Una noticia procedente de Estonia causó gran sorpresa días atrás: un equipo de seis adolescentes afganas ganó el primer premio en el festival Robotex, una competición en la que los participantes deben fabricar un robot que tenga aplicaciones prácticas. Las chicas del país centroasiático triunfaron con el suyo, que utiliza energía solar para ejecutar tareas en granjas agrícolas, y lo hicieron frente a 3.700 rivales y 1.600 máquinas.
El equipo ya se había presentado en EE.UU. en verano, tras muchas tribulaciones para obtener el visado. Allí, en el First Global Challenge de Washington, fueron galardonadas con la plata. Solo unos días después, el 3 de agosto, el padre de Fatemah Qaderyan, de 14 años y capitana del grupo, fue asesinado en un atentado suicida dirigido contra una mezquita en la provincia de Herat.
La violencia y la arraigada pobreza condicionan muchísimo no solo que Afganistán no acabe de ganar en estabilidad, sino que una parte de su población se quede rezagada entre los rezagados: las niñas. La noticia de Forbes sobre el resultado del concurso precisamente destacaba que “para cualquier grupo de adolescentes”, los resultados obtenidos en Washington y Tallin constituirían “un importante grupo de logros, pero estas seis chicas vienen de un país donde dos tercios de las niñas jamás han ido a la escuela”.
Tienen gran mérito, tanto ellas como las que nunca se han enterado de qué es un robot y que se contentan con aprender al menos a escribir y contar, pues ha de ser difícil centrarse en números, variables y textos cuando se sabe que no están lejos los que quieren dispararte o arrojarte ácido a la cara por atreverte a poner el pie en una escuela.
Menos escuelas para ellas que para ellos
Un reciente informe de Human Rights Watch (HRW) sobre las niñas y su acceso a la educación en Afganistán, resume en el título la deplorable situación: “Yo no podré ser doctora, pero un día tú caerás enfermo”. El documento describe cómo el empeoramiento de la seguridad y el paulatino abandono de los donantes extranjeros están incidiendo en los bajos índices de escolarización de las chicas.
Según expertos de la citada organización que estuvieron en el terreno y, entre otras cosas, entrevistaron a casi 250 chicas de 11 a 18 años en las provincias de Kabul, Kandahar, Balkh y Nangarhar, apenas el 37% de las adolescentes afganas saben leer y escribir. La proporción de chicos en ese caso es, aunque claramente insuficiente, algo mayor: el 66%. En cifras que maneja el gobierno, de los 3,5 millones de menores de edad que no reciben instrucción alguna, el 85% son niñas y chicas adolescentes.
“El gobierno de Afganistán –apunta HRW– construye menos escuelas para las niñas que para los niños, tanto en primaria como en secundaria. En la mitad de las provincias del país, menos del 20% de los profesores son mujeres, una mayor barrera para las chicas cuyas familias no aceptarán que un hombre sea quien les enseñe, especialmente a las que entran en la adolescencia. Por otra parte, muchos niños viven muy lejos de las escuelas, lo que afecta especialmente a las niñas. Además, el 41% de los colegios no tiene inmueble, mientras que en muchos otros no hay cerca perimetral, ni agua corriente, ni servicios sanitarios, lo que perjudica desproporcionadamente a las chicas”.
“Para cuando llego a la escuela, se ha acabado la clase”
El equipo de HRW registró algunos testimonios que sobrecogen por su dureza. Como el de Chehrah, de 16 años. La chica vivía a solo 100 metros de la escuela, en la provincia de Kandahar, pero el trayecto amenazaba con volverse un calvario por los ataques que recibían incluso las niñas pequeñas por parte de hombres de la localidad.
“Eran hombres que vivían cerca, así que lo dejamos. Nadie trató nunca de frenarlos, y a nosotros nos sucedió muchas veces [el acoso]. Muchas niñas dejaron la escuela por esta razón, más de ciento”. Debido al acecho constante, ahora las familias no les permiten ir. Tampoco a Chehrah, que pidió a sus padres que la llevaran a otro colegio y se negaron. Desde los 12 no ve una pizarra.
