Santa Margarita María Alacoque, Promotora del Sagrado Corazón de Jesús: Infancia y Juventud


Sus padres fueron Claudio Alacoque, juez y notario regio, y Filiberta Lamyn. Tuvieron siete hijos, cuatro hombres y tres mujeres. Sólo tres de ellos aparecen en la vida de Margarita, pues los otros murieron niños o jóvenes. Los dos hermanos sobrevivientes fueron Crisóstomo y Santiago. Crisóstomo era dos años mayor que ella y era abogado. Fue alcalde perpetuo del pueblo de Bois-Sainte-Marie. Se casó con Angélica Aumonier y tuvo once hijos. Al morir su esposa, se casó en segundas nupcias con Estefana Mayuzer con la que también tuvo once hijos.

Su otro hermano, Santiago, fue párroco del mismo pueblo de Bois-Sainte-Marie. Era doctor en derecho civil, en derecho canónico y en teología. Murió en 1712 y fue enterrado como su hermano Crisóstomo en la iglesia del pueblo, en la capilla del Sagrado Corazón que Crisóstomo había construido en vida de su hermana Margarita María.

En las Letras Decretales emitidas por el Papa Benedicto XV para su canonización se dice entre otras cosas: Nació Margarita María el 22 de julio de 1647, en Lhautecour, diócesis de Autun. Fue madrina de bautismo Margarita de Saint-Amour; la cual, al llegar su ahijada a los cuatro años, quiso tenerla consigo en el castillo llamado Corcheval. Encargó el cuidado y vigilancia de la niña a dos criadas de la casa. Una de ellas era amable y muy solícita, pero de ésta se apartaba Margarita; la otra era más severa, pero la niñita se servía de ella de buen grado: lo cual hacía por haberle revelado el Señor que la una estaba en su divina gracia y la otra carecía de ella.

Así pues, amaestrada por Dios, pudo librarse de los lazos que la mala armaba a su inocencia. Porque era muy grande su amor a la pureza que ya entonces infundía a Dios en el corazón de esta inocente doncellita y, sin saber lo que decía, repetía muchas veces: “Señor mío, yo te consagro mi pureza y hago voto de perpetua castidad”.

Pronto comenzaron a llover sobre ella las desgracias; porque, cuando apenas contaba con ocho años de edad, murió su padre y su madre, que tenía que mirar por cinco hijos, llevó a Margarita a las religiosas de santa Clara del pueblo de Charolles, en donde hizo su primera comunión a los nueve años. Deseaba ardientemente quedarse para siempre entre las religiosas para llegar a la santidad que ellas tenían, pero se vio atacada al poco tiempo de tan pertinaz molestia que no tuvo más remedio su buena madre que llevarse a casa a esta su hijita, y la niña pasó cuatro años sin poder dar un paso (1).

En su vida escrita por sus contemporáneas (2) se dice: Siendo niña de cuatro a ocho años, su mayor deseo era pasar días enteros delante del Santísimo Sacramento. Cuando no la encontraban en casa, sabían que con ir a la iglesia estaban seguros de encontrarla allí. Desde esa época perdió el gusto por las oraciones vocales, que no podía rezar delante del Santísimo Sacramento, donde se sentía tan absorta que se hubiera quedado sin comer ni beber. No se daba cuenta de lo que hacía, pero experimentaba ardientes deseos de consumirse en la presencia del Señor como un cirio ardiente, pagándole amor por amor (3).

No podía quedarse a la entrada de la iglesia por mucha confusión que sintiese. Se acercaba cuanto podía al altar. Juzgaba felices y tenía santa envidia de quienes comulgaban con frecuencia.

Pero veamos los que nos dice ella misma en su Autobiografía: Tan pronto como tuve conciencia de mí misma, Señor, me hiciste ver la fealdad del pecado y se imprimió tanto horror de él en mi corazón que la más leve mancha me era un tormento insoportable. Bastaba decirme que tal cosa era ofensa a Dios y eso me retenía y me apartaba de lo que deseaba hacer.

Sin saber lo que significaban, me sentía continuamente impulsada a decir: “Dios mío, te consagro mi pureza y te hago voto de perpetua castidad”.

