, por una parte, en el don de Dios, es decir en el carisma; por otra parte, en las cualidades de una persona, en su temperamento, en su educación, en el tiempo en que vive: es decir, en todos los factores que forman aquella concreta realidad que es la vida de una persona, haciendo sentir más agudamente unas urgencias que otras, subrayando ciertos contenidos más que otros. Quien vive en una situación en la que existen muchos enfermos necesitados de ayuda, sentirá la urgencia de curar a los enfermos más que quien vive en una situación en la que la sanidad pública funciona tan bien que los enfermos casi ni se ven: es la misma situación la que nos empuja en una determinada dirección. Igualmente, quien tiene un temperamento extrovertido y alegre será llevado a vivir una dimensión distinta que quien es más reflexivo, esquivo, silencioso. La síntesis no se hace en el despacho, donde primero se estudia y después se realiza, sino que brota de la vida, que hace que los elementos se organicen en una armonía interior.

Esta síntesis, esta armonía interior, que vemos cuando nos acercamos a la experiencia de los santos, es algo muy bello. Contemplemos a Francisco: de sus escritos emerge una coherencia sorprendente, hasta en el uso de las palabras. Y aunque cambie, como en algunos casos, es siempre de forma coherente, posiblemente en lo profundo de una evolución: se nota que no es una coherencia nacida en la mesa de trabajo, de haber estudiado bien las concordancias bíblicas..., sino que detrás existe una experiencia de vida, se trata de síntesis vital vivida. ¡Éste es el fruto de una espiritualidad «lograda»!

Nuestra reflexión sobre las diferencias entre las distintas espiritualidades nos conduce, retrocediendo en el tiempo, hasta la misma Sagrada Escritura. Tanto en el Nuevo como en el Antiguo Testamento, de hecho, encontramos varias y diversas tradiciones también espirituales. En el Antiguo distinguimos, por ejemplo, la espiritualidad de los profetas (con sus escuelas, los «hijos de profetas»), la espiritualidad del Éxodo, la tradición sapiencial, la sacerdotal y muchas otras tradiciones espirituales. En el Nuevo podemos partir de la pregunta por qué existen cuatro Evangelios y no uno solo: y veremos que a cada uno de ellos corresponde una actitud espiritual distinta. Si se escribieron cuatro Evangelios, si después hay una teología y una espiritualidad paulina, otra joanea, otra expresada en la Carta a los Hebreos, etc., quiere decir que el mismo, el idéntico, que es uno solo, que es Jesús, puede ser contemplado diversamente, puede ser vivido de formas diversas, ser anunciado de distintas formas.

En los mismos comienzos de la Revelación, por tanto, encontramos esta tensión entre identidad y diferencia. Identidad porque Jesús es único y no existe otro. Diferencia porque son distintos los modos de vivir, de pensar, de anunciar en referencia al único Jesús. Y, todo bien considerado, en la Iglesia nunca ha desaparecido esta tensión: en el transcurso de la historia continuamente se ha reafirmado que la referencia es sólo Él, y que no puede ir cada uno por su lado, pero al mismo tiempo han nacido modalidades diversas no sólo de vivir personalmente (cada uno tiene su vocación), sino de pensar eclesialmente (las teologías, en plural, son modos diversos de pensar, de interpretar al único, que es el Señor) y hasta de actuar (la misma referencia al Evangelio genera también actuaciones en lo social, en lo político, que tendrán acentos diversos).

Esta dialéctica entre identidad y diferencia es siempre salvada: comprendida en términos más profundos es un dato que no se puede eliminar de la fe cristiana, porque es el misterio mismo del Dios Uno y Trino. El Padre no es el Hijo, el Hijo no es el Espíritu: diferencia que no se puede eliminar entre las Tres Divinas Personas, en aquel misterio de unidad que es un solo Dios. Esta es la verdad fundamental de la fe cristiana, es la vida misma de Dios.

