Como oraba San Francisco
Eso no obstante, la curiosidad del Obispo Guido es la curiosidad y el ansia de todos los siglos. También nosotros quisiéramos alzar el velo del misterio de este hombre hecho oración y a quien ni el trato de las cosas humanas logran distraer de su coloquio con Dios.
San Francisco no escribió ni escribiera jamás un tratado de oración o del amor de Dios, pues habría creído profanar su tesoro, y porque, además, quien ama como él amaba, intuye y no razona, y quien razona sobre el amor y lo analiza, ya lo ha vencido, es decir, ya hecho del amor un hábito, un deber, un recuerdo. Las almas que singulares escribieron tratados sobre el amor de Dios eran de temple diverso el suyo, esto es, más razonadoras y complejas, y aún más intelectuales.
En nuestro caso, las reglas, los consejos y las pocas oraciones que San Francisco ha dejado es lo único que nos da un hilo de su secreto.
San Francisco es el Santo del padre nuestro. setenta y cinco veces al día lo prescribe a sus hermanos legos sin letras; pero él no sé harta de repetirlo; gusta su íntimo sabor, que la costumbre diluye o anula en las almas superficiales; hace de su meditación y su arma; casi no admite que pueda orarse de otro modo. Una vez que Jesús dictó aquellas palabras, no le parece bueno trocar la suyas, como estima necesario y óptimo anteponer la voluntad del maestro al propio yo, orgulloso, inconstante, egoísta hasta en la plegaria.
Además del padre nuestro, ama y quiere la oración litúrgica, como impuesta por la Iglesia, que transmite la vida de Cristo en el tiempo; ama el rezo litúrgico por ser oración colectiva en el espíritu, aunque no lo sea en la concreta colectividad numérica, y porque Jesús prometió escuchar la oración en común.
Quiere, para los que saben leer, el oficio divino, y el mismo compone uno de la Pasión de Nuestro Señor; únicamente no siente la necesidad de salmodiarlo coralmente en la Iglesia, como los monjes que dedicaban con solemnidad al Opus Dei la mayor y mejor parte del día. En el trato con Dios, San Francisco respeta, más aún, admira el ceremonial, pero no se da tal ceremonial.
Ama la oración, pero sin vincularla a un lugar, aunque sea la Iglesia; doquiera le sorprenda la hora del oficio divino, en una gruta, en una selva, por los caminos, al resistero, lloviendo o nevando, reza sus acciones, más semejante en esto a los anacoretas que a los benedictinos; bien que, a diferencia de los anacoretas, no se santigua ni se tapa los oídos, cual si oyera al maligno, cuando una cigarra, un ruiseñor o una banda de gorriones canta con él; antes acompaña su rezo con sus gorjeos, porque gusta de interpretar y recoger todas las voces del universo y componer con ellas su himno a la Divinidad.
La oración personal de San Francisco es, ante todo, alabanza y gratitud. Las más veces ni piden ni pide ni llora, canta como la alondra fija en el sol, repitiendo una sola nota, altísima: Dios. Dios es sabiduría, Dios es amor, Dios es felicidad. Engolfado en la divina inmensidad, invita al hacimiento de gracias a la Iglesia triunfante militante, desde los serafines hasta los niños en mantillas, desde los antiguos profetas hasta los más humildes vivientes, y termina con un arranque que enloquece de su divina pasión, como el capítulo 23 de la Regla primera.
Luego vuelve a su canto de alondra con insistencia apasionada, con lirismo creciente, nunca enfático, porque gorjea siempre la misma nota: Dios es bueno, muy bueno; Dios es el bien, todo el bien, el sumo bien, como si temiese que los hombres no lo van a creer, aunque hacen profesión de creerlo. Surge en la bondad de Dios se comunica a los otros, porque es concreta, cual si hallase confirmación palpable en todo el universo, cual si Dios se les revelase sensiblemente y le ratificase que es la bondad misma.
Su oración presupone, amén de esta certeza metafísica de que Dios es el sumo bien, una humildad que se pierde en aquella bondad divina como la gota en el océano; humildad y reconocimiento se abisma en la alabanza y adoración, de donde salen transformados en alegría, ya que la alegría franciscana que es, primeramente, olvido de sí mismo y de las propias cruces en la grandeza de Dios; después, goce y orgullo de poder sufrir con Jesucristo.
Las oraciones dictadas o escritas por San Francisco sólo tienen el tono de la alabanza alegre y confiada, pero las que el elevaba en la soledad, entre lágrimas y gemidos, eran también examen de sí mismo en la presencia de Dios, roturas del corazón en el arrepentimiento, meditación de la vida y señaladamente de los dolores de Jesús, con los cuales se identifica de suerte que va por los caminos llorando e invitando a los hombres a llorar la pasión del Señor.
Y todo eso no es más que la expresión externa de la oración del Santo; su ascensión intima a la contemplación, sus cuaresmas en la soledad, sus noches de lágrimas, sus horas de éxtasis, siguen siendo un secreto entre él y Dios. Y es Dios, no él, quien nos revela algo de la oración de San Francisco, con el milagro de los Estigmas.


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