La Santísima Virgen ha tenido siempre un cuidado muy grande de mí, a ella recurría yo en todas mis necesidades y ella me ha librado de grandísimos peligros. No me atrevía de ningún modo a dirigirme a su divino Hijo, sino que acudía siempre a ella y le ofrecía la corona del rosario con las rodillas desnudas sobre la tierra.

Perdí a mi padre siendo muy niña y, como era la única hija…, hasta la edad de ocho años y medio me criaron sin más educación que la de los criados y campesinos. Me llevaron a una casa religiosa donde me hicieron comulgar, cuando tenía nueve años. Esta comunión derramó tanta amargura en todos los placeres y diversiones que ya no podía encontrar gusto en ninguno. Cuando quería tomar algún recreo con mis compañeros, sentía siempre no sé qué cosa que me apartaba de ellas y me arrastraba a algún rinconcito y no me dejaba reposar hasta que seguía ese impulso, que me obligaba a ponerme en oración, casi siempre postrada o con las rodillas desnudas o haciendo genuflexiones, si no me veía nadie, pues no había mayor tormento para mí que el que alguien me encontrase de ese modo.

Pero caí en un estado de enfermedad tan deplorable que estuve casi cuatro años sin poder andar. Los huesos me rasgaban la piel por todas partes, lo que fue causa de que no me dejasen más que dos años en este convento. Nunca se pudo hallar ningún remedio a mis males hasta que me consagré a la Santísima Virgen, prometiéndole que, si me curaba, sería con el tiempo hija suya. No bien hice este voto, cuando recibí la salud con una nueva protección de la Santísima Virgen, la cual se hizo de tal modo dueña de mi corazón que me consideraba y me guiaba como a cosa suya, reprendiendo mis faltas y enseñándome a hacer la voluntad de Dios(4).

Tan pronto como comencé a respirar el aire de la salud, me incliné a la vanidad y al afecto de las criaturas, presumiendo que el tierno amor que me profesaban mi madre y mis hermanos me dejaría en libertad para entregarme a algunas ligeras diversiones, dándome para ellas todo el tiempo que desease… En casa no teníamos autoridad alguna ni nos atrevíamos a hacer nada sin permiso. Era una guerra continua. Todo lo cerraban con llave de tal suerte que con frecuencia ni aún hallaba con qué vestirme para ir a misa, teniendo que pedir prestados cofia y vestido. Comencé entonces a sentir mi cautiverio que llegó a tal punto que no podía hacer nada ni aún salir de casa sin el consentimiento de tres personas(5).

Desde ese tiempo dirigí todos mis afectos a buscar mi gozo y mi consuelo en el Santísimo Sacramento del altar. Pero, estando en una aldea alejada de la iglesia, no podía ir a ella sin el permiso de esas tres personas y sucedía que, cuando una lo quería, la otra me negaba su consentimiento... Estando así, sin saber dónde refugiarme, iba a algún rincón del huerto, al establo o a otro lugar secreto, en donde podía ponerme de rodillas para derramar mi corazón en amargas lágrimas delante de Dios por medio de la Santísima Virgen, mi buena madre, en quien había puesto toda mi confianza, Y pasaba días enteros sin comer ni beber. Esto era lo ordinario; otras veces, algunas buenas almas del pueblo me daban por compasión un poco de leche o fruta por la tarde.

Cuando volvía a casa, era tal mi miedo y temblor que me parecía ser una criminal que iba a recibir la sentencia de condenación… En llegando a casa, me ponía enseguida a trabajar con los criados. Después pasaba las noches como había pasado los días, derramando lágrimas a los pies del crucifijo, el cual me manifestó, sin que yo lo comprendiese, que quería ser el dueño absoluto de mi corazón y hacerme en todo conforme a su vida dolorosa; para lo cual quería constituirse en mi Maestro (6).

La cruz más pesada era no poder suavizar las penas de mi madre para mí cien veces más duras que las propias. Cuando la veía enferma, mi dolor llegaba al sumo grado; ya que, como no tenía más amparo que a mí ni nadie más que la sirviese, sufría mucho. Sucedía además no pocas veces que, por estar todo cerrado con llave, me veía obligada a mendigar hasta los huevos y otras cosas necesarias a lo enfermos. No era esto pequeño tormento para mi natural tímido, teniendo que pedirlo en casas de campesinos que con frecuencia me decían más de lo que hubiera deseado... En medio de las angustias en que constantemente me hallaba sumergida, no recibía sino burlas, injurias y acusaciones.

