Los milagros de San Francisco de Asís: Salvados de peligros de muerte



1. En los alrededores de la ciudad de Roma, cierto varón noble, por nombre Rodolfo, a una con su devota mujer hospedó en su casa a unos hermanos menores tanto por espíritu de hospitalidad como por reverencia y amor a San Francisco.

En aquella noche, estando dormido el centinela del castro en lo alto de la torre, tumbado sobre un armazón de maderos en el mismo estribo del muro, suelta la trabazón de los mismos, se precipitó sobre la techumbre del palacio, y de allí al pavimento.

Toda la familia se despertó al estruendo de la caída, y, enterados de la desgracia del centinela, acudieron a auxiliarle el señor del castillo, su señora y los hermanos. Pero el centinela, que había caído de lo alto, estaba sumergido en un sopor tan profundo, que no se despertó ni a los golpes de la caída ni al estrépito de la familia que acudía gritando.

Despertado por fin a fuerza de agitarlo, se puso a quejarse de que le hubiesen privado de un dulce descanso, asegurando que se hallaba plácidamente dormido entre los brazos de San Francisco. Siendo informado de la propia caída por los demás y viéndose en tierra cuando se sabía acostado en lo alto, estupefacto de lo sucedido sin haberse dado cuenta, prometió delante de todos que haría penitencia por reverencia de Dios y del bienaventurado Francisco.

2. En el castro de Pofi, en la Campania, un sacerdote llamado Tomás fue a reparar un molino que era propiedad de la iglesia. Caminando sin precaución por el borde del canal, por el que corrían aguas profundas y abundantes, de improviso vino a caer y ser atrapado de forma extraña en el rodezno que movía el molino. Prendido por el rodezno, quedó allí boca arriba, recibiendo el impetuoso torrente de las aguas.

Ya que no podía con la lengua, interiormente invocaba gimiendo la ayuda de San Francisco. Mucho tiempo permaneció en aquella situación, que sus compañeros consideraban ya completamente desesperada.

En un extremo intento de salvación, movieron con violencia la muela en sentido contrario, logrando que dicho sacerdote fuera despedido a las aguas, donde se revolvía agitado en la corriente. Fue entonces cuando un hermano menor, vestido de túnica blanca y ceñido con un cordón, tomándole por el brazo con mucha suavidad, lo sacó del río, diciendo: «Yo soy Francisco, a quien tú invocaste». Liberado de esta forma y fuera de sí por el estupor, quería besar las huellas de sus pies; ansioso, discurría de una a otra parte, preguntando a los compañeros: «¿Dónde está? ¿Adónde fue el Santo? ¿Por qué camino desapareció?»

Y aquellos hombres, asustados, se postraron en tierra, glorificando las grandezas del Dios excelso y los méritos y virtudes de su humilde siervo.

3. Unos jóvenes de Celano [provincia de Foggia] salieron a cortar hierba en unos campos. Había allí un viejo pozo oculto, cubierto en su boca con hierbas verdes. Tenía este pozo cerca de cuatro pasos en profundidad. Estando los jóvenes trabajando separadamente por el campo, uno de ellos cayó de improviso en el pozo; mientras las profundidades del pozo engullían el cuerpo, su alma se elevaba buscando la ayuda de San Francisco y exclamando fiel y devotamente durante la misma caída: «¡San Francisco, ayúdame!» Los compañeros van de aquí para allá, y, comprobando que el otro joven no comparece, lloran y lo buscan llamándolo a gritos y recorriendo el campo de un extremo a otro. Descubrieron al fin que había caído al pozo; apresuradamente se dirigieron al pueblo, comunicaron lo acontecido y pidieron auxilio. De retorno al pozo en unión de muchos hombres, uno de ellos, atado a una cuerda, fue bajado pozo adentro, y vio al joven sentado en la superficie de las aguas y sin que hubiera sufrido lesión alguna.

Extraído del pozo, dijo el joven a todos los presentes: «Cuando súbitamente caí, invoqué la ayuda de San Francisco; mientras me iba sumergiendo, se me hizo él presente, me alargó la mano, me sujetó suavemente y no me abandonó en ningún momento hasta que, juntamente con vosotros, me sacó del pozo».

