El presbítero toletano don Francisco José Delgado se toma la molestia de refutar mi artículo publicado en Alfa y Omega en su número del 26 de enero de 2017. Resulta que mi artículo sería, para don Francisco José, emblemático de varios errores que incluye en la estirpe de la egregia categoría de una “escolástica decadente” o al menos llevaría ese regusto. Vaya por delante que resulta un poco áspero que a uno le adscriban a una corriente a la que no cree pertenecer, pero si además se trata de su variante desportillada, la cosa es más desabrida aún.
Lo que más me llama la atención es el tono polémico (en el sentido más etimológico del término) de su escrito. Me atribuye don Francisco José –como al resto de esa innominada turba de epígonos de la escolástica decadente en la que inadvertidamente me cuento– el recurso a las malas artes del merchero intelectual. En concreto, yo tendría la oculta y abusiva intención de construir un argumento falaz con objeto de llegar a una conclusión que ya buscaba de antemano, para ello yo habría echado fraudulentamente mano del legítimo principio ab esse ad posse valet illatio. Don Francisco José va todavía más lejos y presume de haber encontrado la íntima razón psicológica que me habría llevado a esta indignidad: “cuando el hombre se ha convencido de que algo es posible, aunque sea en un caso muy concreto y raro, es difícil que esa posibilidad no se generalice poco a poco hasta convertirse casi en una regla”. Dentro de esa estrategia colectiva escolástico-decadente y nominalista, mi artículo supondría una “última vuelta de tuerca”.
Presumo la más cristiana de las intenciones en este sacerdote. Me gustaría, eso sí, al hilo del embate contra mi escrito, dejar algunas cosas claras, porque su juicio sobre ellas me parece imprudente. Lamento tener que hacerlo, porque ciertamente creo que de lo que escribí no se desprende otra cosa que lo que voy a decir, incluidas cuáles son mis intenciones, de manera que no tiene sentido especular sobre ellas, o presumir ocultos designios. Equivocado o no, sólo busco, ya lo he dicho, contribuir a la paz de los cristianos que están siendo soliviantados y, hasta donde logro entender, lo están siendo sin razón.
En primer lugar, yo no tengo ninguna tesis que defender en este terreno. Creo firmemente en la santidad y firmeza del vínculo matrimonial. Del mismo modo, creo en que el adulterio es una grave transgresión de la ley de Dios y del orden natural y, además, de consecuencias terribles, en el orden social. Sólo me mueve el amor a la verdad y a la Iglesia. Que pueda errar en mi argumentación es obvio, pero no tengo la intención de socavar la doctrina de la Iglesia de Jesucristo ni de “buscar la rendija sobre la que poner la palanca para hacer saltar la doctrina de la Iglesia”. Difícilmente se podrá presumir una intención más torcida en un cristiano que la que caritativamente me asigna don Francisco José. Quizás quedaba todavía algún recorrido por andar para aquello de que “todo buen cristiano ha de ser más pronto a salvar la proposición del prójimo, que a condenarla”; o incluso para preguntar, ante la duda, “cómo la entiende” antes de sentencia tan gratuita.
En ningún momento he pretendido dar validez a la interpretación “malteso-bonaerense”, que ni he leído. Tan sólo he tenido en mente la literalidad de la nota 351 de Amoris lætitia y del canon 9 del concilio de Elvira. De ambas he realizado simplemente una interpretación, sin referirme a ningún texto ajeno.
Según don Francisco José, el “meollo del asunto” está en la traducción –errónea– que yo hago de la expresión “necessitas infirmitatis” en el canon 9. También en esto se equivoca mi refutador. No tendría yo ningún problema en admitir –ammesso e non concesso, dirían los italianos– la traducción que él prefiere de “infirmitas” por “enfermedad”, y aun así mi argumentación quedaría intacta. Limitarse a leer “enfermedad” (concedo que grave), no haría sino restringir todavía más los casos, pero no modificaría el fondo del asunto. Lo que de ninguna manera se puede deducir del tenor del canon 9 es la “acta legitima pœnitentia”, o “ut correptus esse videatur”. Es decir, el canon 9 condena con la privación de la comunión a la adúltera que se ha vuelto a casar mientras viva su esposo primero. Pero también prevé la posibilidad de la excepción: salvo que, tal vez, la necesidad de la enfermedad forzase a dársela.
Pretende don Francisco José que el adverbio forte “da bastante inseguridad al caso extremo al que se refiere”. ¿En qué sentido forte puede dar inseguridad al caso extremo al que se refiere? Forte es el ablativo de fors (“suerte”, “casualidad”, emparentado con “fortuna”). Se refiere a algo que se sale del curso habitual de las cosas. Es decir, forte hace referencia a la escasa frecuencia y no a la inseguridad con la que la prudencia juzgará que deba darse la comunión a la adúltera infirma.
Como he señalado, nada en mi argumento pende del alcance de la traducción de “infirmitas”, porque se trataría de una mera cuestión cuantitativa respecto del número de los casos hipotéticos. Quien haya redactado la entradilla del artículo del presbítero Delgado afirma que del inminente peligro de muerte se deduciría la presunción de que ya no “se vayan a dar entre los adúlteros los actos propios de los esposos”, lo cual no hace sino embrollar todavía más las cosas. El propósito de la enmienda nada tiene que ver con la probabilidad de encontrarse en condiciones de volver a cometer un acto (dejando a un lado que “los actos propios de los esposos” se reducen según eso a las relaciones sexuales y que lo formalmente pecaminoso y transgresor del adulterio se limita a esas relaciones corporales).