El día de la circuncisión de Nuestro Señor, habiendo ido a misa para pedirle que fuese Él mismo el médico y el remedio de mi pobre madre, que estaba con una gravísima erisipela en la cabeza y con gran hinchazón e inflamación, el Señor se portó tan misericordiosamente que a mi vuelta encontré a mi madre con la mejilla reventada, con una llaga casi tan ancha como la palma de la mano, de la cual salía un hedor insoportable sin que nadie se atreviera a acercarse a ella. A los pocos días, se curó contra el parecer de todos.
Durante el tiempo de sus enfermedades, no me acostaba, dormía muy poco y casi no tomaba alimento, pasando con frecuencia días enteros sin comer. Pero mi divino Maestro me consolaba y me sostenía, dándome conformidad perfecta con su santísima voluntad (7).

Una vez, en tiempo de carnaval, estando con otras jóvenes, me disfracé por vana complacencia. Lo que ha sido para mí durante toda la vida motivo de dolor y de lágrimas. También usaba vanos adornos por el mismo motivo de complacer vanamente a las personas de la casa (8).

A medida que crecía en edad, se aumentaban mis cruces, porque el diablo suscitaba muchos buenos partidos según el mundo, que me solicitaban para hacerme faltar al voto que había hecho (de castidad)… Mis parientes y, sobre todo mi madre, me instaban en este punto… Esto me causaba un tormento insoportable, porque la amaba tiernamente y ella correspondía a mi cariño de modo que no podíamos vivir sin vernos. Por otra parte, el deseo de ser religiosa y el horror que tenía a la impureza, me acosaban sin cesar...

Comencé a frecuentar el mundo y a componerme para agradarle, procurando divertirme cuanto podía..., pero todo fue en vano; porque, en medio de las reuniones y fiestas, el Señor me lanzaba flechas tan ardientes que atravesaban mi corazón por todas partes, quedando sobrecogida de dolor, viéndome obligada a seguir al que me llamaba a algún sitio apartado, donde me reprendía severamente, porque estaba celoso de mi miserable corazón. Y, después de haberle pedido perdón con el rostro en tierra, me hacía tomar dura y larga disciplina (azotes) (9).

El temor que tenía de ofender a Dios me atormentaba más que cualquier otra cosa. Me asombraba de que no se abriera el infierno para enterrar a tan miserable pecadora como yo era. Hubiera querido confesarme todos los días y no podía hacerlo sino raras veces. Habiendo pasado varios años en todas estas penas…, se encendió de nuevo tan vivamente en mi corazón el deseo de la vida religiosa que me resolví a abrazarla, costase lo que costase. Pero esto no pudo realizarse hasta después de cuatro o cinco años (10).

En una ocasión, me dijo Jesús: “Te he elegido por esposa y nos prometimos fidelidad cuando hiciste el voto de castidad. Soy yo quien te instaba a hacerlo antes que el mundo tuviera parte alguna en tu corazón, porque lo quería del todo puro y sin mancha alguna de aficiones terrenas. Y después te confié al cuidado de mi Santísima madre para que te formase según mis designios”.

María me reprendió severamente cuando me vio dispuesta a sucumbir en la terrible lucha que sentía en mi interior; ya que, no pudiendo ya resistir a las persecuciones de mis parientes y a las lágrimas de mi madre, comencé a inclinarme a este parecer. Satanás también me decía continuamente: “Pobre miserable, ¿en qué piensas al pretender ser religiosa? ¡Vas a ser la irrisión de todo el mundo, porque de ningún modo vas a perseverar y qué vergüenza dejar el hábito y salir del convento!... No sabía qué partido tomar y mi divino maestro tuvo piedad de mí.

Un día, después de la comunión, me hizo ver que era el más hermoso, el más rico, el más poderoso, el más perfecto y el más cumplido de todos los amantes y que, siendo su prometida desde hacía tantos años, ¿cómo es que pretendía romper con ÉL y unirme con otro? (11).

Renové mi voto y le dije que, aún cuando me hubiese de costar mil vidas, jamás dejaría de ser religiosa y así lo declaré abiertamente, suplicando se despidiera a todos los pretendientes por muy ventajosos que me los presentasen (12).

