Rembrandt había recibido el don de la compasión. Pero no se trataba de sensiblería, sino de la voluntad de imitación de Jesucristo, quien nos ofreció la mayor prueba de amor. Estaba convencido de que la última motivación de las potencias del mal consiste en dar muerte al amor y encontrar la manera de lograrlo.En su designio malvado logran imponerse al intento humano desesperado de hacer sobrevivir el amor en la cruz de la existencia.
Pero hay una excepción: un hombre, un hombre al que el Evangelio de San Juan describe como el más humano de los hombres, amigo íntimo de Lázaro, de Marta y de María; un hombre quizá demasiado humano, capaz de llorar a lágrima viva por su amigo. “¡Cómo lo amaba!”, exclamaban los testigos.
Un hombre tan humano que desfallece ante el sufrimiento de “quienes se quedan”. Rembrandt sufrió tanto por ser él quien había quedado vivo cuando la vida de su madre, su padre, sus hijos, su mujer, sus amigos…, había sido horriblemente molida por la enfermedad para poder ser mejor aspirada por la muerte.
Sí, es verdad, las potencias del mal triunfan siempre, con la excepción de que ese hombre, ese hombre que llora, humano, demasiado humano, de repente afirma: “Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás”. Y Rembrandt, que había perdido a tantos seres queridos, creyó en Él.
En su cuadro, lo más significativo son los efectos de claroscuro: la luz que desgarra las tinieblas, el amor que hace empalidecer al mal de una manera más potente aún que el sufrimiento que acaricia la carne; la vida que triunfa finalmente sobre la muerte.
Surge un intenso rayo de luz iluminando de manera oblicua el centro de la escena hasta alcanzar la tumba de Lázaro. Los personajes que asisten al milagro quedan subyugados: Marta a contraluz, y María en plena luz, así como los dignatarios judíos.
En el eje vertical que divide la composición aparece la figura del Señor, un Jesús de rostro humano, aún conmovido, pero al mismo tiempo un Cristo de estatura sobrehumana: dos veces más grande que el resto de los personajes, elevando magistralmente la mano derecha, con la fuerza de Dios, y ordenando a su amigo: “¡Sal fuera!”.
“Si Cristo no resucitó, es vana nuestra fe en este hombre”, escribe san Pablo (Cf. 1 Corintios 15, 14): de Betania hasta Emaús, Rembrandt nos muestra que nuestra fe no es vana.
Publicado por la revista Magnificat.
Publicar un comentario