¿Ayudar a tantísima gente necesitada? Tú puedes con esta actitud interior

Jesús me habla hoy de un hombre al que nadie veía:

“Un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que caía de la mesa del rico. Y hasta los perros venían y le lamían las llagas”.

Lázaro era un mendigo invisible. No lo veían. No tenía para comer, para hacer fiestas, para vivir con seguridad. Nadie lo veía. Era injusto.

Hay muchas cosas injustas. El corazón se rebela cuando veo la injusticia. Me duele esa riqueza para la que la pobreza es invisible.

Me duele que el que tiene mucho no quiera ayudar al que no tiene, sostenerlo, animarlo, levantarlo. Me duele cuando yo mismo dejo de lado al que sufre y no veo la injusticia. Porque pienso sólo en mí, en mis problemas.

Veo con facilidad la injusticia cuando soy víctima de ella. En esos momentos grito, reclamo, exijo. Quiero que cambien las cosas. Porque me afecta la injusticia. Porque soy yo el herido, el abandonado, el tratado injustamente.

En esos momentos me molesta mi invisibilidad. Clamo para que me vean y me respeten y me socorran. Me encaro al rico y poderoso que pasa por delante de mi pobreza injusta. Cuando soy yo sí que importa todo lo injusto.

Pero luego permanezco ignorante de la injusticia que sufren otros. No veo al que me pide, me reclama y exige. No lo veo o lo ignoro. Porque tengo prisa y no me da la vida para atender a todos.

O tal vez sospecho de las intenciones del que pide. No creo en la sinceridad del mendigo. ¿Me estará engañando? ¿Para qué querrá mi dinero? Mi duda justifica mi ceguera e indiferencia. No siento la culpa porque desconfío del pedigüeño.

Por eso lo evito y cierro los ojos, para que no me perturbe. Yo no puedo ayudarlo, me digo. Es demasiado pobre y yo no tengo tiempo, ni dinero, ni medios.

Y sigo a lo mío, banqueteando, preocupado sólo de mí mismo. Y me olvido de los rostros que piden, de los ojos suplicantes, de los gritos de ayuda.

Hago oídos sordos a los que gritan en medio de mi camino. Cierro los ojos ante las heridas de todos los que sufren. Y sigo mi camino como si no pasara nada. Como si no estuvieran ellos allí para molestarme.

Me escondo de la realidad tratando de vivir escondido en mi huida. Logro así que ese mendigo que tiene nombre desaparezca de mi vista. No existe ya para mí. No forma parte de mi vida. No está presente.

Hace tiempo vi una película que me conmovió, Cafarnaún. Nadine Labaki, la directora de la película hablaba de los niños que mendigan en la calle:

“Cuando los vemos, giramos la cabeza. No queremos ayudarlos porque si no pensamos que estamos perpetuando el sistema o que ayudamos a las mafias. Pero nos olvidamos de mirar a esos niños, de ponernos en su piel para imaginar qué estarán pensando cuando ven que les apartamos la mirada. ¿Cómo podemos vivir nuestras vidas con tantas contradicciones, con toda esa gente viviendo marginada? Esta película fue mi trabajo para entender el por qué. Hablé con las familias de estos niños, con la gente que vive en los barrios marginales, para entender por qué los marginamos, por qué los deshumanizamos, por qué los apartamos”.

Los marginados, aquellos a los que nadie ve, son los invisibles. Los miserables que no merecen una mirada de misericordia.

Yo me sigo refugiando en mi lugar seguro desde donde puedo continuar viviendo como yo quiero, como si no hubiera injusticias a mi alrededor.

Vivo en mi soledad a mi manera. Sin pensar en los que tienen necesidad cerca de mí. No me importan. No son carne de mi carne.

Se me olvida una verdad muy honda. Jesús vino a mi carne para salvarme. Tomó la condición de esclavo. Tomó mis ojos para ver las cosas desde mi altura.

Vino para enseñarme una manera diferente de vivir la vida. Una forma nueva de amar al que es como yo y sufre continuamente injusticias. Leía el otro día:

“El rabino Yosuhua ben Leví se acercó al profeta Elías cuando este se encontraba a la entrada de la cueva del rabino Simeón ben Yohay. Le preguntó a Elías: – ¿Cuándo vendrá el Mesías? –Vete y pregúntaselo tú mismo, le respondió el profeta: – ¿Dónde está? Sentado a las puertas de la ciudad. ¿Cómo lo reconoceré? Está sentado entre los pobres cubiertos de heridas. Los demás se descubren sus heridas, todas a la vez y se las vendan de nuevo. Pero él se levanta los vendajes uno a uno y se los va colocando de nuevo uno a uno, diciéndose a sí mismo: quizás me vayan a necesitar. Si es así, tengo que estar siempre preparado, de tal forma no tarde un instante en aparecer”.

Jesús quiso que mi actitud fuera la generosidad en todo momento. Quiso que pensara en mis heridas, pero que las curara una a una. Para estar listo cuando vinieran a pedirme ayuda.

Quiso que pensara en el que está peor que yo y le diera mi vida. Todo mi tiempo y no sólo una parte. No quiso que sólo diera a los necesitados lo que me sobraba. Quiso que diera lo que yo mismo necesitaba.

Esa actitud es la que yo quiero tener en mi entrega. Sé que no es tan sencillo. Para lograrlo tengo que salir de mí mismo. E iniciar el camino que me lleva al encuentro del otro.

Pienso hoy en tantos Lázaros que viven a mi alrededor. No los veo y paso de largo. Le pido a Dios otra mirada para verlos, para amarlos, para cuidarlos.

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