Los Estigmas


Alvernia señala la cumbre terrena de aquella vía de amor que San Francisco vislumbró en Asís una noche estrellada de su juventud; día de sacrificios y embriagueces, de pobreza, de humillaciones, de ensalzamientos sobre la común experiencia.

Más, al encaminar los pasos a la cima solitaria, para celebrar la Cuaresma de San Miguel, tan cara al Santo, ni siquiera le pasa por la imaginación el nuevo lance que Dios le reserva. Tan sólo pide, por suma honra, la Cruz; y de Cruz le habla el Evangelio, cuando le abre por tres veces, mientras con alegres trinos le dan la bienvenida las aves y le dicen, sus amiguitos alados, que esté tranquilo, porque la Cruz no carecerá de gozo.

Típica es la oración de San Francisco en los días que preceden al soberano don. Se olvida de sí y recomienda a todos sus hijos espirituales presentes y venideros. Es la oración de la caridad fraterna. Luego, tornando sobre sí mismo, anonadarse en presencia del eterno: "¿quién eres tú y quién soy yo?" Es la oración de la humildad.

Más del abismo de la humildad es arrebatado a la cúspide del amor y súplica: "Señor mío Jesucristo, dame a sentir en alma y cuerpo el dolor que padeciste en tu pasión acerbísima". Y luego con osadía: "sienta yo en mi corazón, cuanto posible sea, aquel exceso de amor que en el tuyo, oh hijo de Dios, ardía y te arrebató a padecer tamaños tormentos por nosotros pecadores". Es la plegaria del amor castizo, que no busca el placer, sino la unión; no las alegrías del amado, sino los dolores: poder amar y padecer como él durante su pasión.

No ha habido, tal vez, criatura humana alguna tan osada que pidiese lo mismo al Señor; y el señor no se dejó vencer en su generosidad. San Francisco alcanza lo que pide; en prueba sensible de haber sido escuchada su oración, tuvo la crucifixión mística, la cual no se ejecutó entre las paredes de una celda o de una Iglesia, sino en la cima de un monte, como la de un nuevo calvario, entre los aromas de la selva desierta, en el silencio matinal, cuando el aire es más puro, las últimas estrellas más fúlgidas y la tierra parece renacer del seno de la noche.

Nunca fue recibido mayor don con más humildad. El primer cuidado de Francisco fue encubrir los estigmas; y, si no lo consiguió con algunos íntimos, encontró modo de guardar en público y esconder en las amplias mangas túnica sus llagadas manos.

Con haber tenido la mayor experiencia de lo divino que jamás pudo hombre tener, no habló palabra de ella; sólo se vieron súbitamente sus efectos en el multiplicado amor a las criaturas. Que no fue vana la súplica de Francisco de amar como Jesucristo ama. El Cántico del Hermano Sol, revalorización sobrenatural de la belleza y bondad de esta tierra, hasta entonces sólo considerada valle de lágrimas, es el corolario de los estigmas.

Ello significa que el amor de Dios, penetrado con los clavos y la lanza misteriosos en la sangre de San Francisco, ilumina con nueva luz las criaturas, alejando de ellas la sombra de tentación y pecado que las encubría a la consciencia medieval.

Con este amor trae San Francisco a los hombres la palabra de libertad y alegría, alegría y libertad verdaderamente tales, porque en Dios descansan. Y fue esta la palabra más alta que se ha pronunciado después del Evangelio. Y bueno es añadir un detalle: que esa palabra, preparación de una espiritualidad nueva, de una concepción nueva de la vida, de un arte nuevo, fue dicha, no se olvide, en romance italiano.
12:29:00 a.m.

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