En confinamiento, el tiempo puede parecer que pasa muy lentamente tanto para niños como para adultos. Y entonces es cuando pueden surgir los conflictos que todos tememos. ¿Cómo vivir juntos sin terminar echando las manos al cuello del otro? ¿Cómo preservar cierta serenidad familiar?
Marie-Paule Mordefroid, psicóloga, formadora de adultos en el ámbito del desarrollo personal, nos tranquiliza: los conflictos son normales. Depende de nosotros gestionarlos lo mejor posible, con empatía y con firmeza.
¿La armonía familiar es una utopía?
Podría parecer que es un sueño con el que huir de la realidad. Pero la armonía no requiere desentenderse de los conflictos, sino que pasa por la aceptación de las discrepancias y la edificación. La vida familiar engendra confrontación sin cesar. Las discrepancias surgen en primer lugar no a causa de cualquier incompetencia parental, sino por la naturaleza de esta relación, que conlleva una parte conflictiva.
La relación asimétrica entre padres e hijos no es una relación de igualdad: los padres tienen una misión de educadores y los hijos deben construir su identidad propia.
Cuando los padres temen la confrontación, no asumen sus responsabilidades. Vivimos en una sociedad que valora el vínculo afectivo hasta el punto de que los adultos temen perder el amor de sus hijos y sufrir. Por ende, los padres tratan de limar las asperezas sin cesar.
Para poder abordar las confrontaciones, hay que desprenderse de las malas representaciones que tenemos de ellas, a menudo ligadas a la violencia resultante de una gestión torpe del conflicto.
Según usted, ¿el conflicto sería entonces no solo inevitable, sino necesario?
Es del todo necesario. Y aunque lo afirme, nunca me ha gustado el conflicto. Ahí donde hay vida, encontramos conflictos. Permiten expresar el desacuerdo, la cólera y reivindicar las reglas. Son útiles para sanear nuestras relaciones familiares, aprender a comunicarnos mejor, favorecer el crecimiento de nuestros hijos y el nuestro propio.
Me viene a la mente Quentin, de cuatro años, que montaba unas escenas tremendas al acostarse. Su madre comprendió que estaban relacionadas con la ausencia durante varios meses de su padre militar. El hecho de hablar de estas ausencias con el niño logró neutralizar su inquietud y volvió a poder acostarse tranquilamente.
Aprendemos mucho a través de las crisis de crecimiento, con la condición de que intentemos vivirlas lo mejor posible. No existe conflicto bueno o malo, sino que es la manera en que lo gestionamos lo que lo convierte en destructivo o constructivo. La capacidad para vivir estos desacuerdos es una señal de relaciones sanas.
¿Nuestra respuesta a los conflictos depende de nuestra historia y de nuestro carácter?
Ante los conflictos, distingo varias reacciones:
- La estrategia de retirada: “Ya veremos después. Es agotador tener que decir no”.
- La agresividad o la autoridad que quiere imponerse absolutamente. Eficaz solamente a corto plazo.
- La manipulación o incluso la conciliación para mantener la unidad familiar, negando la diferencia.
Todos tenemos una manera espontánea de gestionar el enfrentamiento que revela nuestra identidad y nuestro pasado. No es cuestión de culpar a los padres. Los hermanos y hermanas de una misma familia reaccionan de formas distintas, ¿no? Cada uno tiene su libertad; aunque sean pequeñas, todos tomamos elecciones.
¿Podemos cambiar nuestra forma de reaccionar para vivir mejor los conflictos?
Es difícil cambiar la personalidad de uno, pero podemos aprender a alisar las rugosidades para hacer sufrir menos a nuestros allegados y a nosotros mismos.
Primero, hay que escuchar las observaciones de los demás, empezando por las del cónyuge, y así conseguiremos pistas.
También es beneficioso darse cuenta de que, ante la adversidad, activamos el piloto automático como si estuviéramos programados.
Por último, en el momento del nacimiento del conflicto, debemos observar nuestros pensamientos, nuestras emociones, percatarnos de cómo estos estados deforman la realidad.
Poco a poco, los padres que se replantean sus ideas relativizan ciertos principios educativos que antes parecían absolutos. Desarrollan unas cualidades que habían dejado de lado. Por ejemplo: una persona muy comunicativa, muy brillante, pero que no sabe escuchar en absoluto, va a intentar desarrollar esa capacidad de atención a los demás.
Otra posibilidad: si una persona está acostumbrada a huir de las disputas, puede aprender a abordarlas poco a poco, comenzando por las cuestiones menos importantes en su vida conyugal o profesional. Es esencial comprender esto: si llegamos a considerar el conflicto como una etapa necesaria y no violenta, modificará nuestra forma de vivir.
En la medida en que aceptemos evolucionar, nuestros hijos aprenderán a gestionar las diferencias. Si huimos o si impedimos a nuestros hijos expresar su desacuerdo, no sabrán comprender las múltiples confrontaciones que escalonarán su vida.
¿Cómo se enseña a los niños a afrontar los conflictos?
Atreviéndonos a aceptar, como padres, el cara a cara con nuestros hijos, admitiendo ser el muro, el parachoques, contra el que ellos quieren chocarse. Un adolescente es como una persona que sube a una barca para abandonar el continente de la infancia. Para alejarse de la costa, tiene que dar un golpe de remo en la orilla. Si los padres son una orilla de granito, los niños pueden partir. Si son una orilla cenagosa inconsistente, se quedan atrapados. Al enfrentarnos a ellos, aprenden a través del conflicto.
