Si bien los cien días refrendan o no los buenos manejos y hacia dónde pueden caminar los planes nacionales de un mandatario, también demuestran qué tan eficaces son las transiciones en los sistemas gubernamentales y los ajustes de los puestos y cargos en la administración pública para renovar los sistemas burocráticos; sin embargo, en la Iglesia las cosas son distintas. Se ha dicho que el Santo Padre y la Sede Apostólica toman con más cautela los tiempos, no son apresurados, ponderan y miden bien las consecuencias, pero parece que Francisco tiene prisa porque el tiempo de Dios no es igual al de los hombres. El recuento de sus acciones y los acontecimientos de su pontificado han impactado por los gestos sencillos, sin complicaciones; pobreza exigida a la Iglesia, que no pauperismo, para despertar de un letargo espiritual y demostrar la novedad de una verdad tan antigua como el mismo cristianismo. Las crisis han acompañado a la Iglesia desde su nacimiento, herejías, cuestiones de autoridad, nepotismo, poder, han amenazado su estructura… el edificio eclesial ha resistido a los vendavales vencidos por su solidez, pero la última crisis necesitaba preparar el camino para que otro llegara a dar una esperanza tomado la estafeta de sus predecesores y provocar a una revolución, como Francisco mismo lo ha llamado, al seno de la cristiandad; bajarse de la sedia gestatoria y caminar para dejar huella en la senda de los sufrientes.
Lo que cautiva es lo que aparece cada semana, los gestos de proximidad, de amor, de aprecio sincero por la persona poniéndose en los zapatos del otro; sentir el sufrimiento y asociarse a él porque no le es extraño o ajeno. La Plaza de San Pedro se ve abarrotada y, como hiciera Juan Pablo I, las catequesis de Francisco se acercan al drama y al dolor humano cotidianos, con sencillez del lenguaje de todos los días, alejando lo numinoso del pontificado para bajar a la tierra el servicio de la caridad para el prójimo y los hermanos.
Estos cien días del Papa Francisco no han sido de prueba y medición como si fueran para un dignatario o jefe de Estado más; por el contrario, desde el inicio del pontificado han sonado las advertencias sobre lo que no debe ser la Iglesia y si queremos ser convincentes debemos, precisamente, aniquilar lo corrupto y pecaminoso para caminar de lado de Cristo, Él, verdadera revolución, como afirmó el lunes 17 de junio en la apertura del Congreso Eclesial de la Diócesis de Roma.
Hay dos aspectos que destacan en los primeros cien días de este pontificado y van directamente a las llagas abiertas de la Santa Iglesia y de una sociedad injusta y explotadora. El primero de ellos, a nivel eclesial, son las duras advertencias que el Papa ha hecho sobre los cristianos y la forma en la que hemos tratado al Cuerpo de Cristo. Y recuerda la predilección de Dios por los pobres de Yavé, los desposeídos y dolientes, los seres humanos sufrientes, quienes desde la tradición veterotestamentaria están en el pensamiento de Dios y en el amor de una Iglesia que no debe ser burocrática sino fincada en la misericordia y la caridad para revolucionar la historia. Es curioso, pero ahora vuelven al léxico eclesiológico sustantivos y adjetivos condenados y arrojados al baúl de los errores teológicos: revolución y liberación ahora se convierten en consignas, pero no en el sentido ideológico que se les quiso dar en tiempos ya superados. ¿Cuál es la vía para esta revolución? Desde luego el bautismo que conduce a la gracia, pero en particular la exigencia de pastores que se crean Pastores y no administradores de sacramentos en un altar hierofánico de insuperable acceso e imposible comprensión. Francisco llamó la atención a los obispos para ser sabios, hombres como el buen vino añejo, orgullosos de su ancianidad espejo de sabiduría. El 23 de mayo, en la profesión de Fe con los obispos de la Conferencia Episcopal Italiana, el Papa recordó a los sucesores de los apóstoles el sentido de ser Pastores: Caminar cada día en la gracia, orantes para caminar delante del rebaño y estar dispuestos a dar la vida. Duras palabras al señalar a prelados, presbíteros y diáconos sometidos a la tentación del carrerismo, fariseos del Evangelio para vestir sotana y alzacuellos reverenciados con los honores los cuales el Papa no aprecia porque esos títulos de noble, “no se llevan con el nombre de Francisco”.
