Clara de Asis, un canto de alabanza


por Fr. Giacomo Bini, Ministro general o.f.m.

Carta con motivo del 750 aniversario de la muerte de Santa Clara (Roma, 11-VIII-2002)

Introducción

¡En el nombre del Señor!

A vosotras, hermanas pobres de Santa Clara; a todas vosotras, contemplativas que os inspiráis en la espiritualidad franciscano-clariana; a todos los hermanos y a todas las hermanas que aman a Clara y a Francisco: como Ministro y siervo de todos, os deseo «paz verdadera del cielo y caridad sincera en el Señor» (2CtaF 1).

«Ya que, por divina inspiración, os habéis hecho hijas y siervas del altísimo sumo Rey Padre celestial y os habéis desposado con el Espíritu Santo, eligiendo vivir según la perfección del santo Evangelio, quiero y prometo dispensaros siempre, por mí mismo y por medio de mis hermanos, y como a ellos, un amoroso cuidado y una especial solicitud» (RCl 6,3-4; cf. FVCl).

En consonancia con estas palabras, y obedeciéndolas, me atrevo a dirigirme como hermano vuestro a todas vosotras, que constituís una realidad preciosa entre cuantos viven la herencia espiritual de Francisco y de Clara. Ante todo os expreso, en nombre proprio y también en nombre de los hermanos y hermanas que se inspiran en el proyecto evangélico de Francisco y Clara, mi profunda gratitud por la riqueza carismática espiritual que representáis en nuestra Familia. Gracias por vuestra profunda comunión en el Espíritu, que nos sostiene en nuestros viajes apostólicos por los caminos del mundo; gracias por vuestra silenciosa tarea de «centinelas de la mañana» que vigilan y escrutan en la oscuridad de los acontecimientos humanos los signos de vida que brotan en la tierra. Vosotras nos ayudáis a interpretar nuestra vocación común y a gozar por ella. Clara prorrumpe, al principio de su Testamento, en esta acción de gracias: «Entre otros beneficios que hemos recibido y seguimos recibiendo de nuestro benefactor el Padre de las misericordias, y por los cuales estamos más obligadas a rendir gracias al mismo glorioso Padre de Cristo, se encuentra el de nuestra vocación; y cuanto más perfecta y mayor es ésta, tanto es más lo que a Él le debemos» (TestCl 2-3). Por tanto, todos, vosotras y nosotros, tenemos la obligación de conocer cada vez mejor nuestra vocación, de amarla y de responder a ella con fidelidad y generosidad.

El año que viene celebraremos el 750 aniversario de la muerte de nuestra madre y hermana Clara. Es una ocasión propicia, una gracia especial que debería hacernos recuperar el amor «esponsal» que animó toda su vida. Mientras os escribo, pienso y medito las palabras y los gestos tan llenos de significado que caracterizaron los días previos a su éxodo final. Su lecho pobre y desnudo en San Damián se convirtió en punto de relaciones y de encuentros de profunda humanidad y espiritualidad.

Una carta también puede ser lugar de comunión, de diálogo fraterno para descubrir ese «algo nuevo sobre el Señor» que Clara pedía a Junípero y que nuestros tiempos y nuestras generaciones esperan con urgencia de nosotros. En mis visitas a los hermanos en varias partes del mundo siempre he tenido la gracia de encontraros, de escucharos, de dialogar y de orar con vosotras. Me ha impresionado la profunda amistad que os une a nosotros y a toda la Familia Franciscana, la ardiente sed de Dios que anima vuestras comunidades y que querríais compartir con nosotros. ¡Cuánto tenemos que aprender todos los hermanos y hermanas itinerantes por el mundo de vuestra experiencia mística, tan radical y tan absoluta que sólo puede comprenderla o intuirla quien ha sido vencido por el Amor!

Fray Rainaldo, fray León, fray Ángel, fray Junípero estaban allí, cerca de Clara, en los últimos días de la vida de ésta, para escuchar, compartir y avivar en comunión profunda la búsqueda apasionada de Dios. Ése es también el deseo de esta carta, como prolongación en el tiempo de la amistad que desde entonces sostiene a los hermanos menores y a las hermanas pobres en su peregrinación terrena.

Estas reflexiones van dirigidas directamente a las hermanas clarisas con ocasión del 750 aniversario de la muerte de Santa Clara: todos los textos se refieren a ella; pero quieren ser también un mensaje fraterno a todas las hermanas contemplativas franciscanas existentes en el mundo entero; he escrito pensando también en ellas; las sugerencias y estímulos quizás les sean también útiles.

Por último, espero que estas líneas sean leídas por los hermanos y las hermanas de toda la Familia Franciscana, pues la complementariedad y la reciprocidad son compromisos comunes de todos nosotros.



I. Misión común de nuestras fraternidades

Toda relación personal con el Señor, todo carisma religioso entraña dos elementos inseparables: la vocación y la misión: «seguidme» e «id», dad testimonio de lo que habéis visto. El Señor nos llama para hacernos discípulos suyos y sus testigos en el mundo entero. De ese modo nos insertamos en la historia como memoria viva del Evangelio de Jesucristo, dispuestos siempre a inventar las formas más aptas para testimoniar y anunciar el Reino de Dios, presente ya en medio de nosotros. Como hermanas y hermanos de Clara y de Francisco, tenemos un mensaje bien definido que anunciar, aunque de diversas maneras; nuestras Reglas indican claramente los elementos fundamentales que caracterizan este camino.

Vivir el Evangelio y dar testimonio de él

«Admiro cómo has hallado el tesoro incomparable, escondido en el campo del mundo y de los corazones de los hombres, con el cual se compra nada menos que a Aquel por quien fueron hechas todas las cosas de la nada; y cómo lo abrazas con la humildad, con la virtud de la fe, con los brazos de la pobreza. Lo diré con palabras del mismo Apóstol: te considero cooperadora del mismo Dios y sostenedora de los miembros vacilantes de su Cuerpo inefable» (3 CtaCl 7-8).

La regla de vida común a toda la Familia Franciscana consiste en «vivir el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo» (cf. Rb 1,1; RCl 1,2; ROFS 4), deseando ante todo «tener el Espíritu del Señor y su santa operación» (Rb 10,8; RCl 10,9), teniendo como prioridad absoluta la oración y la contemplación (cf. Rb 5,2; RCl 7,2). El trayecto, bien definido, es también el mismo: la humildad y pobreza de nuestro Señor Jesucristo y de su Madre pobrecilla. Clara dice explícitamente: «El Hijo de Dios se hizo para nosotras camino» (TestCl 5). La existencia en pobreza de Jesús de Nazaret, desde Belén hasta el Calvario, como epifanía de Dios, se convierte en la vida de Francisco y de Clara en una experiencia espiritual unificadora y revolucionaria: es una pasión que los ajusta tan plenamente a Cristo que nunca admiten comentarios acomodaticios o reducciones. Responde Francisco a quienes le proponen otros modos de servir al Señor, otras Reglas ya experimentadas y mejor organizadas: «El Señor me dijo que quería hacer de mí un nuevo loco en el mundo, y el Señor no quiso llevarnos por otra sabiduría que ésta» (LP 18b). Y Clara replica al Papa, que quería aligerar su pobreza dispensándola del voto: «Santísimo Padre, a ningún precio deseo ser dispensada del seguimiento indeclinable de Cristo» (LCl 14a).

Ésta es, pues, nuestra vocación, nuestra «ciencia», nuestra diaconía: ser cada vez más oyentes de la Palabra evangélica y más fieles cumplidores de la misma, contemplando y siguiendo hasta las últimas consecuencias a Jesús pobre. De esta identidad clara y concreta brotan las formas diversas y complementarias de evangelización, las diversas misiones franciscano-clarianas en el seno de la Iglesia de Dios y con miras a su Reino.

Los «hermanos menores» se esparcen por el mundo, que es su «claustro» (cf. SC 63), el lugar de las relaciones fraternas y contemplativas (cf. Rnb 16): «Para esto os ha enviado [el Señor] al mundo entero, para que de palabra y de obra deis testimonio de su voz y hagáis saber a todos que no hay otro omnipotente sino él» (CtaO 9).

Las «hermanas pobres», desde el «claustro» de su interioridad, a ejemplo de María (cf. 3 CtaCl 19), se hacen acogida, morada e icono del Dios del amor; y este testimonio se «refleja» y se proyecta al mundo entero. La clausura se abre al universo y se vuelve lugar y espacio de relación, a la manera como el angosto espacio del jardín de San Damián se transformó para Francisco, dolorido y casi ciego, en visión y canto de la creación entera. No se ingresa en la clausura para buscar un refugio o para huir de las dificultades del mundo, sino para acoger, para participar más profundamente de la vida de los hombres, de sus más secretas y desconocidas aspiraciones, para comprometerse a construir la historia humana según el proyecto de Dios, que sólo los santos y los profetas saben intuir.

La clausura de Clara asume una dimensión universal y es vivida y transformada por una dinámica espiritual que no tiene fronteras. Antes de caer enferma, Clara está fuertemente tentada incluso de marchar a Marruecos, donde los primeros hermanos habían confesado su fe con el «martirio» (cf. Proc VI, 6); durante sus últimos 30 años vivirá, mediante el «martirio» de su enfermedad, una increíble multiplicidad de relaciones de amistad: recibe visitas del Papa, de cardenales, de frailes, de personas humildes y de personas importantes... En su «claustro» arde el fuego del amor, que inflama todo tipo de relación (cf. Flor 15) y supera todas las limitaciones que pueda imponer la clausura. Clara es una verdadera «mística»: arde con una pasión única que la identifica con Cristo. Todo lo demás es «relativo» y converge en ese «centro».

