Hace años para muchos ha quedado muy atrás, la etapa infantil de sus vidas. Estuvo marcada por el amor y confianza en dos madres: la de la tierra y la del cielo. Hoy ya son hombres hechos y derechos, curtidos por los duros avatares de la vida. Quizá dieron de lado la piedad, candor y religiosidad infantil. Caminan sin andaderas y con los pies puestos en tierra, pero hoy resulta que tienen, con frecuencia, la sensación de encontrarse solos, desvalidos, huérfanos y hasta perdidos, en este mundo inhóspito. Todos volvemos nuestro rostro en demanda de socorro y nadie nos responde. Tratamos de disimular el desconcierto y solo palpamos el vacío de nuestras vidas de adultos; pero, allí, en el hondón del alma, anhelamos, como niños, la presencia de la madre. La de la tierra, hace años que nos dejó. La del cielo, casi casi, la dimos de lado, con nuestra autosuficiencia y afanes materialistas. Nos viene a la mente aquella letra del canto del \'Salve Madre\', que con entusiasmo y fervor cantamos antaño. ¿La recordáis? \"Mientras mi vida alentare, todo mi amor para ti; mas, si mi amor te olvidare, madre mía, madre mía, tú no te olvides de mi.\" Sería bueno recordar, que no es cierto que estemos solos en la vida. Tenemos una Madre, María, la Santísima Virgen, la madre de Dios y madre nuestra, que está día y noche velando por todos sus hijos, para llevarnos a Cristo con sus brazos abiertos, porque una madre no se cansa de esperar. De nosotros depende.
Dos Madres
Miguel Rivilla San Martín
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