Los tiempos que prepararon la época de San Francisco

Nacimiento de San Francisco de Asís


Al nacer Francisco en 1182 en un común de Italia, recatado en la falda del apellido umbro, la sociedad presenta un aspecto singular.

La unidad mí el universalismo medievales no han hallado todavía la completa expresión filosófica y artística que lograrán en el siglo siguiente con la gran síntesis de la escolástica, las grandes catedrales góticas y, finalmente, con la Divina Comedia. Con todo, unidad y universalismo medievales van perdiendo ya su trabazón política y religiosa.

En efecto, a la muerte de Federico Barbarroja el imperio es considerado más como enemigo que se ha de combatir que como autoridad digna de todo respeto; en Alemania se ve resquebrajado por los grandes feudatarios y las ciudades libres; en Italia, por los comunes.
Por otra parte, si las doctrinas reinantes en las escuelas y entre las personas cultas son las de la Iglesia; si la Iglesia, después de la reforma de Gregorio VII, ha ido creciendo en fuerza disciplinaria y expansiva,, en santidad y la autoridad; si ha tenido pontífices eminentes como sacerdotes y hasta como juristas y como políticos; si está a punto de alcanzar, con Inocencio III, uno de los momentos más brillantes historia, en la plebe germinan las herejías y se propagan con la rapidez prolífica del microbio.

Entretanto, en tal comienza a dibujarse un hecho nuevo. Entre las dos grandes potencias, la Iglesia y el imperio, apoyada por los obispos y combatida por los locatarios hace su aparición una tercera potencia: el común. Como un significa núcleos de población que trabajan, producen, trafican, viajan, manejan el dinero y con el dinero el poder, y quieren gobernarse por sí mismos, aboliendo servidumbres feudales e injerencias de vasallos grandes y pequeños.

Común significa concentramiento de colonos dispersos, lenta absorción de la plebe del campo en la urbana, substitución de la economía rústica por la monetaria, aumento de ferias y mercados, multiplicación de modestas empresas industriales y comerciales en las que se desenvuelve y perfecciona el artesanado al través de la especialización individual coordinada en los maestrazgos.

Esta mudanza radical en el orden político y económico, que se trama aún dentro de la universalidad del imperio, produce una vida harto más activa y móvil que la feudal, con exigencias de espíritu muy diferentes, que se manifiestan, entre otras cosas, en un hecho tan significativo como la difusión y empleo, aún para los actos oficialesd, de la lengua romance. La transformación de una lengua es cosa tan importante, que no se verifica sin una mudanza profunda en la civilización: el idioma vulgar anuncia un pueblo nuevo.

Este pueblo nuevo, constituido en común, portábase a la jerarquía feudal y, lo que es más, a la influencia benéfica de una de las mayores fuerzas de la Iglesia: el monacato.

Desde que San Benito adaptó al occidente latino la vida y cenobítica, insertando en ella el principio del trabajo y de la moderación haya practicado la elaboración y de la austeridad, las abadías habían sido grandes centros de que en acción, de educación, de cultura en la edad bárbara y en la feudal.

Junto a los castillos, y a menudo como un rival de su prepotencia, alzábase en la abadía, que, con sus dependencias, formaba un villorrio de labriegos, bajo la dirección del abad y los monjes. Las abadías tenían sus bibliotecas y sus escuelas; emprendían el mejoramiento de vastas extensiones de terreno, desecaban pantanos, roturaban baldíos, y juntamente con la agricultura, el orden y el bienestar llevaban la cruz a parajes donde todavía eran adorados los ídolos.

Por iniciativa de San Gregorio Magno los benedictinos resultaron los primeros misioneros; San Agustín de Cantorbery, con sus 40 monjes, convirtió a Inglaterra; San Bonifacio, a Alemania; San Adalberto, a Hungría y Bohemia. La regla benedictina, amoldándose a los tiempos, produjo otras ramas ansiosas de renovación, como la cluniacense y la cisterciense en Francia, y la de los camaldulenses y valleumbrosinos en Italia.

Por estas ramas vigorosas del tronco benedictino, que florecen en los siglos X y XI, fueron conquistadas para el Iglesia y la civilización zonas todavía bárbaras de Alemania, Escocia, Irlanda y Escandinavia. En los primeros decenios del siglo XIIbrilla entre los cistercienses un prócer que, obedeciendo órdenes de Roma, les ampara el claustro y recorre los pueblos como reformador de conventos y misionero de cruzadas, pero continuando, como en su celda, subida de altísimo contemplativo: San Bernardo de Claraval.