4. Mientras el señor obispo de Ostia, luego sumo pontífice con el nombre de Alejandro (4), predicaba en la iglesia de San Francisco de Asís en presencia de la curia romana, una grande y pesada piedra dejada descuidadamente en el púlpito, que era alto y de piedra, vino a caer, a consecuencia de un fuerte empujón, sobre la cabeza de una mujer.

Creyendo los circunstantes que había quedado muerta y con la cabeza del todo aplastada, la cubrieron con el manto que ella misma llevaba puesto, para sacar el cadáver de la iglesia una vez terminado el sermón. Mas ella se encomendó fielmente a San Francisco, ante cuyo altar se encontraba. Y he aquí que, acabada la predicación, la mujer se levantó ante todos totalmente sana, hasta el punto de que no se veía en ella el más leve vestigio de lesión.

Pero hay todavía algo que es más admirable. Durante largo tiempo había sufrido ella dolores casi continuos de cabeza, y -según confesión propia posterior-, a partir de aquel momento, se vio libre de toda molestia de enfermedad.

5. En Corneto, habiéndose reunido varios hombres devotos en el lugar de los hermanos para fundir una campana, un muchacho de ocho años llamado Bartolomé llevó a los hermanos algunos alimentos para los trabajadores. De pronto, un viento impetuoso, que estremeció la casa, echó sobre el muchacho una de las puertas, grande y pesada; todos creían que, aplastado por tan enorme peso, había perecido. De tal modo lo cubría la ingente carga, que nada de él se veía.

Concurrieron todos los presentes e invocaban la diestra poderosa del bienaventurado Francisco. El mismo padre del muchacho que, paralizados los miembros por el dolor, no se podía mover, ofrecía con el corazón y de palabra su hijo a San Francisco.

Fue por fin levantada la funesta carga de encima del muchacho, y aquel a quien creían muerto apareció lleno de alegría, como quien se despierta del sueño, no mostrando en su cuerpo lesión alguna.

Más tarde, a la edad de catorce años, este muchacho se hizo hermano menor y llegó a ser letrado y famoso predicador.

6. Unos hombres de Lentini cortaron una enorme piedra del monte para ser colocada en el altar de una iglesia de San Francisco, que muy pronto iba a ser consagrada. Unos cuarenta hombres trataban de colocar la ingente mole sobre un vehículo; en uno de los esfuerzos, cayó la piedra sobre uno de los hombres, cubriéndolo como losa de muerte.

Desconcertados, no sabían qué hacer. La mayor parte de los hombres se alejaron desesperados. Pero diez hombres que quedaron invocaban con voz lastimosa a San Francisco, pidiéndole no permitiera que un hombre entregado a su servicio muriese de modo tan horrible. Recobraron el ánimo y movieron la piedra con tanta facilidad, que nadie duda que allí estuvo presente el poder de San Francisco.

Se levantó el hombre incólume en todos sus miembros; e incluso obtuvo el beneficio de recuperar la vista, que la tenía un tanto perdida. De esta forma se daba a entender a todos cuán eficaz es, aun en casos desesperados, el poder de los méritos del bienaventurado Francisco.

7. Un caso semejante sucedió en San Severino, en la Marca de Ancona. Una piedra gigantesca, traída desde Constantinopla, era transportada, con el esfuerzo de muchos hombres, a la basílica de San Francisco. En un momento, deslizándose rápidamente, se precipitó sobre uno de los hombres que la traían. Cuando todos pensaban que estaba no sólo muerto, sino desmenuzado, le asistió el bienaventurado Francisco, que levantó la piedra. Quitándose de encima el peso de la piedra, saltó sano e incólume, sin lesión alguna.

8. Un ciudadano de Gaeta llamado Bartolomé trabajaba con todo afán en la construcción de una iglesia de San Francisco. Se desprendió de pronto una viga mal colocada, que, oprimiendo la cabeza, se la golpeó gravemente. Como hombre fiel y piadoso que era, viendo inminente la muerte, pidió el viático a un hermano que allí estaba.

