Qué fuerte es el amor de Dios por su pueblo, a pesar de que este le haya dejado, le haya traicionado, se haya olvidado de Él. En Dios siempre hay una llama ardiente de la que brota la promesa de salvación para cada uno de nosotros. Papa Francisco, en la homilía de la misa en Casa Santa Marta, relee así el octavo capítulo del libro del profeta Zacarías, donde está escrito: “Así dice el Señor de los ejércitos: Siento gran celo por Sión, gran cólera en favor de ella. Así dice el Señor: Volveré a Sión y habitaré en medio de Jerusalén”. Gracias al amor de Dios, por tanto, Jerusalén volverá a vivir.
Y en la primera lectura son claros – observa Francisco – también los “signos de la presencia del Señor” con su pueblo, una ” presencia que nos hace más humanos”, que nos hace “maduros”. Son los signos de la abundancia de la vida, de la abundancia de jóvenes y ancianos que animan nuestras plazas, las sociedades, las familias.
El signo de la vida, el signo del respeto a la vida, del amor a la vida, el signo de hacer crecer la vida, y este es el signo de la presencia de Dios en nuestras comunidades y también el signo de la presencia de Dios que hace madurar a un pueblo, cuando hay ancianos. Es hermoso esto: ‘De nuevo se sentarán en las calles de Jerusalén ancianos y ancianas, hombres que, de viejos, se apoyan en bastones”, es un signo. Y también muchos niños, usa una expresión bonita, ‘hormiguearán’. ¡Muchos! La abundancia de la vejez y de la infancia. Este es el signo, cuando un pueblo cuida a los viejos y a los niños, los tiene como un tesoro, este es el signo de la presencia de Dios, es la promesa de un futuro.
La cultura del descarte es una ruina
Vuelve a las palabras del Papa su profecía preferida de Joel: “Vuestros ancianos soñarán, vuestros jóvenes tendrán visiones”. Hay así, repite, un intercambio mutuo entre ellos, cosa que no sucede cuando, al contrario, lo que prevalece en nuestra civilización es la cultura del descarte, una “ruina” que nos hace “devolver a su dueño” a los niños que llegan, o que nos hace adoptar como “criterio” el encerrar en residencias a los ancianos porque “no producen”, “porque impiden la vida normal”.
A la memoria del Papa vuelve el relato de la abuela, citado en otras ocasiones, para hacer comprender lo que supone descuidar a los ancianos y a los niños. Es la historia de una familia en la que el papá decidió trasladar al abuelo para que comiera solo en la cocina porque, al envejecer, se le caía la sopa y se manchaba. Pero un día ese papá, al volver a casa, encontró a su hijo construyendo la mesa de madera que él mismo tendría que utilizar cuando fuese anciano y se le aislara.
“Cuando se descuida a niños y ancianos” se acaba en los efectos de las sociedades modernas, que Francisco subraya hablando de tradiciones incomprendidas y de invierno demográfico.
Cuando un país envejece y no hay niños, ya no ves carritos de niños en las calles, no ves mujeres embarazadas: “Un niño, mejor no…”. Cuando lees que en ese país hay más jubilados que trabajadores. ¡Es trágico! Y cuántos países hoy empiezan a vivir este invierno demográfico. Y cuando se descuida a los viejos, se pierde – digámoslo sin vergüenza – la tradición, la tradición que no es un museo de cosas viejas, es la garantía del futuro, es el jugo de las raíces que hace crecer el árbol y que da flores y frutos. Es una sociedad estéril para ambas partes y así termina mal.
“Si es verdad”, añade el Papa, “la juventud se puede comprar”: hoy hay muchas empresas que la ofrecen en forma de maquillaje, cirugía plástica y lifting, pero – es la reflexión de Francisco – todo acaba siempre en el “ridículo”
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