¡Qué despilfarro de energías y de «buena voluntad» se advierte en algunos monasterios, cuando no todas las fuerzas tienden a la búsqueda de la unidad, al Esencial! En cambio, el «genio femenino» resplandece en toda su riqueza cuando intuye lo esencial y logra dar a lo secundario su justo valor.

Por el camino de la cruz

«Si sufres con Él, reinarás con Él; si con Él lloras, con Él gozarás; si mueres con Él en la cruz de la tribulación, poseerás las moradas eternas en el esplendor de los santos» (2 CtaCl 21).

«Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32): desde lo alto de la cruz, Jesús es ofrecimiento de salvación para todos los hombres. Siguiendo a Francisco en su itinerancia misionera llegamos a las llagas del monte Alverna; siguiendo a Clara en su clausura llegamos al lecho del sufrimiento, de la enfermedad, que empezó cuando el Pobrecillo llevaba en su cuerpo las llagas y que duró toda la segunda mitad de la vida de Clara. Una vez más comprobamos la sorprendente complementariedad del carisma: dos caminos igualmente «misioneros», el de la itinerancia y el de la clausura, que conducen a la misma meta: la cruz. El amante quiere estar junto al Amado no sólo en el camino de la pobreza, sino también en el del sufrimiento (cf. 2 CtaCl 19), para completar en su propia carne los dolores de Cristo (cf. Col 1,24). No basta con escuchar y servir; es menester compartir también el destino de Jesús y llevar su cruz (cf. Lc 9,23-24).

La lógica evangélica de la no-eficacia, de la no-espectacularidad, de los resultados no-llamativos siempre es desconcertante: lo fue para los discípulos de Jesús y lo será para todo creyente en su peregrinación terrena. El «mundo» no puede aceptar esta lógica: nuestro mundo se basa justamente sobre la eficacia y, desde ella, crea una serie de «psicosis» de resultados, de «hacer», de apariencias, de asegurarse el presente y el futuro, de éxito en todos los ámbitos: trabajo, afectos, negocios, fama... Por desgracia, estas psicosis no nos son extrañas: quien cuenta es aquel que es capaz de producir más. En cambio, el «milagro» de Clara y de Francisco, fieles al Evangelio, consiste en un gran abandono en Aquel que sigue nutriendo una confianza increíble en nosotros. Clara y Francisco respondieron con pasión a la pasión de Dios por el hombre; vivieron con audacia el reto de la pobreza absoluta, que conduce necesariamente a la cruz, a la impotencia como camino de vida. Toda actividad misionera, por tanto, está sometida a la lógica de la semilla, que ha de morir para poder dar fruto.

La eficacia «misionera» de Francisco alcanza su cumbre en la última etapa de su vida: en la etapa de la identificación con Cristo en el monte Alverna, donde coloca su experiencia espiritual en el seno de la Iglesia, junto a la cruz, y restituye su aventura evangélica al Padre, al tiempo que la ofrece como «don» misionero a tantos hermanos y hermanas que lo seguirán, fascinados por su ejemplo, a lo largo de los siglos. Es una libertad reencontrada justamente en el momento de la «gran prueba», cuando ya no sabe qué es lo que debe hacer y decide restituir a Dios el proyecto evangélico que ha elaborado durante toda su vida y que ahora descubre que no es suyo; los hermanos, que no son suyos; la vida, que no es suya...

¡Y qué decir de Clara, de los años de su enfermedad, «inútiles» según la mentalidad de los resultados, pero tan ricos y significativos ante Dios! Cuando la muerte, presurosa, privó a los hermanos y a las hermanas de la presencia de Francisco..., la presencia de Clara, en buena salud y llena de energía, habría podido «hacer tanto» -según nosotros- por la Familia Franciscana de los orígenes: fundar muchos monasterios, animar a muchísimas otras hermanas... En cambio, ¡el Señor «hizo tanto» mediante su pobreza, su enfermedad, su inactividad! Otras hermanas irán, enviadas por ella y por Francisco, en aquellos primerísimos años de la vida de la Orden.

Pero qué difícil nos resulta asimilar estos valores cuando el «mundo» en torno a nosotros habla otra lengua y nos impulsa a aceptar sus seducciones. Sabemos bien que nuestra eficacia está vinculada con la fecundidad divina; que nuestros servicios, estructuras y actividades apostólicas han de estar en función de nuestro ser memoria viva del Evangelio de Jesús. Ése es el primer servicio que debemos a la Iglesia y al mundo, antes que cualquier actividad: la calidad de nuestra vida es lo que da sentido a la cantidad de nuestros compromisos, cuyo punto de referencia debe ser esta dimensión existencial en la que todos nos sabemos «misioneros, enviados», tanto si estamos en un monasterio como si recorremos los caminos del mundo; tanto si oramos como si predicamos; tanto si gozamos de buena salud como si estamos enfermos. Conservo siempre en mi corazón la imagen de muchísimos rostros radiantes de hermanas, jóvenes y ancianas, que he encontrado en mis visitas y que reflejan, como una palabra viva, el absoluto de Dios que las habita; rostros de hermanas enfermas que, purificadas como Clara por los sufrimientos, iconos vivientes semejantes al Crucifijo de San Damián, reflejan una humanidad sufriente pero transfigurada y gloriosa: se han convertido en palpitante espera del Esposo que viene, y su cuerpo, pura envoltura transparente, deja entrever la presencia liberadora de Dios. ¡Qué extraordinaria misión!

Recuerdo el ejemplo de una clarisa del siglo XV: Catalina de Bolonia. Al final de su vida, llena de sufrimientos y dolores, recibió en una visión el mandato de tocar una viola. Catalina no tocaba la viola desde que había dejado, siendo una adolescente, la corte de Bolonia para ingresar en el monasterio; pero, ante el mandato divino, pidió que le trajeran una viola y compuso un breve himno con un texto del profeta Isaías: «Gloria eius in te videbitur», «su gloria aparecerá sobre ti» (Is 60,2). Así mostraba a las hermanas que la gloria del Omnipotente se manifiesta también en la debilidad de una mujer enferma. La viola, que se conserva en el monasterio del Corpus Domini de Bolonia, nos recuerda que la vida de cada uno de nosotros, en su debilidad, puede ser un instrumento que canta la grandeza de Dios.

¡Queridas hermanas! Quizás podéis seguir ayudándonos aún a recobrar el sentido profundo de nuestra misión, el valor «relativo» de todas nuestras actividades, sabiendo que la persona sólo puede realizarse si descubre su verdadero rostro «mirándose en el espejo» de Jesús de Nazaret, en su Evangelio, en la contemplación como prioridad. En la búsqueda de nuestra identidad, con frecuencia tendemos más a mirar al pasado -corriendo el riesgo de seguir encerrándonos cada vez más- que al futuro hacia el que estamos proyectados. El afán por la supervivencia puede destruir la esperanza, la creatividad y la apertura al Espíritu del Señor.

La misma ancianidad no es siempre y sólo un límite; también es testimonio de síntesis espiritual y relacional, armonía de los valores vivida serenamente. Esta etapa de la vida también necesita evangelización y acompañamiento para convertirse, como toda pobreza, en manifestación de Dios.

La clausura o cierre de un monasterio aceptada con serenidad (¡no somos eternos!): también eso es testimonio de una fe madura y de una esperanza viva.

Para la reflexión

1.- ¿Qué aspiraciones o valores evangélicos fundamentales constituyen la base de nuestra unidad interior y de los compromisos de la fraternidad? ¿Estamos dispuestas a comprometernos de verdad? ¿Para cambiar qué? ¿Cómo? ¿Con quién?

2.- ¿Hay conciencia de que la primera tierra del anuncio evangélico sois vosotras mismas, llamadas a daros unas a otras testimonio de la Buena Noticia en la concretez de los gestos de cada día?

3.- La fecundidad divina de nuestra existencia resplandece también en la impotencia humana, como la ancianidad y la enfermedad, que nos vuelven signo más transparente de la esperanza que habita en nosotros. ¿Cómo nos preparamos a esta etapa «misionera» tan importante y decisiva?

4.- Vosotras, hermanas, sois, junto con nosotros, una Fraternidad-en-misión en el silencio contemplativo. ¡Sois anuncio de una Palabra viva en cada una de las etapas de vuestra vida, en la pasión por el Evangelio que os configura con Cristo! ¿Cómo podemos traducir y anunciar concretamente esta experiencia junto con toda la Familia Franciscana?



II. Reciprocidad y complementariedad

«Mostrándose ya más cerca el Señor, y como si ya estuviera a la puerta, [Clara] quiere que le asistan los sacerdotes y los hermanos espirituales, para que le reciten la pasión del Señor y sus santas palabras. Cuando aparece entre ellos fray Junípero, notable saetero del Señor, que solía lanzar ardientes palabras sobre Él, inundada de renovada alegría, pregunta si tiene a punto algo nuevo sobre el Señor. Él, abriendo su boca, desde el horno de su ferviente corazón, deja salir las chispas llameantes de sus dichos, y en sus palabras la virgen de Dios recibe gran consuelo» (LCl 45a).