Me llevaron a casa de uno de mis tíos que tenía una hija religiosa, la cual, sabiendo que yo quería serlo, no omitió medio alguno para llevarme consigo, pero no sintiendo yo ninguna inclinación a la vida de las Ursulinas, le decía: “Piensa que, si entro en vuestro convento, lo haré únicamente por amor a ti y quiero ir a un lugar donde no tenga parientes ni conocidos a fin de ser religiosa por amor a Dios”. No sabía dónde podría ser ni qué Orden abrazar, pues no conocía ninguna. Estuve a punto de consentir con sus importunos deseos, tanto más cuanto quería mucho a esta prima y ella se servía de la autoridad de mi tío, a quien no me atrevía a resistir, porque era mi tutor y me decía que me amaba como a una de sus hijas…, pero una voz secreta me decía: “No te quiero ahí, sino en Santa María” (13).

No me dejaban ir a verlas, aún cuando tenía varias parientas… Viendo un día un cuadro del fundador, san Francisco de Sales, me parecía que me dirigía una mirada tan paternalmente amorosa, llamándome hija, que, desde entonces, yo lo consideraba mi buen padre (14).

Durante el tiempo del jubileo vino a casa un religioso de san Francisco y pasó en ella toda la noche para darnos tiempo de hacer nuestras confesiones generales… Le dije que mi hermano me retenía en el mundo, pues ya hacía cuatro o cinco años que insistía yo en ser religiosa. De ello le puso tan grande escrúpulo que, después, mi mismo hermano me preguntó si continuaba en mi propósito de ser religiosa. Como le respondiese que prefería morir a mudar de parecer, prometió darme gusto en esto… Le dije: “Quiero ir a las de Santa María, a un convento distante donde no tenga parientas ni conocidas. Deseo abandonar el mundo por completo, escondiéndome en cualquier rinconcito.

Me propusieron varios monasterios, pero no me determinaba por ninguno. Sólo, cuando nombraron el de Paray-le-Monial, se dilató mi corazón de alegría y consentí en el acto…

Cuando entré de visita en el locutorio del convento de Paray, oí una voz interior que me decía estas palabras: “Aquí es donde te quiero”. Así que dije a mi hermano que arreglase mi entrada en él, porque jamás iría a otro sitio. Se sorprendió de mi resolución tanto más cuanto que no me había llevado allí más que para que conociese a las religiosas de Santa María…

Llegado el día tan deseado de dar el último adiós al mundo, sentí tal gozo en el corazón que estaba como insensible, tanto al cariño como al dolor que me demostraba, especialmente mi madre, y no derramé ni una lágrima al dejarlos (15).

1 Decretales, Gauthey, Vida y obra de santa Margarita María, en tres tomos, Ed. Católica, Madrid, 1921, vol 3, pp. 660-661.

2 La escribieron las hermanas Francisca Rosalía Verchère y Petra Rosalía de Farges, quienes tal como les había profetizado la sostuvieron en sus brazos al morir.

3 Vida escrita por sus contemporáneas, Gauthey, vol 1, p. 56.

4 Autobiografía, Gauthey, vol 2, pp. 30-31.

5 Ib. pp. 31-32. Las tres personas que le hacían la vida imposible eran su abuela paterna Juana Delaroche; su tía abuela paterna Benita de Meulin y Benita Alacoque, esposa de Santos Delaroche, tía paterna. La casa donde vivían pertenecía a la familia Delaroche y por ello debían estar a su entera disposición.

6 Ib. pp. 32-33.

7 Ib. pp. 35-36.

8 Ib. p. 37.

9 Ib. pp. 38-39.

10 Ib. p. 40.

11 Ib. pp. 43-44.

12 En este tiempo fue confirmada con 22 años, alrededor del 1 de setiembre de 1669.

13 Religiosas de la Visitación de santa María.

14 Autobiografía, pp. 45-46.

15 Ib. pp. 50-51.

Tomado de:
Santa Margarita María de Alacoque y el Corazón de Jesús
Padre Ángel Peña O.A.R.
Lima - Perú

Nihil Obstat
P. Ignacio Reinares
Vicario Provincial del Perú
Agustino Recoleto

Imprimatur
Mons. José Carmelo Martínez

Tu hermano y amigo del Perú.
P. Ángel Peña O.A.R.
Parroquia La Caridad
Pueblo Libre - Lima - Perú
Teléfono 00 (511) 4615894
Obispo de Cajamarca (Perú)

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