(ZENIT – Madrid).- Ciertas hagiografías ofrecieron un relato de su vida que no se corresponde con la realidad. En ellas aparece adornado de una ingenuidad casi pueril, cuando era una persona de férrea voluntad. En la brevísima etapa del siglo XVI que le tocó vivir, época postridentina, coexistían herejes y mártires. La reforma protestante y la contrarreforma se medían con los signos de un floreciente Renacimiento en España, un Siglo de Oro literario nunca igualado hasta ahora, y el importante papel de la Iglesia en la expansión y colonización europea, entre otros. A nada de ello fue ajeno el santo, testigo del asesinato de dos de sus hermanos. En este contexto histórico se calibra el alcance de su entrega.
Primogénito del marqués de Castiglione delle Stiviere y sobrino del duque de Mantua, nació en la fortaleza que la familia tenía en esta región de Lombardía, Italia, el 9 de marzo de 1568. Tras un parto complicado, su madre lo consagró a María. Su padre Ferrante dispuso que recibiera una esmerada educación, acorde con el futuro prometedor que soñaba para él, y creyó que haría méritos siguiéndole en la carrera militar. Era un niño cuando se vio rodeado de soldados y diverso armamento; un extraño mundo de juegos del que extrajo lecciones de valentía y espíritu de sacrificio, escenario de alguna travesura. En él se contaminó puntualmente con expresiones malsonantes, impropias de su edad y alcurnia, hecho que le hizo ver su preceptor y por el cual se afligió sobremanera. Y eso que se produjo en su infancia, sin ápice de malicia. Sucedió lo que cabía esperar hallándose en tan rudo entorno, donde estas manifestaciones verbales eran ordinarias. A los 7 años se fue decantando por la vida de perfección. En 1577 su padre lo condujo junto a sus hermanos a Florencia, cuna de los Medici, faro en ese momento de la cultura europea. Allí se formó en diversas disciplinas con excelentes resultados.
No era un joven frágil ni pusilánime. Perfectamente consciente de su procedencia y de los privilegios que tenía, no se le escapaban ciertas licencias que se cometían en el ambiente de la corte, un mundo opaco que no era para él. Su padre pronto iba a constatar que no estaba dispuesto a dejarse cautivar por el esplendor ni la opulencia. Su modelo de vida era Cristo y con su gracia doblegaría la voluntad de su progenitor. Antes de proceder, se preguntaba: «¿De qué sirve esto para la eternidad?». En un momento dado, reconoció: «Dios me dio la gracia de no pensar sino en lo que quiero». El 25 de marzo de 1578 en la basílica florentina de la Anunciación se consagró a Dios. Era su íntima y radical respuesta a los desórdenes del tiempo y lugar en que crecía. También le dolían las pésimas amistades con las que se mezcló temporalmente. A la vista de tanta miseria, sentía crecer en su interior el anhelo de ser casto, pobre y obediente.
Poco antes de cumplir 12 años, se trasladó a la corte del duque de Mantua. Contrajo una enfermedad renal, y la sobrellevó envuelto en la oración, lecturas de vidas de santos y diversos textos espirituales; también impartía catequesis. En ese ambiente recogido se despertó su idea de ser sacerdote. Aunque no logró reponerse por completo –le quedaron secuelas de por vida–, comenzó a practicar un riguroso ascetismo marcado por durísimas mortificaciones y disciplinas. Recibió la primera comunión en 1580 de manos de san Carlos Borromeo.
En 1581 llegó a España con su familia. No alteró el camino de perfección emprendido. El día de la Asunción de 1583, al comulgar en la iglesia de los jesuitas de Madrid, escuchó: «Luís, ingresa en la Compañía de Jesús». Este alto ideal fue un desafío que importunó a su padre, pero llenó de gozo a la madre que comentó en una ocasión: «Si Dios se dignase escoger a uno de vosotros para su servicio, ¡qué dichosa sería yo!». Luís respondió vivamente: «Yo seré el que Dios escogerá». Un jesuita le advirtió que precisaba el permiso paterno. Ferrante se mostró inflexible. En 1584 regresaron a Italia. Allí Luís comenzó los ejercicios espirituales. Actuaba evangélicamente, insistiendo sin desfallecer ante su padre. Incluso en una ocasión, hallándose en Castiglione, se escapó de casa. Después de acaloradas discusiones entre ambos, severos castigos y fracasados intentos de Ferrante para disuadirle, éste aceptó lo inevitable y escribió al general de los jesuitas notificándole la decisión de Luís; le confesó que se desprendía de lo que más amaba en el mundo.
A finales de 1585 el joven, que renunció a sus derechos sucesorios a favor de su hermano, se trasladó a Roma y comenzó el noviciado bajo tutela de san Roberto Belarmino; poco antes había sido recibido por el papa Sixto V. Seis meses más tarde murió su padre confortado por su testimonio. Vivía prendido de las cosas celestiales. Sus mortificaciones y pautas penitenciales eran tan extremas que sus superiores las vigilaban velando para que no las efectuara en las horas del refrigerio. Belarmino le hizo ver que le convenía dedicarse a un apostolado directo y no encerrarse tanto en sus devociones particulares. Su delicada salud le condujo a Nápoles. Después, se trasladó al Colegio Romano con el fin de culminar sus estudios.
Profesó en 1587. Al año siguiente recibió las órdenes menores en San Juan de Letrán. Era muy profundo; una lección que dio sobre la Eucaristía causó gran impacto en los oyentes. Durante una breve estancia en Milán se le reveló su pronta muerte. 1591 trajo a Roma la temible peste y con ella su hora postrera. Se afanó en el hospital de los jesuitas, animando y consolando a enfermos y moribundos con visible heroicidad. Un día cargó sobre sus hombros un contagiado que vio en la calle, lo trasladó al hospital y quedó infectado por él. Preso de fiebre entonaba alabanzas a Dios. Falleció el 21 de junio. Tenía 23 años. Paulo V lo beatificó el 19 de octubre de 1605. Benedicto XIII lo canonizó el 13 de diciembre de 1726, declarándole Patrono de la juventud, título ratificado por Pío XI el 13 de junio de 1926.
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