Como amaba San Francisco a los suyos
Más también aquí vence a la severidad del maestro la ternura del padre. San Francisco ama a los suyos y funda la obediencia sobre el amor recíproco: materno en los superiores, filial y de hermanos en los súbditos; quiere que superiores y dependientes se alternen en el oficio, de modo que la jerarquía surja de la igualdad y en la humildad se apoye, y la obediencia comience en la firme confianza de conseguir la libertad del espíritu.
Ama a los suyos, los comprende, los previene, los calma; sufre tanto en la primera partida de los 12 primeros, que los torna a llamar a su lado milagrosamente; cada separación es para él, para todos, un dolor no disimulado; cada retorno, una fiesta. Al llamamiento del último de los suyos responde con pronta bondad; a los dos frailes forasteros que por verle habían recorrido tantas leguas y habían sido alejados por celo de los íntimos, San Francisco les da personalmente su bendición; a fray Ricerio, que teme no ser amado de el y en ese desamor de la prueba de la reprobación divina, San Francisco le sale al paso con ternura más que de padre; a fray León, celoso como todos los amigos más aficionados, le permite estar siempre a su lado y ser confidente; le deja su bendición escrita y, a su muerte, la túnica.
El cuidado de su creciente familia espiritual y asalta el éxtasis de los estigmas y en la agonía; le acompañan, según la leyenda, hasta en el paraíso, si, cuenta las Florecillas, todos los años el día de su tránsito de desciende al purgatorio a libertar las almas de sus tres órdenes y de sus devotos; si, como Dante imaginaba, viene del cielo a disputar a los demonios las almas de sus frailes agonizantes.
El fundador de la orden religiosa más vasta del mundo nunca tuvo gestos solemnes, sino siempre maternales. Es sintomático el modo como se representa a sí mismo: o como la madre pobrecita de los hijos del gran rey, o como la gallina negra, acongojada en la defensa de sus polluelos. Este modo de amar, humilde aún con los inferiores y pobre, es decir, atento sólo al bien de los demás, nunca al propio goce, es particular de San Francisco y le granjea hombres de cualidades muy diferentes: la ternura de un fray León, la delicadeza de un fray Rufino, la suficiencia de un fray Maseo, la ingenuidad impertinente de un fray
junípero, la simplicidad de un fray Juan, el misticismo de un fray Gil y de un fray Bernardo, el espíritu caballeresco de un fray Ángel Tancredi, el alma trovadoresca de un fray Pacífico, rey de los versos; la fantasía soñadora de obras grandes de un fray Elías.
Los espirituales no tomaron en consideración en sus escritos, quizá porque les faltaba a ellos, la suave tolerancia del maestro con sus discípulos de índole tan diferente. Conoce muy bien las aficiones de fray Elías, y con todo le nombra general, y le tiene cerca de sí hasta su muerte; considera el estudio no más que como mero instrumento de trabajo de doble corte, pero respeta a los estudiosos por vocación y llama a San Antonio su obispo; huella privilegios de cuna más cuando un hermano, que le va guiando el asnillo, piensa: "y todo bien considerado éste es hijo de Pedro Bernardone", se precipita de la silla y le dice: "tienes razón, hermano; a ti te corresponde, no a mí, cabalgar".
Por este amor concreto Francisco ha creado tres órdenes con qué responder a las exigencias de perfección de hombres y mujeres colocados en muy diversas condiciones de vida y acudir a las más dispares vocaciones.
Más todavía: este amor sobrenatural es la fuerza de San Francisco, la explicación de toda su vida, la razón del desarrollo siempre renovado de la vida Francisca. Con este amor para con Dios y para con los criaturas, apoyado en motivos sobrenaturales, ha ejercido poderoso hechizo sobre muchos hombres; a muchos arrebató tras sí con su ejemplo. A su vez, los hombres reconocen el amor de San Francisco la aplicación del precepto de Jesús: "amamos como hermanos; en esto os reconocerán por discípulos míos". Y porque se sienten amados de él como hermanos, los hombres, todos los hombres, le aman.


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