LOS FUNDADORES Y LAS TRADICIONES ESPIRITUALES

Aquellos que están en el origen de una espiritualidad, porque han recibido el carisma específico de fundador o fundadora, viven su experiencia primeramente en sí mismos, pero en un segundo momento la transmiten y transfieren a otras personas. Debemos, pues, distinguir en su experiencia lo que hace referencia sólo a la persona individual, vivido por ella en primera persona, y lo que respecta a la transmisión a otros; no siempre las dos cosas coinciden. Para poner un ejemplo familiar: aunque sepamos la importancia de los estigmas en la experiencia espiritual de Francisco, no podemos decir que no es franciscano quien no tiene los estigmas, porque los estigmas, aunque constituyen algo importante en la experiencia cristiana de Francisco, son un don concedido sólo a él, absolutamente gratuito, especial y extraordinario. Cuando hablemos, pues, de espiritualidad franciscana, haremos referencia a la experiencia de Francisco en aquellos elementos que él ha transmitido, en los que se convierte en cierto modo como «maestro» con relación a una tradición espiritual.

Lo mismo podemos decir de Clara: existen algunos elementos que son parte de su personal e irrepetible experiencia, mientras otros, que nacen de la misma experiencia personal, serán transmitidos, confiados a una tradición, a una comunidad que los vive, los elabora y que, quizás también, los transforma; pues transformar no significa siempre arruinar, sino que puede ser también hacer crecer la tradición.

En la espiritualidad franciscana, la experiencia que está en el origen es la de Francisco; de él nace una tradición, que se irá elaborando (y grandemente) con el tiempo, hasta el punto que cuando hablamos de espiritualidad franciscana haría falta siempre clarificar si entendemos con este término la espiritualidad «sanfranciscana» o también todo lo demás. Con una elección opinable, quizá necesaria, normalmente nosotros nos referimos a san Francisco, fijamos nuestra atención en él; de esta forma, sin embargo, nos arriesgamos a dejar perder ochocientos años de una tradición rica e interesante: esto sucede desdichadamente por ignorancia, porque no conocemos casi nada la tradición posterior y estudiarla significaría empeñarse seriamente.

Lo mismo podemos decir de Clara y de la tradición clariana: tradición de mujeres de primer orden (la beata Camilla Battista, santa Catalina de Bolonia, santa Verónica Giuliani, por citar sólo algunas), a las que sería interesante acercarnos, estudiar, para conocerlas no sólo superficialmente, sino profundamente, una a una. Únicamente a partir de este conocimiento profundo, que trata de captar el «mensaje» de cada una, se podría después ver si emerge un denominador común, una especie de hilo conductor, una coherencia entre todas ellas: así, a partir de sus vivencias se podría llegar a descubrir si existe y cuál es la auténtica tradición clariana (evitando el riesgo de decidir nosotros a priori qué es clariano, para terminar después por tenerlo que encontrar a la fuerza).

Del mismo modo, también en los ochocientos años de tradición franciscana se dan personajes de lo más diversos: ¿es posible encontrar algo que los una? Algo hay... y no sólo el hábito, por más estimable que sea: no podemos decir que uno es franciscano sólo porque pertenece a la Orden.

Hablando de escuelas de espiritualidad entendemos aquellas tradiciones vivas que hacen referencia normalmente a un punto originario, el fundador, en el que se puede distinguir su experiencia personalísima e irrepetible y la experiencia que es transmitida. Queremos no obstante advertir que, al transmitir la propia experiencia, ninguno tiene en la mente «hacerse el fundador». Esto es evidente en Francisco: «Después que el Señor me dio hermanos, nadie me mostraba qué debía hacer (como si quisiera decir: no lo hemos buscado ni yo ni los hermanos; ha llegado y no sabía qué hacer), sino que el Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio. Y yo lo hice escribir en pocas palabras y sencillamente y el señor papa me lo confirmó» (Test 14-15). Los fundadores no son los que deciden fundar y se ponen a hacer propaganda para buscar compañeros; al contrario, son personas que viven una experiencia espiritual importante, intensa, y después se encuentran a su alrededor con otras personas que dicen: ¡también nosotros queremos vivir así!

