Llevamos varios días de fallecimientos de personas ilustres en España, que han despertado muchos recuerdos sobre las últimas décadas vividas, muchos merecidos reconocimientos y también, desgraciadamente, un aluvión de críticas hirientes, comentarios bajos e indignantes sobre los desaparecidos. Como no podía ser de otra manera, los medios de comunicación y, sobre todo, las redes sociales han canalizado los sentimientos públicos generados ante tan significativas pérdidas. Los primeros, sin obviar críticas ni historias pasadas, han informado por lo general con rigor y en positivo; mientras Internet ha tenido y tiene además las puertas abiertas para escupir literalmente sobre los cadáveres sin que por ello se genere ninguna consecuencia ni responsabilidad para los autores y los que se afanan por propagar estas infamias lamentables. En las redes sociales ya se hace este escarnio todos los días con los vivos, que tiene muy caro el demandado derecho al olvido sobre aquel momento de su vida pasada en el que sen equivocado, y está claro que con los muertos tampoco se tiene ninguna contemplación. Decían estos días que en España se entierra muy bien, en referencia a la profusión de alabanzas azucaradas al difunto, pero temo que esa barrera del respeto se ha roto desde hace tiempo y se permite que el recuerdo de algunos fallecidos siga desangrándose lentamente a través de Facebook o Twitter sin que se ponga algún tipo de barreras a esta práctica miserable. Yo, sinceramente, no sé qué límites se pueden poner sin dañar la libertad de expresión (expertos hay en esta espinosa materia), pero tengo claro que en la medida que las redes sociales se conviertan en una vulgar escupidera, en una ciénaga de anónimos difamadores, irán perdiendo su salud, su relevancia pública y, sin ella, nuestras libertades quedarán también paulatinamente mermadas.
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