San Francisco y el trabajo
La humildad sin medida y el deseo de obedecer a Dios y ayudar prácticamente a los hombres hacen de San Francisco el más fiel intérprete del concepto cristiano del trabajo.
También en esto le favorecen las inclinaciones naturales. Hijo de un mercader, salido de la burguesía comunal, tiene sus cualidades productoras y constructoras, sin el defecto máximo: el egoísmo doméstico. Su misma ambición juvenil de los lozanearse de grande y obsequiar magníficamente revela en realidad un noble concepto del dinero, un considerarlo producto del trabajo, que debe circular y no estancarse; afirmación de personalidad, instrumento de dominio; dominio que hasta entonces se lo explica él en la forma mejor: socorrer, ayudar, favorecer.
Después de la conversión, el trabajo reviste para San Francisco la forma de amor: amor para con Dios legislador, que nos impuso el trabajo en castigo de la culpa; amor para con Cristo Redentor, que del trabajo nos dio ejemplo; amor para con los hombres, a quienes urge la obra de la voluntad inteligente sobre la tierra y sobre las cosas; amor para con las criaturas inferiores, que, mediante el trabajo, se transforman y son útiles.
San Francisco trabaja y hace trabajar.
Al principio trabaja de albañil y hasta de peón, reparando la iglesita de San Damián, la de San Pedro, la de Santa María de los Ángeles, sacrificando en esta humilde tarea la inclinación a la soledad, que acompaña, como en todas las conversiones, los comienzos de la suya.
Trabaja desde el momento en que el Evangelio, oído en la Porciúncula el 24 febrero de 1208, le ordena la reconstrucción espiritual de la Iglesia mediante el apostolado; ahora es el obrero de la Palabra, y las palabras emplea con más atención, con más compás, con más conciencia que las piedras para la reedificación de San Damián.
Su palabra, tan rica de sentido en su sencillez, tan persuasiva en la viveza de la narración, tan sustanciosa en las aplicaciones morales y tan precisa en la estrechez de la conclusión, es también acción, porque obra sobre los demás y les hace obrar.
En la predicación trabaja sobre sus fuerzas; habla a las muchedumbres, a los individuos; recorre leguas y leguas a pie descalzo, llevando de ciudad en ciudad la palabra de Dios, sin reparar en fatigas ni dolores, en tanto grado, que ni las graves dolencias físicas, ni los desalientos morales, ni el tormento de los Estigmas son bastantes a detenerle. Se consume en el apostolado de la Palabra de Dios.
El trabajo es para Francisco una necesidad y un deber; léanse estas líneas de la Regla para sus frailes: "quiero que todos mis frailes trabajen y se ejerciten humildemente en obras buenas para huir del ocio, enemigo del alma; para hacer menos gravosos a los hombres, para ganarse la vida honestamente. Los que saben trabajar, trabajen y ejercítense en el oficio que supieren, y los que no saben ninguno, apréndanlo, mas cuiden trabajar con fidelidad y devoción, de modo que no extingan el espíritu de oración, al que deben servir todas las cosas temporales; y guárdanse de no recibir en pago sino las cosas necesarias al cuerpo, salvo dinero, y esto humildemente, como conviene a los siervos de Dios y a los seguidores de la santísima Pobreza".
No cabe declarar tantas cosas en menos palabras: los motivos naturales y sobrenaturales de trabajo, el respeto a la vocación individual, la manera de trabajar, la unificación de la vida activa y la contemplativa, la unión de la pobreza y el trabajo. Estos dos últimos puntos constituyen el aspecto más original del pensamiento de San Francisco respecto del trabajo, ya que San Benito, con la fórmula ora et labora, fue el grande iniciador de la vida mixta, pero vivida en el claustro, al paso que San Francisco trae la vida mixta fuera del claustro, al medio del mundo, donde las necesidades materiales y el decoro social la hacen más edificante, pero también más difícil.
Más original, según el concepto de San Francisco, es la íntima relación de pobreza y trabajo. Excluyendo San Francisco, para así y para los suyos, la posibilidad de un verdadero patrimonio, siquiera fuese colectivo, apura el don de sí mismo en la acción sin recompensa, en la humildad de haber que pedir, y eventualmente mendigar, después de haber dado todo.
Por otra parte, esta expoliación radical de los propios derechos, y hasta del derecho de propiedad sobre los frutos del propio trabajo, es el más legítimo del cual el hombre se apega tenazmente, parte viva de sí mismo, preserva el trabajo de las consecuencias de la posesión: tentaciones, preocupaciones, melancolías, y le confiere un goce superior al que todo trabajo trae consigo. El trabajo en pobreza, tras la oración de alabanza y gratitud, es nueva fuente manantial de alegría franciscana.
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