De hecho es el Espíritu quien suscita un carisma de fundador, no el interesado, y de esto tienen plena conciencia los fundadores. Por ejemplo, cuando escriben una Regla -que normalmente es el documento en el que fijan los datos de la experiencia que transmiten a otros- se nota esta postura aparentemente contradictoria: por una parte, están convencidos que no es algo de ellos, y que viene de Dios (pensemos en Francisco, por ejemplo: Test 39; LM 4, 11; LP 17); por otra parte, obran con gran naturalidad, con la máxima libertad, cambiándola, trabajándola hasta que logran una forma satisfactoria, de forma muy personal, porque son ellos quienes deben hacerlo. Estos dos elementos aparentemente contradictorios son expresión del hecho de que sí es el Espíritu el que suscita la Regla, pero por medio de la experiencia de aquella persona concreta.

Todo lo dicho debería servirnos para comprender mejor el tema de la espiritualidad, de las tradiciones espirituales, y volvernos más atentos al afrontar nuestra tradición espiritual. Atentos, por ejemplo, a no presumir de encontrarnos con algo distinto respecto a otra espiritualidad, desde el punto de vista de los contenidos: siempre encontraremos la referencia al Evangelio, a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, a la Iglesia, a la Eucaristía, a María..., contenidos que no son específicos, no son «franciscanos», sino sencillamente cristianos. Al mismo tiempo, sin embargo, estaremos atentos a captar la forma particular en que estos contenidos son vividos en nuestra espiritualidad: el «cómo». ¿Cuál es la forma en que estas realidades, verdaderas para todo cristiano, han sido percibidas por Francisco y por Clara? ¿Cuál es el punto de mira en torno al que han hecho la síntesis? Esto es lo que intentaremos captar a través de la lectura de los textos de Clara.

MÉTODOS DE APROXIMACIÓN
A LOS TEXTOS ESPIRITUALES

Quisiera señalar una última cuestión sobre los métodos de aproximación a un texto espiritual. Refiriéndonos a un volumen editado en 1998 por los Capuchinos del Laurentianum de Roma, titulado Metodi di lettura delle Fonti Francescane, podemos indicar tres métodos dominantes: la aproximación de tipo hermenéutico, la de tipo histórico-crítico y la de tipo estructural.

1. Aproximación hermenéutica. Este método (la palabra hermenéutica deriva del verbo griego ermenéuo, que significa interpretar, traducir; por lo que la hermenéutica es la ciencia de la interpretación) parte de la toma de conciencia de que, al acercarnos a cualquier mensaje, a cualquier texto escrito, incluso a cualquier persona o situación, nosotros interpretamos. Un mismo texto, leído por uno o por otro, tiene un efecto diverso, no porque cambie el texto, sino porque es distinto el lector, y cada uno pone algo de sí; no es únicamente el texto el que dice algo a quien se acerca a él, sino que también quien se le acerca tiene sus preguntas y busca una respuesta en el texto. Esto explica porqué entre las biografías de Francisco las hay tan distintas. Si pensamos en los biógrafos modernos, constataremos inmediatamente que el Francisco de Carreto, que tiene unas características, no es el de Balducci, que tiene otras, ni el de Boff que es más distinto aún. El problema entonces no es sólo quién es Francisco, sino quién es el que se pone ante él: unos autores plantean algunas preguntas y reciben otras respuestas; cada uno de nosotros, en el fondo, propone determinadas preguntas que son distintas. La aproximación hermenéutica pone en evidencia esta relación que existe siempre entre un texto, una persona, y aquel que lee, que interpreta.