Creyendo el hermano que iba a morir inmediatamente y que no le daba tiempo para traerle el viático antes de que expirase, le recordó aquellas palabras de San Agustín, diciéndole: «Cree, y ya lo recibiste en alimento». La próxima noche se le apareció San Francisco con otros once hermanos y, llevando un corderito en sus brazos, se acercó al lecho y, llamándole por su nombre le dijo: «Bartolomé, no tengas miedo, porque no ha prevalecido contra ti el enemigo, que pretendía impedir que trabajaras en mi servicio. Éste es el cordero que pedías te fuese dado, y que recibiste por el buen deseo; por su poder recibirás también la doble salud del alma y del cuerpo». Le pasó luego la mano por las heridas y le mandó volviera al trabajo que había comenzado.

Levantóse muy de mañana, y, presentándose alegre e incólume ante aquellos que le habían dejado medio muerto, los llenó de admiración y de estupor, excitándolos, tanto por su ejemplo como por el milagro, a la reverencia y al amor del bienaventurado Padre.

9. Cierto día, un hombre de Ceprano llamado Nicolás cayó en manos de crueles enemigos. Con salvaje ferocidad lo cosieron a puñaladas, y hasta tal punto se encarnizaron con él, que lo dejaron por muerto o próximo a morir.

El dicho Nicolás, al recibir los primeros golpes, había exclamado en alta voz: «¡Salve Francisco, socórreme! ¡San Francisco, ayúdame!» Muchos oyeron desde lejos estas palabras, pero no podían ellos auxiliarle.

Llevado a su casa, todo cubierto en su propia sangre, afirmaba confiadamente que no vería la muerte por aquellas heridas y que desde aquel momento no sentía dolores, porque San Francisco le había socorrido y le había conseguido de Dios el poder hacer penitencia.

Los hechos confirmaron su aserto, porque, apenas se le limpió la sangre, contra toda esperanza humana, quedó en seguida libre de todo mal.

10. El hijo de un noble del castro de San Geminiano era víctima de una grave enfermedad, y, desesperado de toda posible curación, había llegado al extremo de su vida. De sus ojos brotaba un chorro de sangre como cuando se abre una vena en el brazo; viéndosele en el resto de su cuerpo todos los demás signos de una muerte próxima, se le juzgaba como muerto. Además, privado del uso de los sentidos y del movimiento por la debilidad del espíritu y de sus fuerzas, parecía difunto del todo.

Reunidos, como de costumbre, los parientes y amigos para celebrar el duelo, y hablando de la sepultura, su padre, que tenía confianza en el Señor, corrió con paso ligero a la iglesia de San Francisco que había en aquel lugar y, colgada una cuerda al cuello, con toda humildad se postró en tierra. De esta forma, haciendo votos e intensificando sus rezos con suspiros y gemidos, mereció tener a San Francisco como abogado ante Cristo.

Volvió el padre al lado de su hijo, y, encontrándolo totalmente curado, el luto se convirtió en alegría.

11. Un prodigio semejante realizó el Señor por los méritos del Santo en Cataluña en favor de una niña de la villa de Tamarit y de otra de cerca de Ancona; estando ellas en el último trance a causa de la enfermedad, sus padres invocaron con fe a San Francisco, quien al momento las restituyó a una perfecta salud.

12. Cierto clérigo de Vicalvi llamado Mateo ingirió un día un veneno mortífero; de tal manera se agravó, que, no siéndole ya posible hablar, le quedaba sólo exhalar el último suspiro. Un sacerdote le aconsejó que se confesara, pero no pudo conseguir de él palabra alguna.

El sacerdote pedía en su corazón humildemente a Cristo que se dignase librarle de las fauces de la muerte por los méritos de San Francisco. Al momento, como confortado por el Señor, pronunció con fe y devoción el nombre de San Francisco ante los circunstantes, vomitó el veneno y dio gracias a su libertador.
8:47:00 p.m.

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