El primero de agosto de 1914, cuatro días después de estallar la Primera Guerra Mundial, 93 intelectuales alemanes firmaron un manifiesto dando su apoyo a la política beligerante del Káiser Guillermo II. Entre estos intelectuales figuraban algunos teólogos protestantes ―conocidos como liberales―, como Adolf von Harnack o Wilhelm Hermann, antiguos profesores del célebre teólogo suizo Karl Barth. Éste, que contaba por entonces con 28 años, experimentó una profunda decepción al constatar que todos sus profesores de teología que tanto admiraba se encontraban entre los firmantes. Esta desagradable experiencia le obligó a reaccionar, abandonando para siempre el ámbito de la teología liberal y elaborando una nueva línea de investigación teológica, empezando con una particular relectura ―renunciando al método histórico-crítico― de la Epístola de San Pablo a los Romanos. Las consecuencias de esta teología nueva que empezaba con Barth se hicieron notar no sólo en el mundo protestante, sino también en el católico, especialmente entre los miembros de la nouvelle théologie, como Hans Urs von Balthasar, Karl Rahner o Hans Küng; con razón, Mons. Gherardini, gran experto en la teología de Barth, hablaba de rivolta barthiana[1].
Con el presente escrito, pretendo sencillamente hacer una sucinta memoria ―desde un punto de vista crítico y deliberadamente polémico― del pensamiento del que fue el mayor teólogo protestante del siglo XX, ahora que se cumplirán 50 años de su fallecimiento el 10 de diciembre de 1968.
De la teología liberal a la teología dialéctica
Antes de que se desmarcara de la teología protestante liberal, confiada en exceso en el progreso de la humanidad y en la razón, Karl Barth se dejó influenciar por la lectura de las obras del padre de la propia teología liberal, Friedrich Schleiermacher (1768-1834), en las que éste, inspirado en el romanticismo de la época, definió la esencia de la religión de modo subjetivista, como puro sentimiento e intuición, sentimiento de absoluta dependencia (Gefühl absoluter Abhängigkeit) e intuición del universo (Anschauung des Universums)[2].
Rebus sic stantibus, Karl Barth rompió con esta visión subjetivista de Schleiermacher que reducía la religión a sentimiento, y también con el iluminismo de los teólogos liberales posteriores que la concebían como un fenómeno ético-natural que puede experimentarse en la intimidad de la conciencia del hombre, convirtiendo, así, la teología en filosofía de la religión. Con su obra Carta a los Romanos (Der Römerbrief), del año 1919, podemos decir que Barth pasó de la teología liberal a la teología dialéctica, de la cual, fue el máximo representante. Otros teólogos del período de entreguerras, que se sumaron a este tipo de teología de reacción en contra de la teología liberal, fueron Rudolf Bultmann, Paul Tillich o Friedrich Gogarten. Sin embargo, éstos, a diferencia de Karl Barth, no aceptaban la revelación sobrenatural, acudiendo, más bien, a la filosofía existencialista de Martin Heidegger, planteando una dialéctica de la existencia, opuesta a la dialéctica de la revelación de Barth. No obstante, todos los miembros de la teología dialéctica ―tanto Barth como los teólogos de línea heideggeriana― tuvieron en común el retorno a las fuentes originales del protestantismo (Lutero, Calvino o Melanchthon) y la inspiración en el pensamiento del filósofo danés Søren Kierkegaard, para el cual la fe es, de facto, una renuncia a la razón, accediendo a Dios a través del absurdo[3].