En resumen, sacerdotes misericordiosos para apacentar y no sabotear los planes de Dios y ser alegres por el llamado: “Por favor, no os canséis de ser misericordiosos. A los enfermos les daréis el alivio del óleo santo, y también a los ancianos: no sintáis vergüenza de mostrar ternura con los ancianos. Al celebrar los ritos sagrados, al ofrecer durante el día la oración de alabanza y de súplica, os haréis voz del Pueblo de Dios y de toda la humanidad”. (21 de abril, homilía en ocasión de las ordenaciones presbiterales).
El segundo aspecto es el de la corrupción imperante en la sociedad. El 17 de mayo y el 3 de junio, Francisco hablaría de esta lacra apabullante de nuestras sociedades. Ser pecador no es el problema central, diría, sino no dejarse transformar: “Pedro era un pecador, pero no un corrupto, pecadores sí, todos: corruptos, no”. Y Francisco señaló a quienes quieren vivir de forma autónoma, sin Dios, para apoderarse de la viña, de lo que no les pertenece, que hablan de ética y son hipócritas, "Judas comenzó de pecador avaro terminó en la corrupción. Es un camino peligroso el camino de la autonomía: los corruptos son grandes olvidadizos, han olvidado este amor con que el Señor ha hecho la viña, ¡los hizo a ellos! ¡Han roto con este amor! Y se convierten en adoradores de sí mismos. ¡Cuánto mal hacen los corruptos en la comunidad cristiana! Que el Señor nos libre de transitar por el camino de la corrupción".
Las palabras de Francisco causan incomodidad sobre todo en un país como el nuestro donde la corrupción parece ser un ejercicio normal y justificable; nos admiramos y escandalizamos por los grandes paquetes de dinero que políticos se embolsan, delitos que, in fraganti, son del conocimiento de la opinión pública; nos indigna cómo los grupos parlamentarios se baten y revuelcan señalando y acusando por el control de los recursos públicos en el poder legislativo y, no obstante, la corrupción es vista como actividad ordinaria, como un baluarte nacional, algo obligado desde los pequeños sobornos hasta el “entre” para evitar las obligaciones por las infracciones cometidas. Corrupción que, como diría Francisco, es un peligro para la sociedad y más aún para las comunidades cristianas.
El programa de Francisco ha calado muy duro en los cristianos. Si los aspectos anteriores han llamado la atención, causa más asombro el hecho de la exigencia de una Iglesia límpida y auténtica cuya Cabeza es Jesucristo donde pastores y fieles, en comunión, caminan hacia un fin sobrenatural que se va construyendo aquí y ahora. Para que la Iglesia sea instrumento universal de salvación y creíble ante los seres humanos, se debe recuperar este estupor impactante de los primeros cristianos ante la resurrección. Comunicadores y especialistas, analistas y neófitos, han dado sus muestras de optimismo por la reforma de la curia y la actualización de las estructuras burocráticas vaticanas; sin embargo, sinceramente, eso no es la Iglesia católica. Los cien días de Francisco indican lo que la Iglesia no es para recuperar el patrimonio escondido en el Evangelio; la Iglesia no es sólo un Banco o una Curia, Francisco ha querido llegar al corazón de todos los bautizados para reactivar la vocación sobrenatural desde nuestro bautismo. Lo que nos ha dañado, señala, es “el espíritu del mundo, las riquezas, el espíritu de la vanidad, la soberbia, el orgullo”. En cien días, Francisco ha convocado a una revolución de la cristiandad a través de la alegría, de la misericordia y la sinceridad dándonos cuenta de alguien a quien, por nuestra fragilidad, perdemos de vista. “¿Qué es lo más importante? Jesús. Si vamos adelante con la organización, con otras cosas, con cosas bellas, pero sin Jesús, no vamos adelante; la cosa no marcha. Jesús es más importante. Ahora desearía hacer un pequeño reproche, pero fraternalmente, entre nosotros. Todos habéis gritado en la plaza: «Francisco, Francisco, Papa Francisco». Pero, ¿qué era de Jesús? Habría querido que gritarais: «Jesús, Jesús es el Señor, ¡y está en medio de nosotros!». De ahora en adelante nada de «Francisco», ¡sino Jesús!” (Vigilia de Pentecostés con los movimientos eclesiales, sábado 18 de mayo)
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