Queda, pues, claro que no pongo ningún énfasis argumental en la traducción de “infirmitas” por “endeblez o falta de firmeza” en lugar de limitarla a la “enfermedad”. Concedo, sin reserva, que hubiera debido mencionar el canon 38, aunque creo que nada varía con su cotejo. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que toda “enfermedad” en sentido moderno es una “endeblez”, como es obvio. Pero la mera provisión, en el canon 38, de una cláusula referente a la eventual supervivencia del enfermo (de la que no hay traza en el canon 9) apunta a que estamos ante una eventualidad cualificada, a un tipo muy concreto de debilidad.
Por lo tanto, léase lo que sigue como un mero aporte filológico, a beneficio de inventario, y no como un argumento a favor de tesis alguna. Si me detuve en justificar mi traducción es sencillamente porque creo que se ajusta más a la verdad. Si alguien quiere refutar mi traducción, que lo haga, pero que no pretenda con ello llevarse por delante mi argumentación.
Las expresiones que en latín se corresponden con nuestra moderna “enfermedad” son morbus, ægritudo (ægror, ægrotatio), adversa valetudo. Infirmitas, sencillamente, significa, de forma genérica flaqueza –de cuerpo o de mente–, flaqueza en la que, sin lugar a dudas, cabe también nuestra enfermedad, en tanto causa de esa debilidad. No es que yo quiera traducir así la palabra, es que traducirla de otro modo sería inexacto. De hecho, no estaríamos discutiendo sobre este detalle si no fuera porque el primer traductor de Denzinger en España, el incomparable don Daniel Ruiz Bueno, vertió “infirmitas” por “enfermedad” al transcribir el canon 9, y de él han tomado verbatim la traducción otras ediciones. Excluida la incompetencia de uno de los mejores traductores contemporáneos, sólo nos queda especular sobre sus razones, y yo no voy a entrar en ello.
Retomo ahora la argumentación principal. “Enfermedad” o “debilidad”, la clave no está ahí, sino en la existencia de una intimación a la prudencia a los presbíteros que, llegados ciertos casos, pueden verse obligados moralmente a administrar la comunión a la adúltera, siempre según el canon 9 de Elvira. Dado que no estamos ante una norma aplicable en la actualidad, la cuestión principal para nosotros hoy no es de ninguna manera determinar a cuántos casos se aplicaba (enfermedad o debilidad), sino si establecía una excepción o no. De ningún modo se trata, como precipitadamente me supone don Francisco José, de establecer una regla basándome en esa excepción. Lo que me propuse era algo modestísimo: verificar si es cierta la afirmación fáctica de que nunca antes en la historia de la Iglesia la disciplina que excluye a los adúlteros, en cualquier circunstancia, de la recepción de la comunión ha tenido alteración. Nada más y nada menos. Y la verdad es que esa afirmación de hecho no se sostiene. Para lo cual, además, ni siquiera hacía falta aceptar mi argumentación. Bastaba con leer la exposición sobre el desarrollo de la disciplina sobre la recepción de la comunión realizada por el entonces prefecto de la congregación para la doctrina de la fe. Con ello nadie está postulando la palingenesia de una vieja regla ni nada por el estilo. Simplemente deshago una afirmación de hecho lanzada con ligereza.
Sólo me falta decir lo más importante. Hay algo que me parece absurdo e improcedente en toda esta algarabía generada en torno a Amoris laetitia. Se habla de supuestas interpretaciones de la nota 351, se disputa acaloradamente sobre ello. Está claro que el autor del documento está vivo y que, tarde más o tarde menos, realizará su interpretación auténtica. Por otra parte, el análisis semántico de la nota no deja lugar a demasiadas dudas. Lo más incoherente es que se pretende ganar la batalla de la interpretación con estrategias impropias, más afines a los modos gramscianos de construcción de hegemonías de discurso que a la serena –aunque firme– y confiada conversación entre hermanos en la fe. Por eso veo que no se repara incluso en soliviantar los ánimos de los creyentes, cuando lo que correspondería a la prudencia cristiana es sosegarlos. En esa indiscreta estrategia –quiero pensar que realizada con buena intención– se intenta incluso hacer prevalecer la propia convicción recurriendo a iniciativas basadas en la fuerza de la muchedumbre indignada, como si un hipotético éxito de una multitudinaria campaña de recogida de firmas no supusiera, en sí misma, una derrota eclesial. Muchos hablan ya abiertamente de su zozobra espiritual y hasta de su desesperanza, y los ánimos de muchos fieles están profundamente turbados. No faltan cristianos angustiados en los que anidan profundas dudas, y hasta quien habla de cisma. Cada uno sabrá qué responsabilidad le cabe en esta situación de confusión.
Aporto, en fin, mis pacíficas y sobrias observaciones. Confío sin fisuras en el gobierno de Cristo en su Iglesia. No he entrado en ningún momento a considerar los aspectos doctrinales implicados, aunque los he señalado y, por otra parte, tengo la voluntad de ceñirme a la disciplina vigente en cada momento en la Iglesia. Don Francisco José afirma que mi escrito es “la última vuelta de tuerca” de una maligna campaña. No hay tal. Mire mi impugnador, con todo afecto, si no será más bien que él se ha pasado de rosca.
José Antonio Ullate
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