Esta tragedia me ha recordado una muy parecida que tuvimos en mi familia, el 9 de Enero de 1972, también en un accidente automovilístico con tres muertos, mi hermano, mi cuñada y una tía, cuando volvían de visitar a mi padre, al que los médicos daban en aquel momento, como así fue, tres semanas de vida. Fue, indudablemente el día más duro de mi vida, pero incluso en aquellas circunstancias, pude apreciar las grandes verdades que están contenidas en Mateo 11,28 y 30: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré… Porque mi yugo es suave y mi carga ligera». Aquel día, domingo, dijimos Misa en la habitación de mi padre, mi hermano se confesó antes de la Misa y los tres del accidente recibieron la comunión. Ello ha sido, a lo largo de estos años, un enorme motivo de consuelo para todos nosotros. Como cristianos que somos creemos en la resurrección de la carne y en la vida eterna. Nuestra fe nos enseña que tenemos únicamente esta vida para vivir sobre la tierra. La reencarnación, tan afirmada por las religiones orientales, es una falsedad. La revelación de Dios en Cristo, efectivamente, nos dice que inmediatamente después de nuestra muerte el alma se separa del cuerpo y va al paraíso, al purgatorio o al infierno. El cuerpo, por su parte, se descompone en espera del fin de este mundo, cuando tendrá lugar la resurrección de la carne. Pero, evidentemente, un accidente de este calibre, no deja de ser un palo fuerte, como el que ha recibido estos días el Papa Francisco.
Ante una desgracia de este tipo, ¿qué puede pensar un no creyente? Para empezar, para él no hay otra vida y todo termina con la muerte. Recuerdo que hace unos años, el 7 de Septiembre del 2010, publiqué en InfoCatólica un artículo titulado: «En qué creen los no creyentes», que tuvo numerosos comentarios. En ellos algunos no creyentes defendían la dignidad y los derechos humanos. Otros, como pueden ser los marxistas, creen en una Sociedad en la que no haya injusticias, una especie de Paraíso Terrenal. Pero, aunque logremos crear una Sociedad perfecta, ante el problema del dolor, del sufrimiento y de la muerte, como sucede en un accidente de estas características, creo sinceramente que no hay otra solución sino la que nos dice la Fe. Por muy justa y acomodada que sea una sociedad, una tragedia de estas características duele, y es especialmente dura si no podemos darle una respuesta de esperanza, pero para ello se necesita la fe. Además, si los no creyentes tienen razón y Dios no existe ello supone que todo termina con la muerte. Ese final supone una gigantesca estafa, porque todos nosotros tenemos la misma aspiración fundamental, la de ser felices siempre, aspiración que sería simplemente imposible realizar. Con toda franqueza, si Dios no existe, prefiero ser terrorista a víctima de ETA. Pero si Dios existe, la cosa cambia radicalmente y me tendré que preocupar de vivir según unos principios morales que me permitan realizar en mi vida unos valores que hagan posible que un día pueda oír las palabras que Jesús dice en el Evangelio de San Mateo, en el episodio del Juicio Final: «Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed…» (Mt 25,34-35).
Termino con una pregunta: ¿nos damos cuenta los creyentes de la increíble suerte que tenemos de tener fe?, lo cual supone también si valoro adecuadamente ese tesoro que tengo y hago lo posible por aumentarla y llevarla a los demás, así como evitar aquello que puede disminuirla o hacérmela perder. Sobre esto hay un texto evangélico que me impacta mucho: «los apóstoles le dijeron al Señor: ‘auméntanos la fe’»(Lc 17,5). Si ellos hicieron esta petición, es indudable que nosotros la necesitamos más.
Pedro Trevijano
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