Dios entendido como el totalmente otro
Teniendo en cuenta los presupuestos que hemos presentado, estamos ahora en mejores condiciones de comprender el planteamiento radical de Karl Barth en torno a la concepción que él tiene acerca de la relación entre Dios y el hombre. En la Carta a los Romanos, Barth llega a afirmar, fuertemente influenciado por Kierkegaard y Rudolf Otto ―con su particular visión de lo sagrado y numinoso―, que existe una diferencia cualitativa infinita (unendliche qualitative Unterschied) entre Dios y el hombre: «Dios, la frontera pura y el principio puro de todo lo que somos, tenemos y hacemos, contrapuesto con una diferencia cualitativa infinita al hombre y a todo lo humano, nunca jamás idéntico a lo que nosotros llamamos Dios, a lo que vivimos, sospechamos y adoramos como Dios»[4]. De este modo, Barth presenta a Dios como el totalmente otro (der ganz Andere). A primera vista, nuestro autor logra algo muy loable, huyendo del subjetivismo propio del protestantismo liberal y apelando a la total trascendencia de Dios. Sin embargo, su error está en considerar la trascendencia divina como sinónimo de inaccesibilidad. Es cierto que Dios es distinto a sus criaturas, pero, según Barth, existe un abismo que impide al hombre conocer a Dios, de ahí que este teólogo llegue a negar también la validez de la analogia entis (analogía del ente), calificándola como un invento del Anticristo (sic), y el principal escollo para acercarse a la Iglesia Católica, según afirma en el primer tomo de su Dogmática eclesial (Die Kirchliche Dogmatik)[5].
Negación de la analogia entis
Pienso yo que la crítica de Karl Barth a la analogía se basa en el desconocimiento que tiene de la misma. Él demuestra que no leyó la magnífica obra de un contemporáneo suyo, el padre Santiago Ramírez (1891-1967), que trató de modo admirable y ponderado acerca de esta cuestión en su obra De analogia (en cuatro tomos), siguiendo fielmente los principios aristotélico-tomistas[6]. Creo, además, que Barth, para elaborar su ácida crítica, no acudió ni siquiera a santo Tomás, lo cual hubiera sido preferible, al menos para no llegar a despreciar groseramente el catolicismo, aludiendo de modo tan ridículo y extravagante al Anticristo, presentándose, así, como el Hércules que, en su bajada al Tártaro del catolicismo, ha logrado encadenar al temible Cancerbero de la analogia entis.
Santo Tomás de Aquino, basándose en Aristóteles, profundiza admirablemente en la cuestión de la analogía. Recordemos que él mismo combate intelectualmente contra las posturas agnósticas de la filosofía del judío Maimónides, que postula la equivocidad absoluta respecto de los nombres divinos. La argumentación del Doctor Común se fundamenta en la obra misma de la creación. Dios, como causa eficiente de la creación, mantiene una profunda e íntima relación con la totalidad de los entes creados, puesto que ontológicamente los sostiene y conserva en el ser. Por consiguiente, el Angélico defiende que el hombre puede dar a Dios algún nombre substancialmente, ya que las perfecciones de las criaturas son una participación de la perfección infinita de Dios. Al respecto, el Santo Doctor enseña:
«Así pues, los nombres afirmativos significan la substancia divina, aunque imperfectamente, como también imperfectamente la representan las criaturas. Cuando se dice Dios es bueno, esto no significa solamente que Él es la causa de la bondad o que Dios no es malo: el verdadero sentido de esta proposición es que lo que llamamos bondad en las criaturas preexiste en Dios, y esto de una manera suprema; de donde no se deduce que Dios es bueno, porque sea causa de la bondad; sino que más bien al contrario, porque es bueno, comunica su bondad a las criaturas, pues, según aquello de San Agustín (De doct. christ. I, 32), ‘porque Él es bueno, existimos’»[7].
De esta manera, es necesario afirmar que existe una relación analógica o de semejanza, evitando dos extremos: la univocidad y la equivocidad. Evidentemente, Dios no se identifica esencialmente con sus criaturas, pero tampoco hay una desemejanza absoluta ―como piensa Barth enfatizando su concepción del Dios totalmente otro―, puesto que el ser y las perfecciones de cada ente participan del mismo ser de Dios. Por consiguiente, mediante el lenguaje puede expresarse la semejanza entre Dios y el hombre, teniendo en cuenta ―como señala el Concilio IV de Letrán (1215)―[8] que, con cualquier expresión analógica, la desemejanza siempre es mayor que la semejanza, debido a la infinitud de Dios y a las limitaciones propias del lenguaje humano. Ahora bien, reconocer dicha limitación no equivale a negar tout court la analogía del ente o del ser ―como hace nuestro autor―, negación en la cual, por cierto, se inspiró más de un teólogo católico, como Hans Urs von Balthasar[9].