¿Cómo concretamente evoluciona la relación padres e hijos en esos momentos de tensión?
En esta delicada relación, los padres se enfrentan constantemente a una gran disyuntiva entre paradojas: conjugar afecto y autoridad, afirmación de uno mismo y escucha del otro, seguridad y asunción de riesgos.
En la familia, ¿no nos corresponde a nosotros marcar el tono? Nuestro comportamiento influye. Siempre es revelador ver a una niña de tres años llorando por su muñeca imitando las expresiones de su madre. Respetar a los niños ya es un antídoto contra la violencia.
Detectemos nuestras salidas de tono, tanto hacia los hijos como hacia nuestro cónyuge. Por último, un cónyuge se interesará por evitar criticar al otro cónyuge en público. Todo ello con vistas a una buena construcción del hijo o hija.
¿Qué es lo esencial para permitir que un hijo se desarrolle?
El trabajo de la educación, sencillamente. Comprender que amar no es únicamente experimentar emociones y sentimientos, sino querer el bien. Eso implica establecer límites, hacerse respetar, ejercer una autoridad justa, viviéndolo todo en una relación triangular: padres/hijos/ley.
El adulto no fundamenta su autoridad en su fuerza, sino en su estatus de padre o madre que le marca la necesidad de indicar las reglas de la familia y de la sociedad.
Aquí entra el tercer término de la relación. Si Pablo no quiere ponerse el casco de la moto y su padre le recuerda la ley, no se trata de un conflicto de personas debido a la única voluntad de los padres, sino una transgresión en relación a un principio externo. Si no está de acuerdo, no es contra la persona de su padre, sino contra la regla, con el riesgo de exponerse a las sanciones previstas. Salimos de la relación de fuerza y el joven es conducido así a saber responsabilizarse.
Ayudemos a nuestros hijos a iniciarse progresivamente a las realidades del mundo, confiando en ellos, ejerciendo un control que permita extender esta confianza o bien revisarla a la baja si es traicionada.
¿Cómo evitar que el adolescente transgreda las reglas familiares?
Para saber cómo actuar, los padres tienen que comprender el gran desafío de esta edad: pasar de la condición de niño a la condición de adulto. El joven debe descubrir aquello que es bueno en la ley parental para apropiarse de ella y dejar de actuar por pura obediencia o por miedo.
Inés ha adquirido el hábito de hacer una merienda-cena a las 18 horas para luego estudiar toda la tarde hasta acostarse. Su padre no aprueba su ausencia durante la cena. Después de una explicación, han alcanzado una solución satisfactoria que contenta a ambas partes. Es importante tener parte de la aprobación del adolescente: en esta franja de edad ya no es momento de sumisión, sino de interiorización.
Eso no se consigue fácilmente y a menudo suceden la oposición y la transgresión. Los padres no respetan siempre las etapas que pueden preceder a la desobediencia: primero, el joven tiene necesidad de discutir para comprender sus razones; hay que reconocerle el derecho a no estar de acuerdo a la fuerza y permitirle explicarse. “¿Por qué no estás de acuerdo conmigo?”. Cuando le respetamos este derecho, por lo general deja de experimentar la necesidad de la transgresión. Hoy en día, los padres dicen que discuten con sus hijos, cuando de hecho negocian, sobre todo, en una forma de chantaje –“Si haces esto, tendrás aquello” –, en lugar de ahondar en los argumentos de fondo.
Cuando la situación se bloquea, ¿el distanciamiento puede ser una etapa?
En ese caso, es preferible buscar ayuda, más que agotarse queriendo gestionarlo todo uno mismo. La ayuda puede venir del cónyuge o de alguna persona del entorno, familiar, profesional o educador. A veces, la solución está en nosotros, basta con que uno de los padres ayude a desbloquear la situación. Si uno de los padres acepta reevaluar la situación y sus ideas, eso crea un espacio y así puede evolucionar una relación difícil con un hijo.
Si un niño nunca entra en conflictos, ¿no es algo preocupante?
En las familias en las que no hay derecho al conflicto, la sumisión puede ser un refugio. Sea cual sea el origen, es una situación muy delicada, porque quien huye del conflicto lo hace para su propio detrimento, no se respeta. Aplasta y reprime sus desacuerdos por miedo o para complacer.
En un conflicto, las opiniones de los padres a menudo divergen. ¿Cómo se reacciona a esto?
El joven necesita sentir la solidaridad conyugal, aunque no se deje engañar ante la diferencia de puntos de vista. Cuando uno de los cónyuges no está de acuerdo con el otro, conviene callarse delante del niño para evitarle tener que tomar parte.
El adolescente sí puede entender que sus padres no estén de acuerdo, con la condición de que se sienta reafirmado en el amor de sus padres: “No comparto del todo la opinión de tu padre, pero le apoyo”.
Eso es lo que hace que el vínculo entre el amor y la verdad madure. Podrá entender que oponerse a los padres en una discusión no le quita el amor que sus padres le tienen. Esto es importante hoy en día, cuando hay tendencia a confundir la opinión y la persona, privilegiando el vínculo afectivo: “Le quiero, así que estoy de acuerdo con él”.
Florence Brière-Loth
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