Esta dimensión es ciertamente verdadera, pero existe el peligro de hacer decir al texto lo que quiero yo, riesgo real en la relación con el mismo Evangelio y con los textos franciscanos: si mi pregunta resulta más importante que el texto en sí, en definitiva encontraré lo que me interesa, lo que ya he decidido, no me dejo interpelar por el texto, sino que trataré de guiarlo en una dirección o en otra. En cierta medida esto es inevitable, y esta es una de las lecciones más serias de la hermenéutica: aun intentando acercarnos al texto de forma objetiva, pura y limpia, sin prejuicios, nos damos cuenta de que no es posible, y que lo más sabio y honesto es darse cuenta de ello, tratar de entender cuáles son nuestras preguntas, nuestras expectativas, nuestros prejuicios, para no condicionarnos tan fuertemente, y tratar de acoger la provocación que el texto mismo nos reserva. Toda esta dinámica de interacción entre yo y el texto es, pues, lo que se subraya en la aproximación hermenéutica.

2. Método histórico-crítico. Esta aproximación, muy usada en el ámbito de los estudios bíblicos, trata de profundizar en los textos por medio de los instrumentos de la exégesis (las reflexiones sobre la historia de las formas, de las redacciones, etc.), con el fin de llegar al núcleo histórico que está detrás de toda una serie de revestimientos, de redacciones, de intervenciones del autor o de los autores. El uso del método histórico-crítico se revela muy útil sobre todo para aproximarse a las biografías de Francisco, de forma análoga a como nos acercamos a las narraciones evangélicas: se trata de ver en un relato lo que el biógrafo ha puesto de sí mismo, tratando de hacer emerger el núcleo histórico, los hechos objetivamente acaecidos. Los criterios usados y enseñados por los exegetas para el estudio de la Sagrada Escritura pueden ser aplicados igualmente también para el estudio de las Fuentes Franciscanas. Con relación a la aproximación hermenéutica, que tiene un carácter más existencial, el método histórico-crítico tiene un carácter más científico y, a través del estudio de los textos y de sus elaboraciones, va en busca de la verdad histórica.

3. Método estructuralista. Este método estaba de moda hace veinte o treinta años, y ahora parece que ya ha decaído, como pasa con todas las modas. Consiste en el intento de evidenciar la estructura del texto. A diferencia del método histórico-crítico, en éste no importa cómo se ha originado el texto, cómo o por quién ha sido elaborado: se considera el texto tal como se presenta hoy y trata de comprender cómo está estructurado, si tiene una lógica y cuál. Por ejemplo, se advierte si al comienzo o al final aparece una especie de marco, después si en el interior se pueden distinguir secciones, partes, desde el punto de vista del proceso del discurso o desde el punto de vista estilístico. Es un trabajo sobre el texto, que prescinde casi tanto de las preguntas que yo hago (como en el primer método), como del discurso histórico-crítico (como en el segundo): tenemos un texto delante, lo tomamos como es y trabajamos sobre él, tratando de comprenderlo.

Por tanto no existe una única forma de acercarse a un texto: de los tres tipos de aproximación que hemos visto, ninguno pone en evidencia cosas distintas, cada uno tiene en sí algo de verdadero, y ninguno de los tres es el único, ninguno es «el justo». Es, pues, importante darse cuenta de la parcialidad de cada uno, pero también de la utilidad de cada uno para ayudarnos a entender un texto espiritual. Una advertencia: no hay que usarlos a la vez, pues son perspectivas distintas, y nos arriesgaríamos a hacer un embrollo. Todos ellos están más bien integrados, reconocidos y respetados en su diversidad.

A PROPÓSITO DE LAS FUENTES FRANCISCANAS

En el conjunto de las Fuentes Franciscanas, hay que distinguir entre los escritos de Francisco y de Clara, por una parte, y sus biografías, por otra. Esta distinción es fundamental, pues también el modo de acercarse a los textos será un poco diferente. Los escritos son un testimonio de primera mano, son Francisco y de Clara que hablan en primera persona -aunque no se trate de palabras escritas directamente por ellos, sino dictadas, o recordadas por otro- y nos comunican de forma más inmediata su experiencia. Las biografías, por el contrario, son escritas por otras personas, que son los biógrafos: no es Francisco quien habla, sino Tomás de Celano o Buenaventura, que hablan de Francisco y que muestran lo que, según ellos, es fundamental. Está claro que en las biografías es mucho más consistente el «peso» de la interpretación dada por el biógrafo, y esto explica porqué en los últimos años se ha prestado más atención a los escritos que a las biografías.