La analogia fidei como negación de la metafísica y de la religión
Por otra parte, es muy habitual leer en muchos autores que Barth mitigó en 1931 su postura radical mediante la analogia fidei, concepto desarrollado en su libro Fides quaerens intellectum[10]. No obstante, a mi modo de ver, dicha mitigación es muy relativa, prácticamente inexistente. Para Barth, la analogia fidei, también llamada analogia relationis o revelationis, es la única analogía válida. Este tipo de analogía, para Barth, contiene intrínsecamente la negación de la analogia entis. De hecho, Barth acusa a la Iglesia Católica de haber reducido a Dios al esse absolutum. Incluso, podemos decir que él llega a negar el mismo ser de Dios, su realidad substancial; Dios no sería ninguna realidad que podría comprenderse mediante una teología que emplease conceptos metafísicos. Según Barth, Dios es, en todo caso, actualidad (Aktualität)[11], aunque esta actualidad tampoco debe entenderse en un sentido metafísico. Barth cree que solamente podemos afirmar el ser en Dios si lo consideramos abstractamente como totalmente otro frente a todo ser, rechazando, en este sentido, que cualquier ente participe del ser de Dios. Es más, afirmando la substancia divina se imposibilita la ética de Dios: «El emerger del problema ético significa asegurar el carácter existencial, [...] significa garantizar que nuestra fórmula ‘¡Dios mismo, sólo Dios!’, repetida hasta la saciedad, no designa una ‘cosa’ divina, no un idealismo contrapuesto, sino la insondable relación divina en la que nosotros nos encontramos como hombres»[12]. En esta negación de la realidad metafísica de Dios es inevitable oír los ecos de Immanuel Kant, que demuestran el paso de nuestro autor por la escuela neokantiana de Marburg, a la que pertenecía, por cierto, su hermano Heinrich[13].
Asimismo, vemos en Karl Barth cómo la relación de Dios con el hombre no está situada en el orden del ser, sino exclusivamente en el orden de la fe. Él enseña que la fe es un don de Dios, aunque parece que éste no puede ser poseído por el hombre, entre otras razones porque ni siquiera considera a Dios el objeto de la fe. A diferencia de Rahner, que define al hombre como oyente de la palabra (Hörer des Wortes), pues, según él, tiene una potentia oboedientialis (activa) que le permite alcanzar el ser absoluto de Dios en cada juicio de la conciencia[14], Karl Barth explica que el hombre no está abierto por naturaleza a la escucha de la palabra; solamente por la fe deviene capax verbi divini, ya que ―según él― ni lo finito es capaz de lo infinito (kein finitum non capax infiniti), ni pecador alguno es capaz de la palabra divina (kein peccator non capax verbi divini)[15].
En definitiva, no podemos considerar la analogia fidei, así como la entiende Karl Barth, como una verdadera analogía, es más bien su fallacia non causae ut causae. Es cierto que existe la analogía natural (analogia entis) y también la analogía sobrenatural (analogia fidei), no obstante, Barth, además de negar la primera, deforma también la segunda. Para la Iglesia Católica, la analogia fidei sirve para mejor relacionar entre sí los distintos misterios de nuestra fe, para profundizar mejor en ellos ―como enseña el Concilio Vaticano I―[16], pero también para armonizar la fe revelada con la razón natural; credo ut intelligam. Es decir, la verdadera analogia fidei es simplemente un método que tiene como principal finalidad la unidad: de la fe y la razón; de la Sagrada Escritura y la Tradición; y, sobre todo, entre los distintos misterios. Por el contrario, Barth la ha convertido en un elemento dogmático de controversia, oposición y división, mediante el cual, no solamente niega la metafísica, sino también la misma religión, contraponiéndola a Cristo, como le alabó Dietrich Bonhoeffer[17].