Complementariedad teocéntrica

«En efecto, cuando el Santo no tenía aún hermanos ni compañeros, casi inmediatamente después de su conversión, y mientras edificaba la iglesia de San Damián, en la que había experimentado plenamente el consuelo divino y se había sentido impulsado al abandono total del siglo, inundado de gran gozo e iluminado por el Espíritu Santo, profetizó acerca de nosotras lo que luego cumplió el Señor» (TestCl 9-11).

He aquí un cuadro profundamente significativo y que expresa muy bien, justamente al final de la vida de Clara, el lazo espiritual que une en la contemplación de Dios a los hermanos menores y a las «damas pobres». El camino evangélico de Francisco y de Clara, sus dos historias, son interdependientes. Si Clara se define la «plantita» (plantula) de Francisco, éste, por su parte, según la tradición, en los momentos más difíciles de su vida acude a Clara y se deja guiar por ella, le confía sus dudas y preocupaciones, a veces le manda hermanos (cf. Proc II, 15). Francisco está en el origen de la vocación de Clara y de sus hermanas; Clara pide la asistencia de los hermanos y protesta ante Gregorio IX cuando éste prohíbe a los frailes ir a los monasterios de las clarisas sin su licencia (cf. LCl 37c).

Clara indica con satisfacción que la consideración de las «damas pobres» es parte originaria del carisma: «Cuando el Santo no tenía aún hermanos ni compañeros...» (TestCl 9); y, después de la muerte de Francisco, los hermanos encuentran en Clara la custodia del proyecto evangélico originario, pues «un mismo espíritu había sacado de este siglo a los hermanos y a las damas pobres» (2 Cel 204b). Francisco constituye el momento inspiracional de la vocación común; Clara, en su fidelidad, garantiza la continuación del proyecto de vida de Francisco: desde la clausura de San Damián, ella y sus hermanas sostienen y animan a los seguidores de la forma de vida franciscana. En estos años, a partir de la renovación fomentada por el Concilio Vaticano II, hemos recuperado mucha de la riqueza de esta relación, que, me parece, es indispensable para nuestra identidad carismática.

El punto focal de esta relación son las «santas palabras» o el «hablar de Dios», según la estupenda expresión de las Florecillas (cf. Flor 15). Se trata de una comunicación «extática», es decir, de una comunicación que nos saca de nosotros mismos, con el centro hacia lo «alto»: de aquí nace la complementariedad y la reciprocidad que dan plenitud humana y divina a nuestra vocación. Le experiencia de esta comunión nos obliga a ir mucho más allá de toda «compensación afectiva»: no se busca esta cercanía por «estrategia pastoral-vocacional» o por necesidad de «apoyarnos» mutuamente, de «sentirnos bien» unos junto a otras, sino para comunicarnos «algo nuevo sobre el Señor», para acelerar nuestro paso hacia Él. Es una vibrante y sincera búsqueda en común de Aquel que está en el origen de nuestra aventura. Nuestras palabras, por tanto, no serán sólo expresión del deseo de decirse algo, sino sobre todo «chispas llameantes» que brotan del «horno de un corazón ferviente», de un corazón convertido en un horno encendido por el amor de Dios. Es Dios que se expresa y habla en nosotros y a través de nosotros para convertir todo diálogo nuestro en una teofanía, en una manifestación cada vez más diáfana de su presencia y de su voluntad.

¡El ideal es muy alto y la conquista no puede darse por supuesta! En la Regla, Francisco advierte a sus hermanos sobre posibles desviaciones; quizás estaban, incluso, dándose realmente (cf. Rb 11,1-2). Quizás una interpretación demasiado rígida de este pasaje provocó la reacción de Clara, que quería salvar a toda costa ante el Papa esta complementariedad (cf. LCl 37c). Vivir este tipo de relaciones siempre es un desafío, requiere en ambas partes un firme equilibrio, sabiduría humana y espiritual, formación sólida; pero no por eso podemos renunciar a este ideal: es, evidentemente, voluntad de Clara y de Francisco.

Entre los testimonios en el proceso de canonización de Clara leemos: «Habiendo enfermado de locura un fraile de la Orden de los Hermanos Menores, llamado fray Esteban, San Francisco lo mandó al monasterio de San Damián para que Santa Clara hiciese sobre él la señal de la cruz. Hecho esto, el fraile quedó adormecido un poco de tiempo en el lugar donde la santa madre solía hacer oración; y, luego que despertó, tomó algún alimento y se marchó curado» (Proc II, 15). Este hecho, relatado también por otras fuentes (BulSCl 18; Proc III, 12; LCl 32), expresa cuán importante es la colaboración entre los dos Santos y entre las dos Órdenes: Francisco envía con confianza a Clara hermanos que sufren dificultades especiales y a quienes quizás sólo ella puede devolver la salud; Francisco mismo había vivido personalmente esta experiencia en momentos difíciles. Esta exigencia espiritual «relativiza» todas las estructuras ordinarias, como el saludable sueño de fray Esteban en el oratorio de Clara. También nosotros somos hoy en día víctimas de tensiones, de estrés, de depresiones que amenazan nuestra «salud» espiritual. Quizás una de las tareas de las hermanas de Santa Clara consista hoy en ayudarnos a recobrar la armonía de los valores franciscano-clarianos, la gratuidad y la belleza de nuestra vida, sin pretensiones de eficacia. Es fácil ser instrumentalizados por las necesidades inmediatas y perder la visión de conjunto, la capacidad de discernir entre lo urgente y lo necesario; nos preocupamos por los muchos proyectos que programamos o que nos propone el mundo consumista en que vivimos, corriendo el riesgo de olvidar el compromiso primario de ser «proyecto de Dios». Creo que hoy en día es urgente renovar y continuar la colaboración entre Clara y Francisco para evitar cualquier forma de «locura», de «esquizofrenia» que destruye incluso la vida consagrada.

Doy gracias al Señor por todas las veces que, desde los primeros años de mi vida consagrada, he podido vivir junto a un monasterio la experiencia de «curación» y he vuelto a poner en orden y armonía los valores evangélicos de mi vocación y misión, gracias a la ayuda de las hermanas clarisas. He pedido muchas veces hospitalidad en sus monasterios para entonar de nuevo espiritualmente mi vida. Gracias a todas vosotras, hermanas clarisas, por esta función «terapéutica», tan importante para el camino vocacional de toda persona consagrada.

Complementariedad construida sobre la Palabra de Dios

«[Clara] provee a las hijas, por medio de predicadores devotos, del alimento de la Palabra de Dios, del que se reserva para sí una buena ración» (LCl 37a).

Francisco nunca fue un «oyente sordo del Evangelio» (1 Cel 22b); Clara, a su vez, «gozaba mucho escuchando la Palabra de Dios» (Proc X, 8a), la vivía, «se miraba en ella como en un espejo», se dejaba transformar por ella y la irradiaba a sus hermanas y al mundo, consciente de que esta es la misión de las damas pobres (cf. TestCl 21).

Francisco y Clara son artífices de una espiritualidad construida a partir de la escucha y de la obediencia inmediata a la Palabra. Se dejan sorprender, desarmados, por la Palabra; se dejan «des-estabilizar» para emprender nuevos caminos, sin saber, como Abrahán, a dónde llevan (cf. Heb 11,8). Se dejan atraer (ad-trahere) y plasmar por la Palabra para identificarse con sus exigencias sin permitir que nada los distraiga (dis-trahere); terminan por convertirse ellos mismos en palabra viva y profética para el mundo en el que viven.

Uno de los signos más evidentes de estos años postconciliares consiste sin duda en el redescubrimiento de la centralidad de la Palabra de Dios para toda experiencia espiritual que pretenda llamarse cristiana. La Iglesia nos exhorta continuamente a entrar en esta riqueza y nos invita a formarnos y a renovarnos en esta fuente de agua viva. «No cabe duda de que esta primacía de la santidad y de la oración sólo se puede concebir a partir de una renovada escucha de la palabra de Dios» (Juan Pablo II, Novo millennio inneunte 39). Los laicos, los movimientos -sobre todo los movimientos juveniles-, las nuevas comunidades religiosas nacidas en los últimos años han colocado la lectura de la Palabra de Dios y el examen a la luz de la Palabra de Dios como estructura-base de su vida espiritual. Para nosotros debería ser una vuelta a nuestros orígenes: «nutrido» con esta Palabra, el corazón se convertiría, como el de Junípero, en un «horno» y nuestras palabras volverían a adquirir fuerza «arrebatadora». La Palabra de Dios provoca siempre una reestructuración espiritual de la persona: nos obliga a revisar nuestras costumbres y nuestros esquemas; crea una dinámica de búsqueda y de adhesión que cambia nuestro estilo de vida en el Espíritu, como les sucedió a Francisco y a Clara. Quizás por eso puede advertirse con frecuencia en nuestros ambientes una cierta resistencia, y así se sigue en la rutina, tumba de cualquier entusiasmo. ¡Tenemos miedo de que Dios pida demasiado, todo! Tememos perder ciertas estructuras «que nos dan seguridad» aunque obstaculicen nuestro camino contemplativo. ¡Amamos más conservar que contemplar! Seguimos depositando nuestra confianza en los medios más tradicionales, más inmediatos, sin preguntarnos si necesitan un espíritu nuevo. Es éste un campo en el que la ayuda mutua entre hermanos y hermanas podría infundir dinamismo y entusiasmo a nuestra vida y, sobre todo, podría avivar ese deseo de búsqueda y de adhesión al Señor que sólo una espiritualidad bíblica profunda puede ofrecer. Acoger, concebir, custodiar, engendrar la Palabra, a ejemplo de la Virgen María, son elementos indispensables para una vida consagrada vivida en profundidad y autenticidad.

