Los milagros de San Francisco de Asís: Otros milagros de diversa índole
1. En el castro de Gagliano, de la diócesis de Valva, había una mujer llamada María, dedicada al devoto servicio de Cristo Jesús y de San Francisco. Un día de verano salió a ganarse el alimento necesario con sus propias manos.
Con el exagerado calor que hacía comenzó a desfallecer por los ardores de la sed. Sola en un árido monte y privada del alivio de toda bebida, casi exánime, caída en tierra, invocaba con encendido afecto del corazón a su abogado San Francisco. Mientras la mujer permanecía en humilde y ardiente súplica, extenuada por el trabajo, la sed y el calor, se durmió un poco. He aquí que, viniendo San Francisco a ella y llamándola por su nombre, le dijo: «Levántate y bebe el agua que por regalo de Dios se te brinda a ti y a otros muchos».
Al oír aquella voz despertó la mujer del sueño muy confortada; y, tirando de un helecho que había junto a ella, lo arrancó de raíz. Cavando luego alrededor con un palito, encontró agua viva, que al principio parecía sólo destilar como un hilo cristalino, y súbitamente se convirtió, por el poder de Dios, en una fuente.
Bebió, pues, la mujer hasta saciarse y lavó los ojos, que tenía antes oscurecidos por el largo penar, y que desde aquel momento sintió inundados de luz. Con paso ligero se dirigió la mujer a su casa, comunicando a todos, para gloria de San Francisco, tan estupendo milagro.
Concurrieron muchos al lugar atraídos por la fama del prodigio, y comprobaron por la experiencia el admirable poder de aquella agua; muchísimos, previa la confesión de sus pecados, al contacto de la misma, han quedado libres de las consecuencias desastrosas de varias enfermedades.
Persiste todavía visible aquella fuente, y junto a ella ha sido construida una pequeña ermita en honor a San Francisco.
2. En Sahagún, villa de España, el Santo hizo reverdecer milagrosamente, contra toda esperanza, un cerezo que, estando completamente seco, se cubrió de hojas, flores y frutos. También a los habitantes de Villasilos, de modo milagroso, los liberó de una peste de gusanos que corroían los viñedos de sus confines.
Junto a Palencia, atendiendo a las confiadas súplicas de un sacerdote, limpió completamente un hórreo, que le pertenecía, de los gusanos del grano que todos los años lo infestaban.
En las tierras de cierto señor de Petramala, en la Pulla, confiadas humildemente al cuidado del Santo, hizo éste desaparecer completamente la peste de la langosta; con la particularidad de que todas las otras tierras colindantes fueron devoradas por dicha plaga.
3. Un hombre llamado Martín había llevado sus bueyes a pastar lejos del castro. Uno de los bueyes se accidentó con tan mala fortuna, que se rompió una pata. Como no había ninguna esperanza de remedio para el caso, resolvió desollarlo. Al no tener a mano instrumento adecuado para hacerlo, retornó a su casa, dejando el buey al cuidado del bienaventurado Francisco. Se lo encomendó a su fiel custodia para que no fuese devorado por los lobos antes de su regreso.
A la mañana siguiente, muy temprano, volvió con el desollador al lugar donde dejó el buey, y lo encontró paciendo tan por completo curado que no se distinguía en él ninguna diferencia entre una y otra pata.
Dio el hombre gracias al buen pastor San Francisco, que tan diligente cuidado tuvo de su buey proveyéndole de medicina.
El humilde Santo sabe socorrer a todos los que le invocan y no se desdeña en atender las más pequeñas necesidades de los hombres.
Así, a un hombre de Amiterno le devolvió un asno que le habían robado. A una mujer de Antrodoco le reintegró, perfectamente compuesto, un plato nuevo que se había caído y se había hecho añicos. A otro hombre de Montolmo, en la Marca de Ancona, le reparó un arado que quedaba inservible por habérsele roto.
4. En la diócesis de Sabina vivía una viejecita octogenaria, cuya hija dejó al morir un niño de pecho. La pobrecita anciana, sin recursos económicos y falta de leche, no podía encontrar mujer alguna que diese de mamar al sediento pequeñito tal como lo exigía la necesidad. La anciana no sabía a dónde dirigirse en aquel trance.
Debilitado el nietecito, una noche en que se hallaba desprovista de todo posible recurso humano, bañada en lágrimas, se dirigió con todo su corazón al bienaventurado Francisco para implorar auxilio. En seguida acudió el amante de los inocentes y le dijo: «Mujer, yo soy Francisco, a quien con tantas lágrimas invocaste. Pon tu pecho a la boca del niño, porque el Señor te dará leche en abundancia».
Cumplió la abuelita el mandato del Santo, y al momento los pechos de la octogenaria dieron leche abundante. Se hizo manifiesto a todos el don admirable del Santo, y muchos hombres y mujeres se dieron prisa para verlo. Y como lo que veían los ojos no podía negarlo la lengua, todos se movían a alabar a Dios por el poder prodigioso y por la dulce misericordia del Santo.