Del pirronismo al fideísmo
Ciertamente que Karl Barth se opone al ontologismo, según el cual el hombre tiene una intuición directa de Dios. También él está lejos de las tesis antropocéntricas de Bultmann o Rahner. Para Bultmann, el hombre tiene una precomprensión (Vorverständnis) ―termino que adquirirá directamente de Heidegger― de Dios y su Palabra, tanto que, si no existiese dicha precomprensión, el hombre no podría ni siquiera reconocer a Dios en su propia revelación[18]. Para Rahner, el espíritu (Geist) está orientado aprióricamente hacia el ser en general(Sein überhaupt), identificado con el ser absoluto de Dios, de modo que el espíritu, afirmándose a sí mismo, afirma implícitamente a Dios[19]. Dichas tesis subjetivistas de carácter existencialista e idealista no tienen nada que ver con los principios de Karl Bath, pues éste da una necesaria primacía a la revelación. Sin embargo, Barth, con su pirronismo, desconfiando de la razón humana, asume las tesis fideístas concluyendo que el hombre sólo puede conocer a Dios por el medio exclusivo de la revelación. Como católicos no podemos aceptar esta tesis; no olvidemos que el Concilio Vaticano I enseña como dogma de fe que el hombre, eo ipso, mediante la luz de la razón natural y a partir de la realidad creada, puede llegar a conocer con certeza a Dios como tal, creador, único y verdadero[20].
El cristomonismo
Existen muchos teólogos católicos que, en un intento forzado por destacar alguna bondad de la teología barthiana, acaban valorando su cristocentrismo. Sin embargo, un mínimo de espíritu crítico es suficiente para concluir que el Cristo de Barth es también inaccesible para el hombre. Barth parte del Cristo preexistente en la Trinidad; no le interesa tanto el Cristo de los Evangelios ni la vida histórica de Jesús. Por otra parte, todo se concentra e identifica en Cristo, quedando eclipsados los demás elementos de la revelación. Cristo es presentado como la síntesis de la historia de la salvación, e identificado simpliciter con la misma revelación, aunque también con la justificación, la gracia y la fe; Barth apela a la sola fides de Lutero y la equipara al solus Christus. Incluso, según él, el hombre mismo y su historia sólo pueden entenderse ―aunque de un modo distante― en Cristo. Con motivo, el teólogo luterano Paul Althaus define esta doctrina como cristomonista[21], e, incluso, Von Balthasar, amigo de nuestro autor, llega a hablar de estrechamiento cristológico[22].
La apocatástasis
Por otro lado, la cristología de Barth tiende a la herejía de la apocatástasis, la cual, por cierto, también rozó Hans Urs von Balthasar. Según nuestro autor, dando una nueva interpretación a la doctrina calvinista del predestinacionismo, enseña que, en la eternidad, Dios nos eligió en Cristo, siendo Él mismo nuestra predestinación (praedestinatio nostra), significando que Él es el elegido y el réprobo a la vez; toda la historia de la salvación y de la condenación se concentra en Cristo. Así pues, como el hombre es pecador, Cristo se hace réprobo en la Cruz y, además, elegido para la salvación. Siguiendo a Lutero, Barth considera al hombre como justo y pecador al mismo tiempo (simul justus et peccator), pero entendiendo esto no de modo individual, como Lutero, sino universal. Así pues, todos los hombres por igual, sean cristianos o no, malvados o buenos, se benefician de esta elección en Cristo y de su salvación. El único condenado, según la enseñanza barthiana, es Cristo, que murió en la Cruz por nosotros[23]. Parece que todos los hombres, sin participar en nada en la obra de la salvación, se benefician del triunfo de la gracia (Triumph der Gnade) y de la salvación universal y absoluta. Es por este motivo que, en el orden salvífico, la cooperación del hombre con sus buenas obras no tiene ningún valor para Barth. Por consiguiente, dicha cristología y soteriología constituyen una teología deformada que acaba alterando el mismo dogma. En definitiva, la cristología de Barth, más que acercarnos a Cristo, nos aleja de Él.