Para la reflexión

1.- En 1991, preparando el octavo centenario del nacimiento de Santa Clara (1993), los Ministros generales escribían a todas las franciscanas de clausura: «Por parte de los hermanos no ha de ser una tutela paternalista, sino un servicio recíproco en minoridad y fraternidad verdadera, que enriquece a unos y otras... ¿Y por qué no intensificar las relaciones informativas, y también las formativas, por parte de las hermanas hacia los hermanos, como hacía el mismo Francisco desde el inicio de la vocación evangélica?» (Clara de Asís, mujer nueva, n. 51). ¿Qué camino hemos recorrido en los últimos años?

2.- ¿Es la Palabra -especialmente el Evangelio-, el criterio de discernimiento y de respuesta a los retos, situaciones y cambios de la vida comunitaria cotidiana?

3.- ¿Cómo armonizamos la tensión valores-estructuras? ¿Qué medios empleamos, personalmente y en fraternidad, para comprobar el camino?

III. Huéspedes y peregrinos

El encuentro de Dios con el hombre en Jesús de Nazaret se manifiesta como un éxodo: el Verbo deja el seno del Padre para venir al mundo y, después de su muerte y resurrección, deja el mundo para volver al Padre.

Nosotros somos testigos y protagonistas de esta peregrinación hacia la casa del Padre empezada por Jesús; el Resucitado nos ha introducido mediante el don del Espíritu en esta dinámica. Vivimos el reto de ser «peregrinos y forasteros» cuando, liberándonos de toda esclavitud de apropiación, estamos dispuestos a restituir todo a Dios, considerando la vida no como un bien de consumo sino como un don que hay que devolver: «Y restituyamos todos los bienes al Señor Dios altísimo y sumo, y reconozcamos que todos son suyos, y démosle gracias por todos ellos, ya que todo bien de Él procede» (Rnb 17,17).

La persona consagrada, si no está radicalmente expropiada, pierde la dimensión profética, que es el corazón de la vida consagrada.

«Sólo en la muerte se conoce al hombre» (Si 11,28)

«Dijo también la testigo que, estando la dicha madonna y santa madre cercana a la muerte, una noche, al comienzo del sábado, la bienaventurada madre comenzó a hablar, expresándose así: "Vete segura en paz, porque tendrás buena escolta: el que te creó, antes te santificó, y después que te creó puso en ti el Espíritu Santo y siempre te ha mirado como la madre al hijo que ama". Y añadió: "¡Bendito seas Tú, Señor, porque me has creado!"» (Proc III, 20; cf. LCl 46).

A partir de estas palabras -transmitidas por las testigos en el proceso de canonización- que Clara dice en voz baja a su alma, se puede descubrir su verdadera personalidad, su profunda espiritualidad, casi una síntesis de su camino espiritual. «Vete» sin miedo, se dice a sí misma; vete como aquella noche en que forzaste la puerta de los muertos de tu casa paterna; vete y no te preocupes de nada; vete tranquila y en paz, aunque el Papa no haya querido todavía aprobar tu Regla: no importa; vete con esa gran libertad que has custodiado con alegría y energía en el «Privilegium paupertatis», en tu experiencia de abandono confiado en el Señor, que recompensa siempre al ciento por uno. Vete, «recordando tu propósito... Con andar apresurado, con paso ligero, sin que tropiecen tus pies ni aun se te pegue el polvo del camino, recorre la senda de la felicidad, segura, gozosa y expedita, y con cautela: de nadie te fíes ni asientas a ninguno que quiera apartarte de este propósito» (2 CtaCl 11-14).

En las últimas palabras de Clara antes de su muerte emerge, una vez más, la característica trinitaria de su espiritualidad: la buena escolta de Jesús, el Señor, «nuestro camino»; la acción de gracias a Aquel que la creó, la santificó, la custodió con la misma atención que una madre y puso en ella su Espíritu Santo. Además, esta invitación a ponerse rápidamente en camino es la traducción concreta de la opción de vivir como «peregrinos y forasteros» en este mundo (RCl 8,2; Rb 6,2), que Clara y Francisco llevaron a cabo desde las primeras etapas de su conversión. Su vida estuvo siempre animada por el deseo de volver a empezar, sin miedo ni dilaciones. Clara debió de haber vivido -directa o indirectamente- la escena violenta y simbólica en la que Francisco emprendió desnudo, en la plaza de Asís, ante sus conciudadanos, el obispo y su propia familia, su camino de libertad, entregándose al único Padre: «Quedó desnudo el siervo del Rey altísimo para poder seguir al Señor desnudo en la cruz, a quien tanto amaba» (LM 2,4b). Sin duda Clara también se enteró, por los frailes, de cuál había sido el último deseo de Francisco antes de morir: que le pusieran desnudo sobre la tierra desnuda, en la Porciúncula. Estamos, pues, ante un «éxodo» simétrico y convergente de estos dos Santos que convierten su vida en una «entrega» total a Dios, a ese Dios que vino a su encuentro y que ellos amaron sin reservas. La muerte siempre da miedo e infunde terror, pues nos expropia totalmente de todo y de todos; pero para los místicos se transforma en la cima de la gratitud y de la felicidad: Clara y Francisco viven esta experiencia. Se muere como se vive: su vida entera es una vida de «restitución» (cf. Rnb 17,17-18), de liberación progresiva para que ninguna forma de apropiación (cf. Rb 6,1-2; RCl 8,1-2) o de repliegue sobre ellos mismos impida en lo más mínimo u oscurezca el diálogo con el Amado. Toda forma de cerrazón o de autosuficiencia impide la relación y, por tanto, la comunión. La vida mística es lo que justifica y orienta la vida ascética con todas sus prescripciones. Los mismos votos, el silencio de la montaña o el de la clausura, el trabajo apostólico o el trabajo escondido y humilde en casa, todo debe converger en la Palabra que hay que asimilar, en la unión con Dios y en la caridad fraterna.

El grave riesgo que siempre se corre es absolutizar lo relativo, lo que debería existir sólo en función de lo esencial: entonces se pierde la belleza y la armonía de toda la construcción espiritual. La actividad pastoral o caritativa al servicio de los hermanos no puede convertirse en el fin último de la vida consagrada; el silencio, la clausura, el trabajo escondido en el monasterio deben estar animados y ser transformados por una Presencia, por un diálogo interior que es la razón de todo. Puede también suceder que el silencio exterior y la observancia rígida de la clausura custodien sólo un miedo y tranquilicen una conciencia que ha dejado de buscar, de desear, de amar.

Cuánta tristeza y cuánto sufrimiento se sienten al encontrar comunidades bloqueadas por una rigidez legalista y que no tiene nada que ver con la radicalidad evangélica, fuente de alegría, de fantasía, de audacia; comunidades de hermanas de mirada triste y de rostro hastiado y resignado, porque han dejado de soñar, de creer en lo que se les ha prometido.

La «liberadora» experiencia espiritual de Clara y de Francisco nos invita a crear espacios «pobres» y llenos de silencio interior a lo largo de toda la jornada, para dejarnos transformar por lo que contemplamos, para dejarle a Dios la posibilidad de volver a crearnos, completamente nuevos, cada día. Entonces la Eucaristía, la Liturgia de las Horas, las varias formas de oración ya no son «obligaciones», sino momentos deseados de un encuentro, de una relación de amor. Más aún, nosotros mismos nos convertimos en «eucaristía», en «liturgia» en todas las expresiones de nuestra vida.

Belleza de una vocación

«¡Bendito seas Tú, Señor, porque me has creado!» (cf. Proc III, 20).

La mirada de Dios a una criatura que se deja amar y responde con disponibilidad, es siempre un acontecimiento maravilloso. Este grito de alabanza de Clara, al final de sus días, es la síntesis de su riqueza espiritual, de su existencia aceptada en todos sus aspectos, positivos y negativos, y que ella restituye sin añoranzas ni pesares al Señor. En esto, Francisco es distinto de Clara: se siente más indigno ante Dios cuando lo alaba. Clara es más espontánea: contemplando retrospectivamente toda su vida, la capta inmediatamente como una creación de Dios, como una historia sagrada, bella, positiva. «La comunión produce siempre belleza». Clara está plenamente reconciliada consigo misma, con su pasado, con sus límites, y ofrece todo a Dios con serenidad y libertad. Todo cuanto ha constituido su existencia es fruto de la ternura y del amor con que Dios la envuelve; y ella se ha hecho «espejo» para reflejar esta belleza divina en quienes están a su lado; se ha hecho icono para el mundo, para que todos puedan contemplar la atención paciente con que Dios se preocupa de sus criaturas. «Ama totalmente a quien totalmente se entregó por tu amor» (3 CtaCl 15), escribe a Inés de Praga, evocando la exhortación de Francisco asombrado y casi incrédulo ante la humildad de Dios: «Nada de vosotros retengáis para vosotros mismos a fin de que enteros os reciba el que todo entero se os entrega» (CtaO 29).