Pero antes de acercarnos a los escritos, es bueno plantear algunas preguntas generales.

-¿Por qué escribe Francisco (o Clara)? Es importante, en efecto, conocer las motivaciones de un escrito.

-¿Para quién escribe? También el conocimiento del destinatario de un escrito (y no sólo de las cartas, sino de todos los escritos) es muy importante para saberlo interpretar y entender correctamente.

-¿Cuándo escribe? Afortunadamente, en el caso de Clara un mínimo de datación es posible (más que para Francisco), y esto es de gran ayuda: si, por ejemplo, sé que la IV Carta a santa Inés fue escrita al final de la vida y la I Carta unos veinte años antes, deberé tener presente una experiencia de vida diversa. Esto no es para decir que una sea «mejor» que la otra, sino para comprenderlas.

-¿Cómo escribe? De su mano, al dictado, o es un discurso directo e inmediato...; también esto es importante, pues nos ayuda a individuar la eventual intervención de otra persona.

Después de estas preguntas, que se deben tener presentes, me parece particularmente importante la de por qué uno escribe: la motivación del Testamento, por ejemplo, o de las oraciones. ¿Por qué alguien escribe una oración? ¿No es algo extraño? Si uno quiere orar, ora; ¿por qué quiere escribir la oración? Evidentemente el hecho de escribirla conlleva la voluntad de darla a conocer a otros. Y este elemento entra a formar parte del escrito. Tal vez la única oración de Francisco en la que esto no influye mucho es la de las Alabanzas al Dios altísimo, que, no obstante, escribe para León: ¡sabemos que en la otra cara de la cartita de las Alabanzas se encuentra la Bendición al hermano León!

Es importante, pues, tener presente por qué alguien escribe una oración, para poder entenderla, para comprender en qué medida es expresión de su vivencia, de su experiencia con Dios, pero también en qué medida es una ocasión en la que está enseñando a orar, en que desea introducir también a otros en el contacto con Dios.

EL LENGUAJE DE LOS MÍSTICOS

Después de la pregunta del por qué uno escribe, está la cuestión interesante del lenguaje de los espirituales: la experiencia espiritual, si es experiencia de Dios, ¿puede ser narrada, o tanto más escrita? Los autores espirituales afirman insistentemente que lo que dicen no es nada en comparación con lo que han experimentado, y esto plantea interrogantes sobre la posibilidad de narrar la experiencia espiritual. En Francisco y en Clara no hallamos muchas veces esta insistencia, pues ellos se mueven aún en una mística objetiva y hablan menos de sí mismos; pero, al llegar al siglo XVI, época en la que los autores espirituales comienzan a hablar mucho de sí y de las propias experiencias interiores, este tema surge continuamente: repiten que lo que están diciendo «es como paja en comparación con el oro», que «las palabras no llegan a expresar», que el lenguaje «no llega a traducir»... Estas no son expresiones formales, sino que tienen visos de ser algo muy verdadero. Muchos se preguntan si es posible que nuestro lenguaje pueda expresar algo verdadero respecto de la experiencia espiritual.

Se trata de la «inefabilidad» de la experiencia mística, que ellos precisamente dicen que es «inefable», término que etimológicamente significa «que no puede ser dicho», «indecible». Pero, sin embargo, sorprende que intentan decirla y escribirla. Siguen diciendo que no se puede decir, pero ¡no paran! También esto tiene un significado: es verdad que su experiencia de Dios no puede ser expresada, pero también que tienen necesidad de expresarla, tanto es así que hablan de ella; ciertamente que no de forma total, porque no lo dicen todo (Francisco, por ejemplo, sobre esto es muy reservado: «mi secreto es para mí», ¡es el secreto del Señor!), pero algo sí dicen. Esto significa que algo sí es comunicado: es inefable pero se puede decir o balbucir. Siempre con la conciencia de que el lenguaje es pobre, con relación a la realidad experimentada.

