En estos días de cuarentena hemos tenido la posibilidad de leer muchas historias, testimonios de todas partes del mundo, con toda clase de reflexiones o de recomendaciones para vivir esta crisis.
El denominador común a todo lo que se vive y se cuenta o lo que aparece de fondo en la mayoría es como si estuviéramos redescubriendo las cosas más elementales de nuestra condición humana y teniendo que reconfigurar nuestra escala de valores.
Veníamos viviendo a una velocidad inmanejable y de golpe todo se detiene. ¿Hacia dónde mirar? ¿Qué nos depara el futuro incierto? ¿Qué es lo que realmente queremos hacer con nuestra vida?
José Ortega y Gasset escribió que “mientras el tigre no puede dejar de ser tigre, no puede destigrarse, el hombre vive en riesgo permanente de deshumanizarse”. Podemos hacernos más o menos humanos con nuestras decisiones, con nuestro modo de vivir. Y hay situaciones que ponen a prueba nuestra libertad, nuestra responsabilidad y por ello nuestra opción por recuperar o perder humanidad.
Un virus nos ha puesto prueba en lo más valioso de nuestra humanidad y ha puesto patas para arriba prioridades, proyectos personales y escalas de valores. Ha mostrado de lo que es capaz el miedo y la ansiedad, pero también de lo que somos capaces cuando el amor vence al miedo y al egoísmo, cuando dejamos todo de lado porque lo más importante está en juego. Nos ha hecho salir de un individualismo exacerbado hacia un sentido de familia humana que ya no es un simple slogan, sino una experiencia real y cotidiana que trasciende todas las fronteras.
Es preocupante ver el nivel de frivolidad al que habíamos llegado, que en esta situación se dan consejos en varios canales de TV sobre cómo vivir la cuarentena en familia, cómo convivir con los hijos y con la pareja tantas horas, como si fuera algo desconocido.
¿Habíamos llegado a ser extraños entre los que deberían ser nuestros vínculos más íntimos? Lo triste es que pone en evidencia que para muchos es así, porque si las relaciones no han sido profundas ni han cultivado la intimidad, cuando físicamente están obligados a estar juntos algunos parecen no saber qué hacer y necesitan orientación.
Y bienvenido que alguien ayude y oriente a las familias, pero revela una gran pobreza humana. Esta crisis se ha transformado en una auténtica oportunidad para recuperar dimensiones fundamentales de nuestra humanidad, de nuestra capacidad para convivir con otros que dábamos por descontado, pero que no estaban realmente cultivadas y que son las que sostienen todo lo demás.
La cultura dominante se ha vuelto demasiado centrada en el placer individual, en un pragmatismo radical que solo valora lo útil, y donde lo único que importa es el éxito y las manifestaciones de poder e influencia.
Una cultura que había dejado en el olvido, como un tabú del que no se puede hablar, aquellos aspectos de la vida humana incómodos que realmente no queríamos aceptar, pero que siempre están ahí: la enfermedad, la vulnerabilidad y la muerte. Aceptar que somos limitados, vulnerables y que vamos a morir es un modo de encarar la vida con autenticidad y realismo.
Por otra parte, un subjetivismo extremo donde la ciencia parecía ser una opinión más y algunos discursos irracionales y sin fundamento pretendían negarse a las vacunas o a tratamientos médicos, comienzan a hacerse añicos frente a la evidencia imparable de los hechos donde vemos lo que sucede cuando un virus se extiende sin barreras. Ahora comienzan a preguntarse muchos por qué no se invierte más en ciencias biomédicas y no tanto en la cultura del entretenimiento.
En opciones de vida marcadas por el valor de la productividad, donde vivir a toda velocidad es un signo de excelencia y rendimiento, estar obligados a parar, a no hacer nada, nos hace tomar conciencia del vacío que se puede encontrar en la soledad y el silencio cuando uno nunca se detiene.
Una pandemia nos recuerda que, aunque no nos gusten los límites, existen. La enfermedad y la muerte no distinguen color de piel, ni ideologías, ni poder económico, ni prestigio, ni lugar geográfico. Todos caemos con la misma debilidad ante lo que afecta nuestra salud.
El individualismo se quiebra cuando descubrimos que lo que le sucede a los demás tiene que ver conmigo y que lo que hago o dejo de hacer tiene un efecto directo sobre los demás, que no es verdad que cada uno puede hacer lo que quiera sin que eso afecte a otros. ¿No traerá esta crisis también una mayor toma de conciencia del cuidado del medio ambiente?
Una oportunidad que agradeceremos
El mundo no será el mismo después del Corvid19, no solo a nivel político, sanitario y económico. No seremos los mismos existencialmente, porque la situación nos obligó a repensarlo todo. Después de este duro golpe y solo en el futuro tendremos perspectiva para pensar cuánto nos dejó y lo que habremos aprendido.
Acostumbrados a poderlo casi todo y a saber lo que hay que hacer, donde todos los expertos siempre nos enseñan qué pasará en las próximas elecciones o cómo estará el clima dentro de dos meses, nos desacostumbramos a no saberlo todo a no poder preverlo todo. Este es un tiempo para crecer en humildad, porque no lo sabemos todo ni lo podemos todo, ni lo podemos asegurar todo.
Solo espero positivamente que el día después nos encuentre siendo diferentes de cómo éramos antes de que llegara el Corona Virus, que el día después nos encuentre más humanizados, más solidarios, más sensibles y más cercanos a todo ser humano, sin importar qué piensa o de dónde venga.
Para los cristianos esta ha sido una cuaresma que nos empujó sin aviso al silencio, a la conversión, al desierto interior, a salir de las propias seguridades, a dejar morir lo que tiene que morir de nosotros para que nazca lo nuevo, para que pueda surgir un mundo nuevo.
En algunos países ha sido un auténtico via crucis. El Papa Francisco en una reciente entrevista afirmó que no le gusta la palabra “optimismo” porque suena a maquillaje, que el prefiere la palabra esperanza. Y es que el optimismo muchas veces es puro voluntarismo que quiere estar siempre con una cara feliz porque le teme a cualquier golpe de realidad que le borre la sonrisa.
En cambio, la esperanza, siendo realista, se apoya en certezas más profundas, en saber que no todo depende de mí, que el futuro siempre está abierto a que algo nuevo nos sorprenda y nos descubra la alegría más profunda de que somos amados y que ese amor es más fuerte que la muerte. La gente más feliz no es la optimista, sino la agradecida, la que no pierde la esperanza, la que a pesar de lo duro que pueda ser el presente, sabe que tiene razones para no perder la alegría ni la paz.
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