Toda la vida de Clara deviene un himno de alabanza y de acción de gracias a Aquel que la creó, la guió y la custodió. Se «miró en el espejo» que es su Amado, se vio transformada en Aquel a quien contemplaba y saborea ya el gusto de la eternidad. No siente necesidad de pedir perdón al hermano cuerpo, como Francisco: lo ha unido a este canto de alabanza; su cuerpo, que ha sufrido con paciencia y durante largos años la enfermedad, es también objeto de alabanza, pues es objeto del amor del Padre: «¡Bendito seas Tú, Señor, porque me has creado!». La rígida pobreza observada a lo largo de toda la vida también ha desempeñado una importante labor en la construcción de esta belleza, pues creó un espacio interior para poder hospedar al Amado.

Miguel Ángel definía la belleza como purificación de lo superfluo. La vida de Clara fue una proclamación de la belleza: un camino de purificación, de «cincelado» para hacer emerger lo más limpia posible la imagen de Dios que cada uno llevamos dentro. Cuando la experiencia religiosa se vuelve progresivamente experiencia de un «encuentro», todo se transforma, todo deviene sacramento de la belleza, signo e instrumento de una relación que abarca alma y cuerpo: «Y como el piadoso varón fray Rainaldo la exhortaba a la paciencia en aquel prolongado martirio de tan graves enfermedades, ella, con voz clara y serena, le contestó: "Desde que conocí la gracia de mi Señor Jesucristo por medio de aquel su siervo Francisco, ninguna pena me resultó molesta, ninguna penitencia gravosa, ninguna enfermedad, hermano carísimo, difícil"» (LCl 44). «Y aquello que me parecía amargo, se me tornó en dulzura de alma y cuerpo» (Test 3). Ya no hay que despreciar, sino sólo valorar y amar con humildad: «Odiarse es más fácil de lo que se cree. La gracia consiste en olvidarse de uno mismo. Y si hubiera muerto todo orgullo en nosotros, la gracia de las gracias consistiría en amarse humildemente a uno mismo como a cualquier miembro sufriente del cuerpo de Cristo» (G. Bernanos).

¿Cómo podemos volver bella nuestra vida hoy? Valorando los espacios: los angostos espacios de la clausura pueden convertirse en lugares de fiesta, y no de penitencia, si están iluminados y caldeados por una Presencia. ¡Qué importante es en la vida claustral contemplativa valorar los lugares! En la simplicidad franciscana, que forma y ayuda la relación, hay una belleza estupenda; en el orden, la limpieza y la decoración de los ambientes de un monasterio hay una armonía «contemplativa». Al mismo tiempo, quien vive la comunión se vuelve creativo cuando prepara los lugares y el espacio para el encuentro con el Amor y con los otros.

Igualmente importante es la palabra. Para una contemplativa, incluso el silencio se vuelve palabra viva que «informa» y transforma la dinamicidad de los gestos diarios. Cuando la palabra es concebida y modelada por el silencio, plasma el corazón y transforma la vida.

Así, el tiempo en que vivimos se convierte en un elemento indispensable para construir una vida armoniosa: gracias a la Encarnación, vivimos ya en el tiempo de Dios y escribimos nuestra pequeña historia en este tiempo «habitado»; no podemos apropiarnos de él, sino sólo vivirlo como una gracia, captando en él una Presencia y restituyéndolo a Aquel que nos lo dio. Vivir este ritmo sereno del tiempo significa vivir en el respiro profundo de Dios, sin prisa o precipitación, sin añoranzas o huidas en la acción, sin «consumirlo» ávidamente ni dejarse consumir, arrollar o estresar por él. Vivir en el tiempo de Dios, captando su epifanía en todos los acontecimientos, incluso en los mínimos, en todos los gestos del día, puede ser un verdadero ejercicio de contemplación, una auténtica proclamación de liberación frente a un mundo víctima de una visión egocéntrica del tiempo, que empuja al hombre a la angustia o a la huida en el vacío. ¡La religiosa contemplativa da testimonio de que el tiempo no es dinero, sino relación!

¡Cuánto necesita el hombre de hoy la gracia y la belleza de vivir en el tiempo de Dios! No es una utopía, un sueño: es una posibilidad realizable. La santidad no consiste en la cantidad de «obras buenas», sino en la calidad del amor vivido cada día. La contemplación, la adoración, más que un acto, es un modo de ponerse ante Dios, en la oración y en la vida; es una actitud global de la vida diaria, en la que logramos captar el primado de Dios. La belleza consiste precisamente en dejarse mirar por Dios: «Si Tú, Dios, me miras, me vuelvo bella» (Gabriela Mistral, OFS).

La belleza de nuestra vocación nace de esta construcción espiritual armónica en la que todo encuentra su lugar, pues todo: tiempo, espacio, trabajo, descanso, silencio, palabra... hace referencia a la relación esponsal con el Señor y se vincula con ella. La contemplación es precisamente esa armonía que hay que construir diariamente, en primer lugar en nuestro proprio interior, donde nos espera Aquel que nos habita. San Agustín decía: «Noli foras ire»: No salgas de ti mismo; a Dios lo encuentras dentro de ti. Sólo puedes salir hacia el otro, hacia el mundo con todo tú mismo, ese tú mismo reconciliado con Dios y acompañado de Dios. Entonces, ni siquiera las tensiones, que no faltarán nunca, entre el «dentro» y el «fuera», entre carisma y estructuras, entre alma y cuerpo, entre clausura y mundo, entre vida personal y vida de fraternidad turbarán la armonía y la serenidad profunda, pues la contemplativa siempre encontrará la senda que conduce al Absoluto, senda de paz y no de turbación, ansiedad o preocupaciones.

Para la reflexión

1.- El joven rico del Evangelio «se marchó triste, porque tenía muchos bienes» (Mt 19,22). ¿Sabemos «gustar» la belleza de la simplicidad franciscano-clariana como fruto de la purificación de lo superfluo?

2.- Y Dios «estaba en el susurro de una brisa suave» (cf. 1 Re 19,12). ¿Cómo logramos custodiar, vivir, habitar el silencio contemplativo? ¿Sabemos «revestir» de calma profunda y serena nuestras palabras, tanto en la oración como en las relaciones fraternas, a fin de que sean vivas y vivificantes?

3.- «¡Salve, palacio de Dios! ¡Salve, tabernáculo de Dios! ¡Salve, casa de Dios! ¡Salve, vestidura de Dios! ¡Salve, esclava de Dios! ¡Salve, Madre de Dios» (SalVM 4-5). ¿Somos también nosotras «palacio, tabernáculo, casa, vestidura, esclavas, madres» de Dios? ¿Cómo vivimos esta realidad? ¿Cómo logramos armonizar las estructuras cotidianas (horario, lugares, tiempos...) y hacer que converjan en la «pasión contemplativa» que nos habita?

4.- El silencio, exterior e interior, custodia y favorece nuestra vida interior. ¿Cómo armonizamos estos valores con lo «exterior» (teléfono, medios de comunicación escrita, internet, televisión, locutorio...)? ¿Logramos usar estos instrumentos sin que perjudiquen nuestra contemplación personal y comunitaria?



IV. «Sigue los consejos de nuestro ministro general»

«De nadie te fíes ni asientas a ninguno que quiera apartarte de este propósito, o que te ponga obstáculos... Y, para avanzar con mayor seguridad en el camino de la voluntad del Señor, sigue los consejos de nuestro venerable padre el hermano Elías, ministro general; antepón su consejo al de todos los demás, y tenlo por más preciado que cualquier regalo» (2 CtaCl 14-16).

En esta parte de nuestra reflexión común quisiera detenerme en algunos puntos que pueden ser ocasión de búsqueda, de diálogo en la relación entre nuestras dos Órdenes y en el seno de la Familia Franciscana. Trataré sobre todo dos temas: 1) La colaboración entre los monasterios y en la Federación; 2) La formación y la relación especial querida por Clara y por Francisco entre la primera y la segunda Orden. Estas perspectivas serán desarrolladas y consideradas según las orientaciones de la Iglesia y continuando las metas que ya se han alcanzado. Espero que sea también el principio de una reflexión que ayude a encontrar nuevas formas de colaboración, para provecho de todos. Ya conocemos las iniciativas puestas en marcha en casi todas partes: programas de formación para abadesas, para formadoras, para religiosas con poco tiempo de profesión; noviciados comunes en las Federaciones... Todo ello ha favorecido un crecimiento vocacional en las dimensiones humanas, cristianas y carismáticas. Es evidente que deben continuarse todas estas iniciativas. Podemos añadir, sin duda, a fin de conocer mejor la experiencia espiritual de Clara y de las clarisas, la formación de los hermanos de la primera Orden y, sobre todo, de los asistentes de las Federaciones: en este campo no se ha hecho mucho; y, sin embargo, es un camino indispensable para poder dialogar con las hermanas contemplativas sin complejos de superioridad o de inferioridad y evitar así toda expresión de paternalismo, con miras a una relación y complementariedad auténticamente evangélicas.

Autonomía y relaciones en la vida de un monasterio

En un pasado reciente, sobre todo después de la celebración del VIII centenario del nacimiento de Santa Clara (1993), ha habido un aumento de los estudios especializados en los escritos de Clara y de las fuentes franciscanas que han llevado a un conocimiento más objetivo de la figura de Clara y de la espiritualidad de las damas pobres. Estamos al principio; todavía podemos crecer con la aportación y la ayuda recíproca e impulsando la aportación de las mismas hermanas.