Observando, además, cuál es la tipología del lenguaje de los místicos, es decir, a qué se refieren normalmente cuando se expresan, advertimos en primer lugar que su lenguaje normalmente no es racional: no en el sentido de que no razonen, sino en el sentido de que el lenguaje que utilizan no es el de la filosofía o de la matemática, sino que es simbólico, más cercano al de los poetas: la poesía habla con símbolos, con un lenguaje que evoca, no que define. Los místicos no dan nunca una definición de Dios, sino que usan símbolos para hablar de él. «Oh llama de amor viva, que tiernamente hieres de mi alma en el más profundo centro», escribe san Juan de la Cruz al comienzo de su Cántico: habla de «llama», que es una imagen; pero «de amor», por tanto no es una llama, no es fuego verdadero; y es «viva». Son tres palabras, y ponen juntos tres conceptos aparentemente diversos. Esta llama, a continuación, es una llama que «hiere», y «tiernamente». Finalmente, hay un «centro» del alma... Es un lenguaje evidentemente simbólico, entendiendo por símbolos aquellas realidades fundamentales que son verdaderas para todo hombre: un signo es algo convencional, cuyo significado debe ser explicado para que se entienda qué indica (por ejemplo, un cartel de la calle es un signo, no un símbolo). El símbolo es una realidad más primordial, que es verdadera y evidente para todo hombre, sin necesidad de explicaciones.

El sol que nace es un símbolo, porque es una experiencia universal, la experiencia del nacimiento del día, de la luz, del renacimiento...; de igual forma, el agua es un símbolo: sumergirse en el agua, lavarse, es algo primordial, para todos; lo mismo el fuego, la caricia...: experiencias fundamentales, que se convierten en símbolos.

Con el lenguaje de los místicos nos encontramos en el ámbito de los símbolos. Advertimos además que normalmente el área simbólica usada preferentemente es la del lenguaje del amor: lo encontramos presente también en Clara cuando, citando el Cantar de los Cantares, habla de beso, de abrazo. ¿Por qué este tipo de imágenes? Porque son símbolos fundamentales de la experiencia humana, y son los que mejor expresan un determinado género de experiencias, de intimidad, de relación, de amor...

Por esta razón se rechaza una interpretación banalmente psicoanalítica, según la cual si el lenguaje de los místicos hace referencia a imágenes de tipo afectivo-erótico se trata de una sublimación sexual; el razonamiento es mucho más serio: se hace referencia a este tipo de símbolos porque tienen una sintonía particular con la experiencia que quiere ser evocada, que precisamente es bien expresada con aquel tipo de símbolos. No obstante son y permanecen siendo imágenes, continúan repitiendo los místicos: la realidad a la que se refieren es bastante más grande.

Advirtamos finalmente que el símbolo tiene esta característica: no sólo evoca, sino que también recrea de alguna forma la experiencia vivida. Diciendo que «la llama de amor viva, que tiernamente hieres de mi alma en el más profundo centro», Juan de la Cruz recrea de alguna forma esta experiencia: no sólo la relata, no sólo la expone, sino que de alguna forma suscita en quien lo escucha alguna brizna de su experiencia. Entonces entendemos porqué, después de todo, habla de ella: hacerlo es también una forma de revivir, de compartir aquella misma experiencia.

* * *

[*] Se trata del curso impartido a las jóvenes neoprofesas de una Federación de Clarisas. El texto, sacado de la grabación, ha sido revisado por el autor.

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. XXXI, n. 91 (2002) pp. 27-45]
8:46:00 p.m.

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