El significado de la palabra rutina está vinculado a una ruta ya conocida, a un camino habitual, ya trillado, por el que pasamos continuamente.
Desde hace ya unas semanas hemos ido recuperando nuestra actividad regular después del descanso veraniego (para los que lo hayan podido disfrutar). Es posible que durante estos días caigamos en lo que el papa Francisco llama “el peligro de la rutina cotidiana”.
¿Cómo podemos vivir este inicio de curso? Fijémonos por un instante en un día rutinario de la vida de Jesús.
Por la mañana, va a la sinagoga y predica; al mediodía, se acerca a casa de Simón; al atardecer, cura a varios enfermos y de madrugada se retira a un lugar solitario para orar (cf. Mc 1, 21-35).
Cristo vivía su jornada diaria con optimismo y esperanza porque su corazón estaba profundamente unido al de su Padre.
Es por esta razón que sabía conjugar con armonía la oración, la misión evangelizadora, el compromiso por los más débiles y las relaciones personales y familiares.
Cristo encontraba a Dios en los pequeños detalles de la vida, que a menudo pasan desapercibidos. Así, al final de la jornada, podía decirle con un corazón alegre: “Te doy gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a los pequeños” (cf. Lc 10, 21).
Entre otras muchas lecciones, Jesús nos enseña a ser contemplativos. Si somos capaces de mirar como Él miraba, viviremos nuestro día a día como si nos encontráramos ante un inmenso paisaje nevado, blanco, inmaculado, aún por estrenar y lleno de posibilidades para hacer el bien a los demás.
Cuando estamos atentos a las palabras de Cristo, aprendemos a vivir el tiempo no como una tiranía ni como una rutina cansina, sino como kairós, es decir, como un momento oportuno, favorable y gratificante. Así no nos hundimos en el océano del aburrimiento.
Jesús nos invita a vivir desde el primer minuto del día con amor y esperanza. El beato Charles de Foucauld tenía grabada una frase debajo de su despertador: “¡Es la hora de amar!”.
¡Llenémonos del amor de Cristo! Nuestra vida sería diferente si compartiéramos este amor con todos aquellos que nos vamos encontrando a lo largo de nuestra jornada.
La liturgia de la Iglesia nos ayuda a valorar nuestra vida de cada día. De las cincuenta y dos semanas que tiene el año, la mayoría forman parte del llamado “tiempo ordinario”.
Nos puede parecer un tiempo aburrido en el que no pasa nada interesante. Este tiempo ordinario puede ser tedioso, si lo vivimos solo para nosotros, pero ilusionante y lleno de retos, si lo vivimos para los demás y acompañados por Cristo.
Ojalá que en la rutina sepamos encontrar la alegría, la esperanza y las ganas de tirar adelante. Que todo lo que hagamos de palabra o de obra, seamos capaces de realizarlo en el nombre de Jesús (cf. Col 3,17) y por amor a los hermanos.
Por Juan José Omella, arzobispo de Barcelona
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