Todos nos acercamos hoy a Clara no como a una simple «copia» de Francisco, sino como a una personalidad rica en sí misma, en relación constante con Francisco en la reciprocidad y la complementariedad del carisma. Francisco fue la palabra evangélica viva que la inspiró y acompañó durante toda la vida; pero Clara mantiene su propia originalidad, que no puede reducirse a la de Francisco. Esta relación de «identificación-diferenciación» garantiza la identidad inspiradora del carisma.

Según Clara, después de la Palabra de Dios, la de Francisco o de quien le sucede al frente de la Orden ha de anteponerse a cualquier otra. Sabemos con cuánta fuerza aparece expresada esta idea en la segunda carta a Inés de Praga y en la Regla, y sabemos a quién se refiere cuando habla de «todos los demás». ¡También sabemos que fray Elías no era ciertamente la copia de Francisco! A pesar de ello, hay que defender la unión entre las dos Órdenes, incluso, si es menester, mediante una «huelga de hambre» de las monjas de San Damián (cf. LCl 37c).

Las visitas que Dios me ha concedido hacer durante estos años a varias Federaciones y las relaciones mantenidas con monasterios de varias partes del mundo han reafirmado mi convicción de que existe una relación muy fuerte entre nuestras dos Órdenes; un profundo sentido de pertenencia común a la misma Familia sostiene evidentemente esta complementariedad. Hay un gran deseo de crecer juntos en esta ayuda mutua. Donde falta esta conciencia, existe a veces un gran peligro: la pérdida de la dimensión contemplativa en los hermanos de la primera Orden o el desánimo carismático y espiritual en las hermanas de clausura.

En los últimos años hemos recorrido un buen trecho, pero todavía queda mucho camino por andar. Aunque las hermanas clarisas no tengan lazos jurídicos definidos con la primera Orden como los tienen otras grandes familias espirituales (dominicas, carmelitas...) con las respectivas Órdenes masculinas, sin embargo, espiritual y carismáticamente, vivimos la misma aventura evangélica en la minoridad y arriesgamos mucho si descuidamos esa complementariedad profunda que nos une sin mermar en nada la autonomía de cada monasterio. Por otra parte, la justa autonomía no puede entenderse como un pretexto para recorrer un camino «aislado», totalmente independiente y casi «autosuficiente». Ni basta la presencia de un franciscano que presta el servicio pastoral sacramental para garantizar la espiritualidad franciscano-clariana. Francisco, al final de su vida, promete «tener atento cuidado» (cf. RCl 6,4; 2 Cel 204) de las hermanas clarisas: esto es algo mucho más amplio; y Clara, a su vez, remacha: «Encomiendo y confío mis hermanas, presentes y futuras, al sucesor del bienaventurado padre Francisco y a toda la religión, [y les ruego] que nos ayuden a progresar de continuo en el servicio de Dios, y especialmente en una mejor observancia de la santísima pobreza» (TestCl 50-51). Puede ocurrir que un monasterio se sienta seguro, tranquilo y sin problemas porque se ha convertido en punto de referencia de alguno de los movimientos carismáticos contemporáneos, del cual ha recibido quizás nuevas vocaciones; esto puede favorecer un clima mejor en el monasterio, pero la identidad carismática puede correr el riesgo de «disolverse» o de ser sustituida por otras espiritualidades que Francisco y Clara no reconocerían como propias (cf. LP 18; 2 CtaCl 16).

Todos los Institutos de vida consagrada, contemplativos o de vida activa, tienden hoy en día a una reestructuración que fomente una colaboración más intensa; lo pide la misma vida de la Iglesia, concebida como comunión de carismas. Rechazar este diálogo significa privarse de una riqueza, negar la coparticipación de un don que nos ha sido transmitido y confiado para el servicio de todos. «En conclusión: nada de vosotros retengáis para vosotros mismos» (CtaO 29).

En un futuro próximo, al menos en algunas naciones, nos veremos en la necesidad de reestructurar y disminuir el número de los monasterios y de otras formas de presencia franciscana y clariana. Es, pues, indispensable la ayuda entre los monasterios y entre la primera y la segunda Orden en estos momentos particularmente difíciles; una fraternidad serenamente vivida entre nosotros puede contribuir a superar tensiones destructoras o sentidos de culpa injustificados por la clausura o cierre de un monasterio, como si eso fuera un fracaso. La Iglesia nos anima y nos dice que «la debilitación de la vida consagrada no consiste tanto en la disminución numérica, sino en la pérdida de la adhesión al Señor y a la propia vocación y misión» (Vita consecrata, 63d). Esos son, en efecto, los tres campos fundamentales para verificar el camino de fraternidad de un monasterio: la adhesión al Señor, la fidelidad a la propia vocación y la coherencia con la propia misión. Y para eso estamos todavía poco formados; la experiencia de las Federaciones está también todavía en sus comienzos. La supervivencia a toda costa, sin la seriedad de un discernimiento vocacional, es una traición a la propia misión espiritual. Hay que seguir otros criterios: cada monasterio debe poder favorecer un crecimiento vocacional serio, y no todos los monasterios están en condiciones de hacerlo; más aún, algunos no pueden acoger nuevas vocaciones. Otras veces quien tiene vocaciones y medios económicos piensa en un tipo de vida todavía más independiente, confunde la autonomía con la autosuficiencia, con la autogestión y la autodecisión, sintiéndose casi justificado para desinteresarse de la Federación y no preocuparse del camino de la Orden. Estas actitudes son claramente contrarias al espíritu de fraternidad, que debería ser el corazón de nuestra vocación.

La formación

«(Clara) había clavado en la Luz eterna el ardentísimo dardo de su ansia íntima y, trascendiendo la esfera de las realidades materiales, abría más plenamente el seno de su alma al torrente de la gracia» (LCl 19).

La persona humana es un ser que lleva en su corazón un misterio mayor que ella misma: la clave consiste en «clavar» como Clara la mirada en el misterio-don para encontrar a Aquel con quien se puede vivir en plenitud. Este «clavar» el ansia íntima en la Luz que habita una criatura finita se transforma progresivamente en un deseo de Dios y en un compromiso total de la persona para hacerle espacio, para quitar todo cuanto pueda obstaculizar la unión, para vivir cotidianamente esta relación en profundidad.

Se trata de formar y de formarse en la obediencia al Espíritu. «Aplíquense [los hermanos y las hermanas] -afirman Francisco y Clara- a lo que por encima de todo deben anhelar: tener el Espíritu del Señor y su santa operación» (Rb 10,8; RCl 10,9). El Espíritu Santo hace memoria en nosotros de las palabras de Jesús y nos revela la paternidad universal de Dios, que nos posibilita vivir como hermanos y hermanas. «El Espíritu del Señor, que habita en sus fieles» (Adm 1,12), nos ayuda a discernir día a día las exigencias de nuestra vocación y nos infunde valentía para vivir en la obediencia radical y recíproca. No se trata, por tanto, de educar a una obediencia formal a los ministros o a las abadesas, sino de sumisión de todos al Espíritu, de una profunda actitud de responsabilidad. Todas las relaciones humanas, todos los acontecimientos de la vida, leídos a la luz del Espíritu, se convierten para nosotros en otras tantas ocasiones de «obediencia», de discernimiento de la voluntad de Dios y de aceptación de su designio sobre nosotros.

Es menester formar a una expropiación radical. Según Clara y Francisco, observar el santo Evangelio significa vivir «en obediencia, sin nada propio y en castidad» (Rb 1,1; RCl 1,2). Es importante advertir cómo ninguno de los dos utiliza el término «pobreza»: ambos emplean la expresión «sine proprio», «sin nada propio». No se trata solamente de tener una relación equilibrada con las cosas: estamos ante una actitud que debe caracterizar profundamente la identidad de las hermanas pobres y de los hermanos menores; vivir «sine proprio» significa renunciar a exigir derechos sobre las personas, sobre los cargos que se nos confían, sobre Dios, sobre su Palabra... Hemos recibido todo de Dios y debemos devolver todo a Dios, de lo contrario nos convertimos en «ladrones» de los bienes que el Señor distribuyó gratuitamente. Esta actitud de expropiación radical, de autodonación convencida y sin reservas, exige una conversión constante y debe renovarse todos los días desde la contemplación asombrada de todo lo que Dios hizo por nosotros: «Mirad, hermanos, la humildad de Dios... Nada de vosotros reservéis para vosotros mismos» (CtaO 28-29; cf. 4 CtaCl 15.19-23). ¡Es el gran compromiso de la formación! Y es un camino no carente de obstáculos: el peligro más grave es la autosuficiencia, la seguridad de estar en el camino justo, el miedo a confrontarse con los otros, la pereza de buscar. Se vive siguiendo ciertos esquemas que se dan por supuestos de una vez para siempre, fieles a ciertas estructuras recibidas en herencia y consideradas inmutables en el tiempo. San Juan de la Cruz escribía: «Bienvenido sea todo cambio, Señor Dios, para que permanezcamos fijos en Ti». Cualquier cambio puede parecer una amenaza que engendra miedo o, por el contrario, un éxodo, una esperanza en un futuro que hay que crear con el Espíritu. A menudo tememos emprender nuevas sendas, sobre todo si ha habido algún fracaso, como si las experiencias de fracaso no pudieran convertirse también en epifanía de Dios y constituir momentos de crecimiento. O bien olvidamos preguntarnos periódicamente si nuestras estructuras favorecen la contemplación: de hecho, para responder con autenticidad a nuestra vocación, algunas estructuras pueden mantenerse tal como están, pero otras necesitan ser renovadas regularmente, a la vez que hay que saber crear otras nuevas. La tensión entre las estructuras y los valores nos acompañará hasta la tumba, pero debemos saber dominarla y orientarla con sabiduría y paciencia. ¿Quién no ve, por ejemplo, la necesidad de formarse continuamente a ejercer fraternamente la autoridad? «La estructura de la segunda Orden, como la de la primera, no es piramidal ni reproduce el grupo benedictino, ceñido en torno al abad o a la abadesa como a un alter Christus, sino que es evangélica. La atención de todas -abadesas y hermanas- converge en el Evangelio y a él obedecen».

