Los milagros de San Francisco de Asís: Presos y encarcelados puestos en libertad



1. Sucedió en Romania que un griego que servía a un señor fue falsamente acusado de hurto. El dueño de la tierra mandó que fuera encerrado en una estrecha cárcel y cargado de cadenas.

Mas la señora de la casa, compadecida del siervo, a quien consideraba inocente del delito que se le imputaba, insistía ante el señor con ardientes súplicas para que fuera liberado. Obstinado en su dureza, el marido no accedió a los ruegos. Entonces, la señora recurrió humildemente a San Francisco, y, haciendo un voto, encomendó a su piedad al inocente. Pronto acudió el abogado de los desgraciados y visitó en la cárcel misericordiosamente al siervo castigado. Rompió las cadenas, abrió la cárcel y, tomando de la mano al inocente, lo sacó fuera y le dijo: «Yo soy aquel a quien tu señora te ha encomendado devotamente». Sobrecogido por un gran temor el siervo y teniendo que bajar de una altísima roca bordeando la sima, en un momento, por el poder de su libertador, se encontró en el llano.

Volvió a su señora, y, contándole por su orden el suceso milagroso, encendió con renovado fervor en la devota señora el amor a Cristo y la veneración a su siervo Francisco.

2. En Massa de San Pedro [Arezzo], un pobrecillo debía una cantidad de dinero a un caballero. No pudiendo pagarle de momento por su gran pobreza, apresado por el caballero, le rogaba suplicante que tuviese misericordia y que por amor a San Francisco le diese un plazo de espera.

El soberbio caballero desechó las súplicas del pobre y desconsideradamente despreció lo del amor del Santo como algo inútil y vano. Altivamente le contestó: «Te encerraré en tal lugar y te recluiré en tal cárcel que ni San Francisco ni ningún otro te podrán ayudar». Procuró cumplir lo que dijo. Encontró una cárcel oscura, donde encadenado encerró al pobre.

Poco después se presentó San Francisco y, abriendo la cárcel y rompiendo los grillos de los pies, lo devolvió, sin ningún daño, a su casa.

Así, el poder de Francisco conquistó al soberbio caballero, libertó de su desgracia al cautivo que se había confiado a su valimiento, y, mediante un admirable milagro, convirtió la protervia del caballero en mansedumbre.

3. Alberto de Arezzo, puesto en durísima prisión a causa de deudas que injustamente le reclamaban, humildemente encomendó su inocencia a San Francisco. Amaba de modo extraordinario a la Orden de los hermanos menores, y entre los santos veneraba con especial afecto a San Francisco.

Su acreedor, con palabras blasfemas, afirmó que ni San Francisco ni Dios le podrían librar de sus manos. Sucedió que el encarcelado no probó bocado la vigilia de San Francisco y por su amor dio el alimento a un indigente; anocheciendo ya y estando en vela, se le apareció San Francisco; a su entrada en la cárcel se desprendieron los cepos de sus pies y cayeron las cadenas de sus manos, se abrieron por sí las puertas, saltaron las tablas del techo, y, libre ya el preso, volvió a su casa.

Cumplió desde entonces el voto de ayunar la vigilia de San Francisco, y en testimonio de su creciente devoción al Santo fue añadiendo cada año una onza al cirio que solía ofrecer anualmente.

4. Ocupando el solio pontificio el papa Gregorio IX, un hombre llamado Pedro, de la ciudad de Alife, fue acusado de hereje y apresado en Roma, y, por orden del mismo pontífice, entregado al obispo de Tívoli para su custodia. El obispo, que debía guardarlo so pena de perder su sede, para que no pudiera escapar lo hizo encerrar, cargado de cadenas, en una oscura cárcel, dándole el pan estrictamente pesado, y el agua rigurosamente tasada.

Habiendo oído que se aproximaba la vigilia de la solemnidad de San Francisco, aquel hombre se puso a invocarle con muchas súplicas y lágrimas, y a pedirle que se apiadara de él. Y por cuanto por la pureza de la fe había renunciado a todo error de herética pravedad y con perfecta devoción del corazón se había adherido al fidelísimo siervo de Cristo Francisco, por la intercesión del Santo y por sus méritos mereció ser oído por Dios. Echándose ya la noche de su fiesta, San Francisco, compadecido, descendió hacia el crepúsculo a la cárcel y, llamándole por su nombre, le mandó que se levantase rápidamente. Temblando de temor, preguntóle quién era, y escuchó una voz que le decía que era Francisco. Vio que a la presencia del santo varón se desprendían rotas las cadenas de sus pies y que, saltando los clavos, se abrían las puertas de la cárcel, ofreciéndosele franco el camino de la libertad. Pero, libre ya y estupefacto, no acertaba a huir, y gritaba a la puerta, infundiendo el pavor entre todos los custodios.

Estos anunciaron al obispo que el preso se hallaba libre de las cadenas; y, después de cerciorarse del asunto, acudió devotamente a la cárcel y reconoció abiertamente el poder de Dios, y allí adoró al Señor.

Fueron llevadas las cadenas ante el papa y los cardenales, quienes, viendo lo que había sucedido, admirados extraordinariamente, bendijeron a Dios.

5. Guidoloto de San Geminiano fue acusado falsamente de haber dado muerte a un hombre envenenándolo y de que pensaba dar muerte también al hijo del mismo y a toda su familia con el mismo procedimiento. Apresado por el podestà y cargado de cadenas, fue encerrado en una torre. Pero, seguro de su inocencia, confiando en el Señor, encomendó la causa de su defensa al patrocinio de San Francisco. El podestà pensaba en los tormentos que iba a aplicarle para conseguir la confesión del crimen que se le imputaba y en los castigos con que haría morir al confeso. Pero la noche aquella que precedía a la mañana en que había de ser llevado al suplicio, fue visitado por San Francisco, y, rodeado por un inmenso y radiante fulgor hasta la mañana, lleno de alegría y confianza, obtuvo la seguridad de ser liberado.

Llegaron de mañana los verdugos, y, sacándolo de la cárcel, lo suspendieron en el potro, cargando sobre él muchas pesas de hierro. Muchas veces fue levantado y bajado de nuevo para provocar más acerbos dolores, y así obligarle a confesar su delito.

Pero su rostro reflejaba la alegría de la inocencia, no mostrando ninguna tristeza en medio de las torturas. Luego, suspendido cabeza abajo, encendieron debajo de él una fogata, y ni siquiera se chamuscó uno de sus cabellos.

Al fin le rociaron con aceite hirviendo, y, por el poder del abogado a quien había confiado su defensa, superó todas las pruebas, y, dejado en libertad, marchó salvo.
8:47:00 p.m.

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