San Bernardo fue una excepción; en general, los monjes no salían de la clausura. Y ahora, en los primeros años del siglo XIII, su voz no puede llegar hasta aquellos ciudadanos de Italia que trabajan y sufren en los comunes, y a la jineta sobre mulos pasan los Alpes con sus piezas de paño, sus fardos de lana y las bolsas de sus monedas, recientemente acuñadas, flamantes caballeros de nuevas aventuras, formados en una actividad que ya en la nuestra, moderna.

En vez de los monjes llegan del otro lado de los Alpes a este pueblo de burguenses: cátaros, patarenos y valdenses, diseminando sus principios de pretenso retorno a la vida evangélica, de pobreza, trabajo, comunismo y rebelión a la Iglesia.

Se hacían escuchar, mezclándose con los artesanos, penetrando en los corrillos de comadres; daban principio a su arenga con un tema que a todos halagaba: las costumbres del clero; difamaban a los sacerdotes, a los obispos, a los monjes, a veces no sin algún fundamento, para venir a la conclusión de que ellos eran los pobres, los castos, los verdaderos secuaces de Cristo; explicaban el Evangelio al público en lengua vulgar, cuando en las iglesias se usaba el latín; algunos difundían ideas apocalípticas de un próximo anticristo que encantaban a las muchedumbres, y todos, en fin, con el tema de la pobreza tocaban íntimos intereses que empezaban a dibujarse en aquella sociedad donde si no los nobles y los siervos, se distinguían ya los mayores y los menores.

Después de mediado el siglo XII estas voces proféticas se vigorizan por obra de Joaquín de Fiore, que predecía una tercera edad, edad del espíritu, edad de la purificación de la Iglesia. Aquellas doctrinas y estas oscuras profecías turbaban los ánimos, los cuales no se engolfaban en el trabajo de modo que olvidasen el problema de la eternidad, vivísimo en aquel siglo para el que la religión tenía un valor total.

Entretanto, las fuerzas antiguas subsistían al lado de las nuevas; imperio, feudalismo, caballería eran todavía instituciones, no palabras; aún decayendo conservaban una grandeza propia, destinada a crecer en la imaginación y en el arte, al paso que se iba extinguiendo en la realidad, hasta que el recuerdo la convirtió en poesía.

La caballería tuvo un ocaso heroico en las Cruzadas, las cuales, al paso que habrían un desagüe al viejo mundo rural, ofrecían coeficientes ideales y económicos a la nueva sociedad. En efecto, de una parte el entusiasmo por las gestas heroicas, el valor personal, la belleza de la fe y la sed de aventuras en tierras lejanas reavivaron en los caballeros el entusiasmo por el rescate del Santo Sepulcro de manos de los infieles, mientras el ideal evangélico revivido en el país de Jesús fascinó a los verdaderos creyentes y ellos pasó a las muchedumbres.

Por otra parte, la escala en los puertos de oriente y la facilitación de los intercambios comerciales mediante el conocimiento directo de los pueblos atrajeron a las repúblicas costeñas y a la burguesía que vivía del tráfico.

Al través de esta complejidad hechos la vida de los pueblos europeos y especialmente de los italianos, los cuales si fueron los más tardíos en desligarse, formando nación, del mundo antiguo, son ahora los más precoces en asomarse con fisonomía propia al nuevo, se orienta cada vez más hacia la acción.

El medievo feudal tiene, en cierto sentido, stabilitas loci (estabilidad local). El terruño ata, y la estabilidad tiende a la contemplación. El común, al contrario, es movimiento, y el movimiento, acción. De donde resultan dos estados de ánimo diferentes. Al primero había provisto la Iglesia con las grandes instituciones monásticas, domadoras de bárbaros, educadora de caballeros y siervos de la gleba, consoladoras de opresores arrepentidos y oprimidos; mas, a los nuevos burguenses, refractarios al latín, que se aburrían con los largos cantos litúrgicos, que ya no hallaban tiempo para subir en busca de paz a una materna abadía, que comenzaban a leer y escribir por su cuenta y para sus cuentas, que ofrecía la Iglesia la obra de los sacerdotes, a veces óptima, a veces deficiente, no proveía a todo.

Las herejías se infiltraban en las masas populares, señaladamente en el artesanado menudo de sutores, sartores y textores, que daban la máxima contribución a las sectas. A fines del siglo XII los pueblos cristianos sienten un doble apremio: uniformar la vida más estrechamente al Evangelio, a valorar cristianamente las nuevas formas de vida, en especial aquella que va a ser el distintivo de la civilización moderna: la acción. Y entonces el Señor envió a San Francisco.
11:39:00 p.m.

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