Creo que todos podemos suscribir esta reflexión de una clarisa; pero ¿cómo se vive en muchos monasterios el servicio de la autoridad? ¿Qué atención se presta a la formación de las abadesas a la responsabilidad? Es imposible un verdadero camino formativo sin un verdadero diálogo fraterno en el seno de cada monasterio, entre unos monasterios y otros y en la Federación. No son raros, en cambio, los casos de monasterios que piensan que no necesitan de la ayuda de los otros...

La colaboración entre nuestras dos Órdenes depende, en este campo, de las varias áreas geográficas. ¡Existe mucha, muchísima diversidad! Prácticamente todo se deja a la buena voluntad y a la iniciativa -más o menos prudente- de las abadesas, de los ministros provinciales, de las presidentas de las Federaciones, aun cuando las Constituciones contienen algunas llamadas y recomendaciones que invitan a la colaboración. Sin menoscabar la autonomía de ningún monasterio y evitando también el riesgo de la dependencia de los frailes, es urgente definir mejor esta relación tan importante querida por Clara y por Francisco, para garantizar y profundizar nuestra identidad franciscano-clariana. Estamos llamados a vivir nuestra «unicidad» en el seno de una relación sincera, en reciprocidad y complementariedad con vistas al Reino.

Para la reflexión

1.- «Somos una fraternidad contemplativa con una misión particular en un mundo que cambia». ¿Cómo vivir una fidelidad creativa a nuestro carisma de Órdenes complementarias?

2.- Garantizar la autenticidad de nuestra espiritualidad franciscano-clariana es fruto de un compromiso tomado seriamente como hermanos y hermanas en la confianza mutua. ¿Cómo concretizarlo en el país o la zona donde vivimos? ¿Cómo podemos obedecer hoy al mandato del Crucifijo de San Damián: «¡Ve y repara mi casa!»?

3.- ¿Cómo ayudar a los monasterios en dificultad y a los monasterios demasiado «autosuficientes» a ponerse más a la escucha del Espíritu, verdadero formador, y a la escucha de los signos de los tiempos?

4.- Para ser auténtica, la formación debe cambiar nuestro estilo de vida y hundir sus raíces en la búsqueda teórica y práctica del rostro de Dios. ¿Qué hemos hecho en los últimos años y qué plan de formación tenemos para el futuro? ¿En qué nos formamos?



V. Los retos

«Encaramándose sobre el muro de dicha iglesia, decía [Francisco] en francés y en alta voz a algunos pobres que vivían en las proximidades: "Venid y ayudadme en la obra del monasterio de San Damián, pues con el tiempo morarán en él unas señoras, con cuya famosa y santa vida religiosa será glorificado nuestro Padre celestial en toda su santa Iglesia"» (TestCl 12-14).

Esta previsión positiva de Francisco sobre el futuro de las damianitas nos alienta también a nosotros a mirar más allá de los horizontes del presente para escrutar posibilidades evangélicas todavía no manifestadas y construir dinámicamente una dimensión contemplativa auténtica y cada vez más profunda y evangelizadora para el mañana. Es una exigencia advertida con fuerza por nuestro mundo, centrado, como consecuencia del fenómeno de la globalización, en la cultura de la exterioridad y de la apariencia. Las personas contemplativas pueden ofrecer la alternativa de una cultura de la interioridad y la profunda experiencia espiritual de una soledad habitada que no es aislamiento. Sabemos bien que la auténtica dimensión contemplativa, enraizada en la relación trinitaria, tiene una evidente función crítica respecto a una pseudoreligiosidad que se parece más a un consumismo religioso, a un cristianismo «a la propia medida» que a la verdadera búsqueda de Dios. ¡El hombre moderno se descubre cada vez más «religioso» y cada vez menos creyente!

Hablando de retos, de las tareas serias o urgentes que el Espíritu nos pone delante, la lista es siempre relativa y, sobre todo, subjetiva. Ya hemos tocado temas de importancia vital como la Palabra de Dios, la formación, el ejercicio evangélico de la autoridad... En esta última parte deseo acentuar otros aspectos que considero retos fundamentales y que, en cierto modo, son una síntesis de todos los demás.

Formación del corazón y creatividad

Cristo resucitado echa en cara a los discípulos su «dureza de corazón» (cf. Mc 16,14; Lc 24,25), es decir, la actitud de repliegue sobre nosotros mismos, prisioneros de nuestros esquemas, que consideramos sólidos y bien fundados, pero que en realidad son incapaces de abrirnos a la novedad de Dios.

La mayor tentación de quien busca a Dios consiste siempre en encerrarlo en las propias perspectivas; en cambio, Dios quiere superar nuestras expectativas, ampliar los horizontes de nuestra existencia. Dios nos sorprende porque tiene confianza en nosotros y nos pide una disponibilidad plena y continuamente renovada. Nosotros tendemos a replegarnos sobre el «siempre se ha hecho»; el Espíritu, en cambio, nos impulsa a inventar «lo que debemos hacer hoy», en las nuevas situaciones que la existencia nos propone. La resistencia a la conversión proviene sobre todo del deseo de conservar la tradición en sí misma y mantener un equilibrio nivelado desde abajo, que con frecuencia expresa aferramiento a los propios esquemas y rechazo a renovarse, más que aprecio de lo que hemos recibido. La fidelidad evangélica siempre es fuente de audacia y de creatividad, de una creatividad que no significa rechazo del pasado o de la riqueza recibida de nuestros santos ni desestructurar completamente nuestra existencia: es imposible vivir sin estructuras y sin insertarse en una historia.

Creatividad significa poner «vino nuevo en odres nuevos» (Mc 2,22), adaptar las estructuras a la nueva vida que se manifiesta día tras día en nosotros, hacerlas más expresivas y adaptarlas teniendo en cuenta los signos del tiempo en que vivimos. Es una misión confiada a toda generación, a toda época, para hacer vivo y vivificante el mensaje evangélico. Hoy en día vivimos en una cultura que favorece una identidad centrada en el conocimiento intelectual o en expresiones psicológicas y emotivas, más que en la formación del corazón, definido por la Biblia como el centro de la vida del hombre nuevo, «el centro de integración, de apertura y de superación de todo el ser humano». El corazón endurecido -en griego «sklerokardia»- es como la esclerosis de las capacidades y posibilidades de amar, de abrirse a la confianza en Dios; la novedad del Espíritu, en cambio, nos sorprende e impide toda forma de repliegue obstinado sobre nosotros mismos, que, por miedo a perder el talento recibido, tendemos a conformarnos con lo que siempre se ha hecho, contentándonos con esconderlo y conservarlo (cf. Mt 25,18). La resistencia a los cambios puede significar resistencia a la conversión, a dejarse guiar por el Espíritu por sendas inéditas que iremos descubriendo al andar (cf. Heb 11,8).

Todo esto nos compromete a revisar nuestra vida diaria, nuestro estilo de vida, nuestros esquemas, incluso nuestro horario, que, si es demasiado fragmentario, puede obstaculizar la dimensión contemplativa, que necesita tiempos más largos de diálogo personal y de silencio con el Señor, para valorar mejor la oración comunitaria. La preparación seria y creativa de los espacios litúrgicos, comunitarios, recreativos, favorece una formación permanente a la relación con Dios y con los otros. Sobre todo la autenticidad de la palabra y de los gestos, madurados armónicamente en el silencio y en el tiempo que necesitan, ayuda a construir una personalidad verdadera, libre, serena y acogedora. Esta creatividad espiritual puede continuar cuando el cuerpo se debilita o enferma: el ejemplo de Clara, incluso en este punto, debe enseñarnos a permanecer vivos en el amor y a no resignarnos nunca, a no refugiarnos en la costumbre, que, indefectiblemente, adormece y paraliza cualquier espíritu de iniciativa.

Espiritualidad bíblica, litúrgica y carismática

Creo que no hace falta alargarse recordando los numerosos documentos de la Iglesia y de la Orden que -desde hace cuarenta años- tratan de la importancia de una sólida formación bíblica y litúrgica, sobre todo para las personas consagradas y, en particular, para las contemplativas. ¿Pero qué eco han tenido en la VIDA de nuestras comunidades? La relación prolongada con la Palabra de Dios no puede menos que transformar ciertas «prácticas de piedad» que se remontan a siglos pasados y que existen todavía en algunos (pocos) monasterios. La liturgia viva, bien preparada y participada no se opone al espíritu de la clausura sino que, más aún, debería «formar» también al sacerdote celebrante, como he podido experimentar en algunos monasterios. Quizás nos hemos limitado a «doctas» conferencias sobre la Biblia o sobre la Liturgia, pensando haber obedecido así a la Iglesia. Pero la verdad que no caldea el corazón y no cambia la vida no es conocimiento verdadero, no es formación verdadera.