El modalismo trinitario
En cuanto a la doctrina de la Santísima Trinidad, Barth cae en el error del modalismo, pues prefiere, más que de personas, hablar de tres modos de ser (drei Seinsweisen). La Palabra de Dios es Dios mismo en su revelación: «Gottes Wort ist Gott selbst in seiner Offenbarung»[24]. Nuestro autor identifica absolutamente la revelación con Dios. Según Barth, la unidad de Dios se funda en el mismo hecho de una única revelación, a la vez que su diversidad estriba en los modos de esta revelación, siendo el Padre el Revelador (Offenbarer), el Hijo la Revelación (Offenbarung) y el Espíritu Santo el acto mismo de la revelación o el ser-revelado (Offenbarsein)[25]. En Barth se inspiraron, en este aspecto, Edward Schillebeeckx, quien concibe la Trinidad como un modo de Dios de ser persona[26], o también Karl Rahner, el cual, so pretexto de evitar el triteísmo, osa afirmar que hay una única persona o conciencia divina existiendo en tres distintas formas subsistentes (Subsistenzweisen) que salen al encuentro del hombre, reduciendo, además, a Trinidad económica la Trinidad inmanente[27], aunque, en este sentido, podemos decir que Rahner va mucho más allá de su fuente protestante de inspiración.
Reflexión final
Finalmente, la idealización de Barth realizada por muchos teólogos católicos en estas últimas décadas ―como lo hizo Hans Küng con su tesis doctoral, identificando la doctrina barthiana de la justificación con la del Concilio de Trento―[28], ha favorecido indirectamente la aceptación de varias tesis de la doctrina protestante, además de la neutralización de cualquier intento de confutar sus principios heterodoxos. No obstante, aunque hoy en día son escasos los católicos que leen a Karl Barth, no podemos olvidar que su pensamiento influyó sobremanera en buena parte de la teología postconciliar, especialmente en la de Hans Urs von Balthasar, autor que, paradójica y erróneamente, es presentado como una alternativa ortodoxa a la teología progresista ―como la llamaba Cornelio Fabro―, especialmente la de Karl Rahner.
Soy consciente de que, para la apologética, no corren buenos tiempos en la Iglesia; son éstos, más bien, tiempos de conmemoraciones de la Pseudoreforma, en donde sobresale la declaración de los obispos alemanes considerando a Lutero testigo del Evangelio y maestro de la fe. Por consiguiente, todo ejercicio crítico de la inteligencia es hoy susceptible de ser tachado de fundamentalista e intransigente. Sin embargo, también es posible que los críticos padezcamos de un arraigado ofuscamiento de la mente que nos impida ver en la teología protestante ―sea en la de Barth, sea en la de Lutero― el esplendor de la verdad divina. En este caso, si esto fuera así, no quedaría más alternativa que acudir al Señor, rogándole nos conceda los prodigiosos y penetrantes ojos de Linceo, capaces de ver a través de las más gruesas murallas y espesas nieblas.
Jaime Mercant Simó
Notas
[1] Cfr. Gherardini, B. La seconda riforma. Uomini e scuole del Protestantesimo moderno. Brescia: Morcelliana, 1966, vol. II, p. 83.
[2] Cfr. Schleiermacher, F. D. E. Sobre la religión. Madrid: Tecnos, 1990, p. 35.
[3] Cfr. Gómez-Heras, J. M. G. Teología protestante. Madrid: BAC, 1972, pp. 164-165.
[4] Barth, K. Carta a los Romanos. Madrid: BAC, 2002, p. 400.
[5] “Ich halte die analogia entis für die Erfindung des Antichrist und denke, dass man ihretwegen nicht katholisch werden kann” (Barth, K. Die Kirchliche Dogmatik. Zürich: Zollikon, 1947, vol. I-1, p. VIII).
[6] Cfr. Ramírez, S. De analogia. Madrid: CSIC, 1972, vols. I-IV.
