El Papa Francisco insiste en el amor misericordioso del Padre manifestado en el Corazón de Jesús. Sabernos amados por Dios, a pesar de ser pecadores, es la fuente de nuestra alegría. El Papa hace ver que la alegría sólo es posible vivirla plenamente en comunión de vida con Cristo. Por ello, el título de varios de sus escritos hace referencia a ello: «El gozo del Evangelio», «La alegría del amor» y «Alégrense y regocíjense». En el centro de la revelación de Dios está Cristo, «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,4).
Pero el Papa ha insistido también en recordar la existencia del demonio, el enemigo de Cristo y de la humanidad. En su última exhortación apostólica referida a la santidad, dedica varias páginas a este tema. Hay que tener en cuenta la existencia, la presencia y la acción del demonio para entender en su integralidad el por qué de tantos males en la sociedad, la Iglesia, la familia y en el propio corazón.
A quienes afirman que el demonio no existe, pues sería una invención humana, responde el Papa:
«no pensemos que es un mito, una representación, un símbolo, una figura o una idea». El demonio y todos los demás ángeles caídos que pecaron contra Dios son seres espirituales que tienen una subsistencia objetiva y real, como la tenemos nosotros y los ángeles buenos. «De hecho, cuando Jesús nos dejó el Padrenuestro quiso que termináramos pidiendo al Padre que nos libere del Malo. La expresión utilizada allí no se refiere al mal en abstracto y su traducción más precisa es «el Malo». Indica un ser personal que nos acosa».
Es por ello que el Papa advierte:
«No aceptaremos la existencia del diablo si nos empeñamos en mirar la vida solo con criterios empíricos y sin sentido sobrenatural. Precisamente, la convicción de que este poder maligno está entre nosotros, es lo que nos permite entender por qué a veces el mal tiene tanta fuerza destructiva».
El embate del mundo contra el matrimonio y la familia, contra la vida del niño por nacer con el aborto y del anciano con la eutanasia, no puede explicarse sólo ni siquiera incluso por nuestro pecado. Es el demonio quien «nos envenena con el odio, con la tristeza, con la envidia, con los vicios. Y así, mientras nosotros bajamos la guardia, él aprovecha para destruir nuestra vida, nuestras familias y nuestras comunidades, porque «como león rugiente, ronda buscando a quien devorar» (1 P 5,8)».
Para luchar contra el demonio hay que vivir de la fe, orar, meditar la Palabra de Dios, participar de la Misa y la adoración eucarística, confesarse, realizar obras de caridad, integrarse a la comunidad y ser apóstoles de Cristo.
+ Francisco Javier
Obispo de Villarrica
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