Además, no debemos olvidar que toda liturgia, como indica su etimología, es un servicio al entero pueblo de Dios; por eso, es preciso reflexionar sobre nuestra acogida litúrgica a los fieles laicos que desean unirse a la oración de nuestras comunidades. Todos los monasterios de clarisas del mundo acogen las peticiones de oración que les dirigen hombres y mujeres cercanos y lejanos; quizá haga falta ayudar más a los laicos, empezando por los cercanos a la Familia Franciscana, a sentir más profundamente la oración litúrgica de las comunidades de las clarisas y de los frailes como una realidad que les afecta y no es extraña a su vocación.

Este reto, esta transformación en la que ya están comprometidos muchos monasterios, será la verdadera revolución copernicana que garantizará a la contemplación su identidad fructuosa. «Nuestras comunidades tienen que llegar a ser auténticas "escuelas de oración"» (Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, 33c).

Con frecuencia damos la impresión de considerar nuestra vocación como si fuera un hecho adquirido de una vez para siempre, olvidando que el carisma no es sólo una herencia recibida, sino sobre todo una responsabilidad de búsqueda ante Dios y ante nuestro mundo. ¿Cómo logramos adaptar o crear nuevas formas de oración, para convertirlas en «ejemplo y espejo» (TestCl 19), evangelización y misión en nuestro ambiente?

Sentido de pertenencia

«Os ruego, mis señoras, y os aconsejo que viváis siempre en esta santísima vida y pobreza. Y estad muy alerta para que de ninguna manera os apartéis jamás de ella por la enseñanza o consejo de quien sea» (RCl 6, 8-9).

¿A quién pertenecemos? Quizás la respuesta -aprendida de memoria- sea fácil. Pero preguntémonos también: ¿Dónde convergen nuestros deseos y nuestras preocupaciones? ¿Qué cosas nos causan sufrimiento? ¿En qué invertimos de hecho las energías y el tiempo? ¡La respuesta resulta entonces un poco más difícil! Creo que muchas veces no logramos centrarnos en lo esencial y nos perdemos en lo secundario, que puede ser: la salvaguardia de ciertas estructuras, la supervivencia del monasterio, la búsqueda de vocaciones incluso haciéndolas llegar -improvisadas- de otros continentes, los «celos» territoriales...

¿A quién pertenecemos? ¿Al Espíritu de Dios, que nos «inventa» cada día con nuestra colaboración? ¿O a quiénes otros? «El Señor nos pide una respuesta nueva en cada etapa de la vida» (Pablo VI). Y en esta dinámica de hacer espacio a Dios en nosotros, la prioridad debemos dársela al Evangelio, al carisma franciscano-clariano, a la Familia Franciscana más que al monasterio. ¡Nuestra misión tiene amplios horizontes! No es un sueño, sino la verdadera dimensión de nuestra vocación, que exige kénosis y conversión continua. Precisamente en esos espacios de vida se ve más claramente la necesidad de trabajar juntos, de convertirnos juntos, de caminar juntos: no nos hacemos santos cada uno por su cuenta, sino ayudándonos unos a otros.

Formación a la relación

«Sed siempre amantes de Dios y de vuestras almas y de todas vuestras hermanas, para que observéis siempre solícitamente lo que al Señor prometisteis» (BeCl 14).

Hablando de formación, hoy, es necesario subrayar especialmente la capacidad de relación de la persona: relación con ella misma, con su propia historia, con su afectividad, con sus fracasos, con sus cualidades -que ha de restituir al Señor-... Ése es el fundamento de las relaciones con los otros y con Dios. Sobre todo nuestra dimensión afectiva necesita ser aceptada sin complejos; sólo así puede alcanzarse la serenidad interior y engendrar la increíble riqueza de vida que favorece el desarrollo armónico de la personalidad. A veces vestimos el hábito religioso y pensamos que el resto vendrá por sí mismo. ¡Cuántos dramas se leen en ciertos rostros tapados por un velo! Dramas no resueltos, que se convierten en infinitas ocasiones de tensión capaz de destruir la paz de una casa durante meses y años. ¡Qué «paraíso», en cambio, la atmósfera de una fraternidad en la que se ha aprendido a conocerse, a dialogar consigo mismo, con Dios, con los otros! «La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros» (Jn 13,35). Tenemos esta responsabilidad como cristianos y como consagrados; debemos, pues, invertir todos nuestros talentos en fomentar la formación a la relación fraterna y a la relación con Dios. No existen atenuantes: ni la edad, ni el carácter, ni las tradiciones pueden dispensarnos de este compromiso.

Para la reflexión

1.- Sólo una fe «inteligente», la fides quaerens intellectum, iluminada, puede dar un fundamento adecuado a la opción de vivir según el Evangelio. ¿Qué empeño ponemos y qué medios utilizamos para ahondar nuestra fe? ¿Somos capaces de usar al máximo los dones y los carismas de cada una -sin excluir, naturalmente, su preparación intelectual- para el bien de toda la fraternidad?

2.- «La lectio divina (...) permite encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia» (Juan Pablo II, NMI, 39). ¿Cómo nos dejamos «modelar» por la Liturgia de las Horas, por las celebraciones litúrgicas, por la lectura orante de la Palabra de Dios?

3.- ¿Cuánto «invertimos» en favorecer una formación bíblica, litúrgica y carismática que implique la vida en su integridad?

4.- ¿Qué espacio damos a la formación humana, a la valoración de nuestra afectividad en la vida cotidiana en fraternidad?

Conclusión

«Y nuestro beatísimo padre Francisco profetizó de este modo no sólo acerca de nosotras, sino también de aquellas otras que habrían de seguir la santa vocación, a la que nos llamó el Señor» (TestCl 17).

¡Queridas Hermanas! Como conclusión de este mensaje fraterno y cordial os expreso una vez más, en nombre de todos los hermanos de la primera Orden y de toda la Familia Franciscana, sincera gratitud y reconocimiento por vuestra presencia a nuestro lado como memoria y estímulo para manifestar con una coherencia cada vez mayor lo que somos, lo que hemos prometido, lo que se nos ha prometido y nos espera. En este mundo tan enfermo pero tan sediento de una auténtica experiencia espiritual, vosotras representáis para nuestras generaciones el elemento determinante del carisma franciscano.

«Queremos ver a Jesús», pidieron unos griegos a Felipe (Jn 12,21). Tantos hombres y mujeres nos formulan hoy la misma petición. Ayudadnos, a ejemplo de Clara, a «reflejar» lo que contemplamos e irradiarlo al mundo, a mostrar ese icono viviente construido en nuestra interioridad por las manos de Dios y que se expresa en la unidad armoniosa vivida en la vida de cada día. «Lo único que podemos salvar en estos tiempos... es un trocito de Ti en nosotros mismos, Dios mío. Y quizás podemos también contribuir a desenterrarte de los corazones desolados y a abrirte camino» (Etty Hillesum). Sí, es muy importante salvar y liberar la imagen de Dios presente en nosotros para poder ofrecerla a los otros, liberada de nosotros mismos, de un yo egocéntrico e invasor que, olvidando la presencia de Dios, se pierde en mil preocupaciones y afanes. Debemos «proteger a Dios de nosotros mismos» en un mundo tan dividido, fraccionado y extraviado que necesita el testimonio de nuestras relaciones fraternas como «teofanía», manifestación amorosa de la presencia de Dios; hace falta anunciar de nuevo con fuerza a todos que todavía es posible querernos y recuperar nuestra unidad en Cristo muerto y resucitado.

Dando eco a las palabras del Resucitado a las mujeres, me surge espontáneamente repetiros: «Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán» (Mt 28,9-10). ¡Id! Vayamos con valentía y sin miedo: El Señor nos espera. Decid con decisión: «¡He visto al Señor!» (Jn 20,18). Mostradlo con vuestra vida apasionada por el Señor, dad testimonio de Él con vuestra «exageración evangélica» enraizada en la confianza en Él, con la superabundancia de vida que rebosa de vuestra kénosis, de vuestro silencio que cambia y «perfuma» el mundo entero: «Y toda la casa se llenó del perfume del ungüento» (Jn 12,3). Nuestra vida necesita hoy recuperar la audacia, la «exageración», la gratuidad que brotan de la alegría de haber encontrado el «tesoro» que trastoca positivamente las perspectivas de nuestra existencia; tenemos necesidad de la «esperanza que no defrauda» (Rm 5,5).

El privilegium pautertatis que Clara tanto defendió es la alegría de seguir y compartir la vida de Jesús, la garantía de fidelidad a nuestro carisma; recordadnos que un hermano o una hermana que no son evangélicamente pobres y libres están condenados a ser estériles y tristes (cf. Mc 10,22), no obstante la grandiosidad de las obras y la riqueza de las tradiciones.

«Por eso doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo y me acojo a los méritos de la gloriosa Virgen Santa María su Madre, y de nuestro beatísimo padre Francisco y de todos los Santos, para que el mismo Señor que nos concedió un buen comienzo, conceda asimismo el incremento y también la perseverancia final. Amén» (TestCl 77-78).

El Señor esté siempre con vosotras y haga que vosotras estéis siempre con Él.

Roma, 11 de agosto de 2002, Fiesta de Santa Clara.
Fray Giacomo Bini, ofm, vuestro hermano y Ministro.
11:37:00 p.m.

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