[7] Tomás de Aquino. Summa theologiae I, q. 13, a. 2, co.
[8] “Inter creatorem et creaturam non potest tanta similitudo notari, quin inter eos maior sit dissimilitudo notanda”(Concilium Lateranense IV. De errore abbatis Ioachim de Fiore (1215): DS 806).
[9] Cfr. Sayés, J. A. La esencia del cristianismo. Diálogo con K. Rahner y H. U. von Balthasar. Madrid: Ediciones Cristiandad, 2005, p. 341.
[10] Cfr. Barth, K. Fides quaerens intellectum: Anselms Breweis der Existenz Gottes. München: Kaiser, 1931.
[11] Cfr. Barth, K. “Schicksal und Idee in der Theologie”. Zwischen den Zeiten. 1929, núm. 7, p. 321.
[12] Barth, K. Carta a los Romanos. Madrid: BAC, 2002, p. 499.
[13] Cfr. García Tato, I. “Analogía y panactualismo en la teología de Karl Barth”. Diálogo ecuménico. 1986, t. 21, núm. 69, pp. 25-28.
[14] Cfr. Rahner, K. Hörer des Wortes. Zur Grundlegung einer Religionsphilosophie. München: Kösel, 1963, p. 37.
[15] Cfr. Barth, K. Die Kirchliche Dogmatik. Zürich: Zollikon, 1947, vol. I-1, p. 250.
[16] Cfr. Concilium Vaticanum I. Constitutio dogmatica Dei Filius (24 de abril de 1870): DS 3016.
[17] Cfr. Bonhoeffer, D. Resistencia y sumisión. Barcelona: Ariel, 1969, p. 142.
[18] Cfr. Bultmann, R. Creer y comprender. Madrid: Studium, 1976, vol. II, p. 191.
[19] Cfr. Rahner, K. Geist in Welt. Zur Metaphysik der endlichen Erkenntnis bei Thomas von Aquin. München: Kösel, 1957; Mercant Simó, J. La metafísica del conocimiento de Karl Rahner: análisis de Espíritu en el mundo. Gerona: Documenta Universitaria, 2018.
[20] “Eadem Sancta Mater Ecclesia tenet et docet, Deum, rerum omnium principium et finem, naturali humanae rationis lumine e rebus creatis certo cognosci posse” (Concilium Vaticanum I. Constitutio dogmatica Dei Filius (24 de abril de 1870): DS 3004).
[21] Cfr. Althaus, P. “Christus und die deutsche Seele”. Conferencia. Gutersloh: 1934; Knitter, P. “Christomonism in Karl Barth’s Evaluation of the Non-Christian Religions”. Neue Zeitschrift für Systematische Theologie und Religionsphilosophie. 1971, núm. 13, pp. 99-121.
[22] Cfr. Von Balthasar, H. U. Karl Barth - Darstellung und Deutung seiner Theologie. Köln: Hegner, 1951, p. 253s.
[23] Cfr. Barth, K. Die Kirchliche Dogmatik. Zürich: Zollikon, 1959, vol. II-2, pp. 32-33.
[24] Barth, K. Die Kirchliche Dogmatik. Zürich: Zollikon, 1947, vol. I-1, p. 311.
[26] Cfr. Schillebeeckx, E. Soy un teólogo feliz. Madrid: Sociedad de Educación Atenas, 1994, pp. 84-85.
[27] Cfr. Rahner K. El Dios trino como principio y fundamento trascendente de la historia de la salvación. En Feiner, J.; Löhrer, M. (dirs.). Mysterium salutis. Madrid: Ediciones Cristiandad, 1990, vol. II, t. 1, pp. 360-449.
[28] Cfr. Küng, H. La justificación. Doctrina de Karl Barth y una interpretación católica. Barcelona: Estela, 1967. En la misma obra, está publicada una carta de gratitud de Barth dirigida a Küng, en la cual se muestra sorprendido por la interpretación del propio Küng, porque ésta no le parece católica (cfr. Ibidem, p. XXI).
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