El viaje del Papa a Armenia, el corazón del polvorín del Cáucaso



(ZENIT – Roma).- En la rica y turbulenta historia armenia se han alternado cíclicamente periodos de esplendor y eventos trágicos. Situada a caballo entre dos continentes, en una zona estratégica de la masa euroasiática, Armenia puede presumir de un pueblo de identidad milenaria, cuyo pasado se mezcla e interactúa con las principales culturas de Oriente y de Occidente.

A pesar de la gran cantidad de acontecimientos que unen Armenia y Europa (es suficiente con pensar que fue el primer país de la historia que decretó el cristianismo como religión de Estado), para comprender la atracción que tal región ejercitó en los europeos debemos dirigir nuestra mirada en otra dirección, hacia un elemento a primera vista menor pero de fuerte valor simbólico.

Durante la Edad Media, de hecho, ante las cortes del rey era muy apreciada la piel de un pequeño animal, utilizada para los mantos de los monarcas y los jueces: esta criatura diminuta era un armiño, cuyo nombre deriva del diminutivo latino “armenius” que significa precisamente, procedente de Armenia. El prestigio que rodeaba a este animal surgía de su pelo blanco y, sobre todo, de la difundida creencia de que prefiere terminar como comida de sus depredadores en vez de refugiarse en refugios húmedos y sucios que podría ensuciar su brillo. Esta criatura asumió por tanto el símbolo de dignidad y pureza, particularmente indicado para componer los mantos de las máximas autoridades de los reinos europeos.

Tal dignidad y orgullo en los momentos dramáticos reclaman en la mente los innumerables lutos que se han vivido en la larga historia armenia. En los tiempos más recientes la memoria corre al genocidio realizado por los turcos durante la Primera Guerra Mundial, en la que se exterminó a casi un millón y medio de armenios, incluidos mujeres y niños. Desde ese momento toda esperanza de memoria compartida ha sido vana: todavía hoy las autoridades de Ankara niegan el genocidio y “excomulgan” a cualquier país que denuncie abiertamente esos eventos dramáticos.

Una toma de posición fuerte en esta dirección fue la que se tomó en Bundestag (el parlamento alemán) el pasado 2 de junio, cuando la Cámara baja reconoció el genocidio perpetrado por los otomanos al pueblo armenio, desatando como respuesta la llamada al embajador turco en signo de protesta. El voto del Bundestag se considera valiente si tenemos en cuenta las relaciones estrechas entre Turquía y Alemania, especialmente a la luz de la crisis migratoria de los últimos años y de los acuerdos sobre tal tema entre Ankara y la Unión Europea. El voto alemán además había sido adelantado en las semanas anteriores por la declaración del papa Francisco sobre el “primer genocidio del siglo XX”” que, también en este caso, empujaron al Gobierno turco a llamar a su embajador ante la Santa Sede.

Pero las relaciones difíciles con Turquía no representan el único nudo que hay que deshacer en el Gobierno de Erevan, que tiene que afrontar numerosos problemas, herencia de un pasado cruento y de una difícil posición geográfica. En este contexto la relación con Azerbaiyán preocupa mucho, especialmente en lo relacionado con la República del Nagorno Karabakh, que se opone desde la caída de la Unión Soviética a las ambiciones expansionistas de Azerbaiyán. Después de la guerra contra esta nación, terminada formalmente en mayo de 1994, las tensiones entre Baku y Erevan nunca han cesado del todo (prueba de esto son las nuevas violencias que han tenido lugar en los meses pasados causando cientos de muertos en ambas partes, encendiendo nuevamente los centros de atención sobre esta región olvidada), cómplice también la delicada situación de la zona, donde Armenia es apoyada por Rusia y Azerbaiyán por Turquía y Estados Unidos.  

Se incluye en este contexto la realización del gasoducto que unirá los yacimientos de Azerbaiyán con Europa, pasando por Georgia, Turquía, Grecia y Albania y llegando finalmente a la región italiana de Puglia. Las tres secciones del gasoducto — el “South Caucasus Pipeline”, el “Trans-Anatolic Pipeline” y el “Trans-Adriatic Pipeline”– han sido proyectadas para disminuir la dependencia europea del gas ruso, poniendo en los mercados el gas de los yacimientos de Azerbaiyán en el Mar Caspio. No hace falta decir que estas imponentes infraestructuras actuarán precisamente en Armenia, aliada de Moscú y enemiga del Gobierno de Baku, excluyéndola de este proyecto.

La historia reciente invita además a no ilusionarse con la estabilidad de los otros países fronterizos: es difícil contar el número de las crisis verificadas en los últimos años, es suficiente con pensar en el conflicto ruso-georgiano del 2008, en las dos guerras rusas contra la Chechenia rebelde (1994-1996 la primera y 1999-2009 la segunda), en la penetración yihadista en el Daguestán ruso. Por no hablar de la dramática realidad del “Siraq” y, aunque distante, Ucrania: todas situaciones críticas que aumentan la inestabilidad crónica del polvorín del Cáucaso.

En este cuadro difícil se enmarca la visita del papa Francisco en Armenia, del 24 al 26 de junio. El Pontífice se encontrará con una de las visitas más significativas del año, especialmente a la luz de la relación con las Iglesias orientales y del atormentado Oriente Medio. El deseo es que se puedan sentar las bases para una mejora de las relaciones entre los países de la zona y de todo el Levante.

Por: Marco Valerio Solia

7:28:00 a.m.

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