5. Había en Scoppito [provincia de Aquila] un matrimonio que, no teniendo sino un solo hijo, todos los días lo deploraba como oprobio de la familia. Tenía el pequeño los brazos como encadenados al cuerpo; las rodillas, pegadas al pecho, y los pies, a las nalgas. Más que una persona humana, parecía un monstruo. La mujer, a quien afectaba más profundamente esta desgracia, clamaba con continuos gemidos a Cristo, invocando el auxilio de San Francisco y pidiéndole se dignase socorrerla en aquella desgracia y librarla de aquel oprobio.
Una noche en que por esta desgracia estaba sumida en tristeza, se abandonó a un triste sueño. Se le apareció San Francisco, y, hablándole con dulces palabras, la persuadió a que llevase el niño a un lugar próximo consagrado a su nombre. Le anunció que el niño recibiría una completa curación si era rociado en nombre de Dios con el agua del pozo que había en aquel lugar.
Ante la negligencia de la madre en cumplir lo prescrito por el Santo, volvió éste a renovar su mandato. Por tercera vez se le apareció el Santo, y, haciendo él mismo de guía, condujo a la madre con el niño hasta la puerta del dicho lugar. Llegaron a él, movidas por la devoción, algunas nobles matronas, a quienes la mujer expuso diligentemente la visión que había tenido. Estas, a una con la madre, presentaron al niño a los hermanos. Sacaron agua del pozo, y la más noble entre las matronas lavó con sus propias manos al niño. Al punto, éste recuperó la posición natural de todos sus miembros y apareció totalmente curado.
Todos quedaron impresionados de admiración por la grandeza de este milagro.
6. En el castro de Cera, diócesis de Ostia, había un hombre con la piel en tal estado, que no podía ni caminar ni moverse.
Perdida toda esperanza en los remedios humanos y abrumado por la angustia, una noche, tal como si viese presente al bienaventurado Francisco, comenzó a querellarse con estas palabras: «Ayúdame, santo mío Francisco; recuerda mis servicios y la devoción que te he tenido. Te llevé en mi jumento y besé tus pies y tus santas manos, siempre fui devoto tuyo y siempre te quise; mira que me muero con el atrocísimo tormento de este dolor».
Movido por estas quejas el Santo, que recuerda los beneficios y se complace en la devoción de sus fieles, acompañado de otro, se apareció a aquel hombre, todavía en vela. Le dijo que había venido a su llamamiento y a traerle el remedio de la salud. Le tocó en el lugar del dolor con un pequeño bastoncito en forma de tau, y, reventando al punto la apostema, le dio una perfecta salud. Y lo que es más admirable: para recuerdo del milagro dejó impreso el signo tau sobre el lugar de la úlcera curada. Con este signo firmaba San Francisco sus cartas siempre que por motivo de caridad enviaba algún escrito.
7. Pero advierte que, mientras la mente, distraída por la variedad de lo que se narra, va discurriendo por los diversos milagros del glorioso padre Francisco, por mérito del portador del signo de la cruz se encuentra, guiada por Dios, con el emblema de la salvación, la tau. Esto sucede para que caigamos en la cuenta de que como la cruz fue, para quien militó tras de Cristo, el más alto mérito para la salvación, de la misma manera es, para quien triunfa con Cristo, el más firme testimonio de su honor.
8. Ciertamente, este grande y admirable misterio de la cruz, en que los carismas de las gracias y los méritos de las virtudes y los tesoros de la sabiduría y de la ciencia se esconden tan profundamente, que quedan ocultos a los sabios y prudentes de este mundo, le fue revelado plenamente a este pobrecito de Cristo: toda su vida se cifra en seguir las huellas de la cruz, en gustar la dulzura de la cruz y en predicar la gloria de la cruz. Por eso pudo en verdad decir, en el principio de su conversión, con el Apóstol: Lejos de mí el gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo. Con no menos verdad pudo también añadir durante su vida: Paz y misericordia sobre aquellos que siguieron esta regla. Y con plenísima verdad pudo afirmar al fin de su vida: Llevo en mi cuerpo las llagas del Señor Jesús.
Por lo que a nosotros se refiere, deseamos oír de él todos los días aquellas palabras: Hermanos, la gracia de nuestro Señor Jesucristo con vuestro espíritu Amén (Gál 6,14.16-18).
9. Gloríate, ya seguro, en la gloria de la cruz tú que fuiste glorioso portador de los signos de Cristo; diste comienzo a tu vida en la cruz, caminaste según la regla de la cruz y en la cruz diste cima a tu carrera, manifestando a todos los fieles, por el testimonio de la cruz, la gloria de que disfrutas en el cielo.
Sígante confiadamente los que salen de Egipto, porque, dividido el mar por el báculo de la cruz de Cristo, atravesarán el desierto, y, pasado el Jordán de esta mortalidad, ingresarán, por el admirable poder de la cruz, en la prometida tierra de los vivientes.
Que el verdadero guía y Salvador del pueblo, Cristo Jesús crucificado, por los méritos de su siervo Francisco, se digne introducirnos en la tierra de los vivientes para alabanza y gloria de Dios uno y trino, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.
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