Después de las últimas elecciones presidenciales y legislativas, los principios «no negociables» estaban en el corazón de los debates internos entre el electorado católico. Quitando algunas raras excepciones (el padre Grosjean, infocatho…) esta temática, a día de hoy, brilla por su ausencia.
Este inquietante eclipse merece que se indaguen sus causas, que nosotros vamos a intentar discernir explorando dos vías distintas. En primer lugar, el de un nuevo contexto político; y, a continuación, la de una desorientación de los católicos, fruto de una pastoral cuyo eje doctrinal aparece confuso.
A propósito del contexto político, el desafío de las próximas elecciones mira principalmente a la voluntad y la capacidad de los futuros gobernantes para derogar algunas leyes votadas recientemente, y también a limitar la progresión de la cultura de la muerte y de la revolución antropológica.
Tras las precedentes elecciones, el temor –fundado- de una aceleración de este proceso revolucionario animaba los debates. Dado que el quinquenio de François Hollande ha respondido perfectamente a las inquietudes que suscitaba su programa, convendría, quizá, poner al día esos principios, evocados por el Cardenal Ratzinguer en una nota doctrinal publicada el 24 de noviembre de 2002 (Nota doctrinal sobre algunas cuestiones acerca del compromiso y el comportamiento de los católicos en la vida política), recordados posteriormente en un discurso de él mismo -siendo ya el papa Benedicto XVI-, pronunciado el 30 de marzo de 2006.
En este último discurso el Papa precisaba que la Iglesia Católica «dedica gustosamente una atención particular a ciertos principios que no son negociables. Entre ellos, los principios que siguen a continuación destacan hoy de manera nítida: la protección de la vida en todas sus etapas, desde el primer momento de su concepción hasta su muerte natural; el reconocimiento y la promoción de la estructura natural de la familia –como una unión entre un hombre y una mujer fundada sobre el matrimonio- y su defensa en contra de las tentativas de hacerla jurídicamente equivalente a otras formas de unión radicalmente diferentes que, en realidad, le reportan un perjuicio y contribuyen a su desestabilización, oscureciendo su carácter específico y su papel social irreemplazable; la protección del derecho de los padres de educar a sus hijos»-
Hemos de decirlo claramente, estos principios «no negociables» han adquirido una candente actualidad, si se piensa en la eutanasia y en el delito de limitación numérica para el aborto (punto nº 1), en la desnaturalización del matrimonio y de la filiación (punto nº 2), y finalmente en la enseñanza de la ideología de género en la escuela (punto nº 3). Si por sí mismos ellos solos no pueden (y no deben) constituir una doctrina o un programa político, sí fijan una prioridad en el compromiso político y las opciones electorales. En efecto, están en juego, según la nota 2002, «principios morales que no admiten ni derogación, ni excepción, ni compromiso alguno». Dado que estos criterios se caracterizan por su objetividad moral y su atemporalidad, no se ve cómo el contexto político francés podría alterar su conveniencia: inútil ir más allá en esta dirección.
Una profunda confusión.
La segunda explicación atisbada concierne a la profunda confusión que reina a día de hoy en el seno del mundo católico, enmudecido en la afirmación de los reparos doctrinales tradicionales, entre los que se alinean los principios «no negociables». Como demostración, el último texto publicado por la Conferencia episcopal francesa en relación con la política (Cf. L´HN nº 1626 de 19 de noviembre de 2016, p. 6) que no solo no los menciona sino que, por el contrario, incita a la componenda.
Un reciente suceso acaecido en Méjico demuestra que los católicos franceses no son los únicos afectados. Mientras que una parte del episcopado mejicano se comprometió con coraje contra la desnaturalización del matrimonio, el nuevo nuncio, mons. Franco Coppola, recién llegado, ha invitado a los católicos a dialogar más que a manifestarse. Preguntado por su posición a propósito de esas uniones homosexuales, respondió esto: «Yo puedo responder con la doctrina de la Iglesia, pero esta no es la respuesta que, como pastor, debo dar». De esta forma, en el nombre del «acompañamiento» y del «caminar» de los homosexuales hacia la Fe, es mejor bajar el tono y desertar del campo político mientras que la propia institución familiar está en juego. Es olvidar, por lo pronto, que la ley es un inmejorable apalancamiento en relación al bien común, y por consiguiente del bien moral y espiritual de los ciudadanos. Cuando una institución mayor del derecho natural hace referencia a, o cuando se trata de legalizar un acto intrínsecamente malo, la «ley» incrementa los riesgos de enraizarse en el pecado. A esto se añaden las graves consecuencias morales de la colaboración con esos actos, a la que están sometidos numerosos ciudadanos, por su función o por su trabajo. Los propósitos del nuncio, reivindicando un lenguaje pastoral explícitamente disociado de la doctrina, socava radicalmente el sentido de la caridad política.
Este tipo de posicionamiento «pastoral» aumenta la confusión reinante a propósito de la Carta apostólica Amoris laetitia. El desafío va más allá del caso concreto de los católicos divorciados y «recasados», dado que la noción de «actos intrínsecamente malos» está puesta directamente en cuestión. Si ya no hay normas morales absolutas (cf. los dubia de los cuatro cardenales) porque la conciencia estaría habilitada «para legitimar las excepciones» (dubia 5), la noción de «principios no negociables» inmediatamente pierde toda razón de ser porque, recordémoslo, son una traducción política de «principios morales que no admiten derogación, excepción ni compromiso alguno».
Evidentemente, las confusiones en torno a la Amoris laetitia tienen graves consecuencias políticas. A la espera de las indispensables aclaraciones, corresponde a los católicos franceses salir de dudas y sacar de las sombras los principios «no negociables».
Traducido por: José Luis Aberasturi y Martínez. Sacerdote.
Publicado orignalmente en L´Homme nouveau
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