Maliha, de 17 años, estaba en la misma clase que 15 chicas a las que se les salieron al paso unos criminales que les tiraron ácido. Todas resultaron heridas, cuatro de ellas muy gravemente: “Ocurrió casi frente a la escuela. A algunas estudiantes se les quemó el rostro, y perdieron los ojos. Toda nuestra familia decidió entonces que ninguna niña iría más a clase, pero yo persistí y seguí yendo”.
Para otras muchachas, el problema de la lejanía de los centros de enseñanza es un añadido a la inseguridad. En la provincia de Samangan, Khatera, de 15 años, cuenta que el colegio más cercano le queda en otra aldea. “En un caballo o en un burro, salgo por la mañana y llego por la tarde”. Su coetánea Majiba, de Mazar-i-Sharif, alega algo parecido para explicar por qué ni ella ni sus ocho hermanos reciben educación: “Para el tiempo que paso caminando a la escuela, llego cuando se ha acabado [la clase]”.
Para casos así, en algunos sitios tienen que arreglarse con los denominados “centros comunitarios de educación”, que no son más que casas particulares en las que se recibe instrucción. “Los talibanes están cerca –cuenta Paimanah, de 12 años, enrolada en esta variante de enseñanza no reglada, en Kandahar–. Si vamos a la escuela, nos matarán. Sería muy interesante poder ir al colegio si el gobierno pudiera brindarnos seguridad”.
De momento, estos centros, patrocinados por distintas ONG y en los que se espera que el gobierno haga algún tipo de supervisión alguna vez, es la única esperanza para muchas jóvenes como Paimanah.
Fanáticos al acecho
Las niñas afganas quieren aprender. Quieren crecer, y crecer en paz. Un vídeo de la iniciativa Improving Access to Quality Education in Afghanistan las muestra sonrientes en la escuela, compitiendo entre sí por la lente de la cámara, participando en clase… “Somos estudiantes esforzadas. Somos las flores de nuestro país. Sentimos pasión por ir a la escuela”, lee una de ellas en su cuaderno de redacción.
El programa, que cuenta con la asistencia del Banco Mundial, trata de mejorar las condiciones en que las chicas se insertan en el proceso educativo. Solo en Kandahar, la provincia sureña que ha sido baluarte tradicional de los talibanes, se ha dado apoyo a unas 360 escuelas, y desde 2006 se ha dotado de bibliotecas y laboratorios de ciencia e informática a más de un centenar. De igual modo, se han establecido consejos conjuntos de padres y profesores, que celebran reuniones mensuales para discutir los problemas de las estudiantes.
La cercanía de los fanáticos, sin embargo, puede hacer peligrar lo alcanzado. En junio de este año, por ejemplo, en un colegio estatal de la también meridional provincia de Ghazni fueron envenenadas 30 alumnas, que sobrevivieron gracias a la rápida intervención médica. En mayo, habían sido intoxicadas unas 80 en otro centro de la región. Los episodios de quema de escuelas también son conocidos, aunque cuando no les prenden fuego, sencillamente las cierran a la fuerza.
HRW recomienda a las autoridades que redoblen la protección a las instituciones y a las estudiantes; que les faciliten a estas acceder a la formación escolar, y que den pasos concretos para garantizar la universalidad de la enseñanza –que es gratuita, sí, pero todo el material escolar debe salir de los bolsillos de los padres–. Y las intenciones y la invitación van bien, pero con el 40% del territorio afgano en poder de los talibanes o bajo la influencia de estos, es de suponer que el aprendizaje de las niñas no está entre las prioridades del gobierno.
A lo que se ve, las chicas del team de robótica serán todavía por algún tiempo una gota de agua dulce en un océano de amargura.
© Aceprensa
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