Evidentemente, Dios quiere que todos se salven, pero deja que sea la libertad del hombre la que, cooperando con la gracia, elija o no salvación. Decía San Agustín que “Dios que te creó sin ti, no se salvará sin ti”.
Y, ¿qué dice al respecto el magisterio de la Iglesia?: me gustaría en primer lugar citar un texto del Concilio Vaticano II que paradójicamente, a la vez que subraya que los no cristianos pueden salvarse, alerta de que, por el contrario, los católicos no coherentes pueden condenarse. Cito el texto completo (“Lumen Gentium”, nº 14):
“Pues quienes ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, no obstante, a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, en cumplir con obras su voluntad, conocida mediante el juicio de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna.” (Y por el contrario) “No se salva, sin embargo, aunque esté incorporado a la Iglesia, quien, no perseverando en la caridad, permanece en el seno de la Iglesia “en cuerpo”, mas no “en corazón”. Pero no olviden todos los hijos de la Iglesia que su excelente condición no deben atribuirla a los méritos propios, sino a una gracia singular de Cristo, a la que, si no responden con pensamiento, palabra y obra, lejos de salvarse, serán juzgados con mayor severidad.”
Por otra parte los últimos Papas se han pronunciado sobre el tema: Así Juan Pablo II, en visita a Fátima, hizo suyas las siguientes palabras de la Virgen a los pastorcillos, citándolas: “Rezad mucho y haced sacrificios porque son muchos los que van al infierno porque no hay quien ore y se sacrifique por ellos.”
Benedicto XVI se expresó concretamente diciendo que creía que la mayor parte de los que mueren va al Purgatorio, que pocos van directamente al Cielo y quizás pocos se condenan (reunión con el clero de Roma, el 7-2-2008).
En cuanto al actual Papa Francisco, en palabras a víctimas de la mafia italiana, (2014), y dirigiéndose enfáticamente a los propios mafiosos les advierte que si no se convierten irán al Infierno.
Además, la Tradición de la Iglesia, y dentro de ella la vida de los santos, ilustra su vida heroica ofrecida por la salvación de los pecadores, cosa que de estar “todos salvados”, resultaría vacía y sin sentido.
Pero es que, sobre todo, en el propio Evangelio, Jesús da a entender que hay quien realmente se condenará. Así: “(…) Entonces dirá a los de su izquierda ‘Id malditos al fuego eterno (…)’” (Citado de memoria). Y también cuando dice: “Entonces le dirán (los discípulos infieles) ‘Señor si comimos contigo e hicimos milagros (…)’ Y Él les responderá: ‘En verdad no os conozco fautores de iniquidad (…)’” (Citado de memoria). Como también: “Entrad por la puerta estrecha (…) porque ancho es el camino que lleva a la perdición y serán muchos los que lo sigan (…)” (citado de memoria, la idea está fielmente reproducida, aunque las palabras pueden no ser literales).
En todos estos pasajes, Jesús anuncia que habrá realmente quien se condene.
Pero volvamos al principio: ¿Cómo puede Dios, que es Padre, condenar a sus hijos?
En realidad, es el propio hombre el que se condena a sí mismo al rechazar hacer la voluntad santa de Dios, que es una voluntad de amor; es él quien abandona a su Padre y se “des-hija”. Con todo, el Padre va todas las mañanas al camino a ver si vuelve su hijo pródigo, dispuesto a abrazarlo y perdonarlo al menor atisbo de arrepentimiento.
Pero al que persiste en el mal y muere impenitente, Dios, con todo el dolor de su corazón, Dios, que no sólo es infinitamente misericordioso, sino también infinitamente justo, permitirá (pese a que lo habrá “perseguido” con miles de gracias, en este caso inútiles por su mala voluntad), permitirá, digo, que se condene. Aunque, hablando humanamente, el Señor prefiere usar su entrañable misericordia que ejercer su santa justicia.


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