La gobernanza se encuentra ante una realidad religiosa plural y bastante desinstitucionalizada. Muchas de las nuevas confesiones que llenan el espacio público son muy poco eclesiales, lo que contrasta con la estructuración organizativa de la Iglesia católica. A algunas confesiones les es consustancial la total ausencia de un elemento eclesial vertebrador y otras manifiestan una voluntad de vivir la experiencia de fe sin demasiados vínculos eclesiales. Progresivamente la dimensión eclesial ha quedado reducida a los ámbitos de las religiones tradicionales, aunque algunas prácticas en estas iglesias participan de esta visión desinstitucionalizadora de la fe. Toda esta realidad dificulta la capacidad de relación institucional entre el poder público y las confesiones religiosas. Un ejemplo particular de esta tensión se encuentra en la dificultad práctica que tiene el poder político de relacionarse institucionalmente con algunas confesiones religiosas, como es el caso del Islam y de algunas iglesias evangélicas pentecostales.
Pero el fenómeno de la desinstitucionalización de la religión también afecta a muchas de las confesiones perfectamente estructuradas en iglesias. Estas asisten impotentes a un proceso acelerado de desinstitucionalización de su propia identidad religiosa. Este proceso tiene momentos de enorme ambigüedad. Porque, a pesar del aparente rechazo de los compromisos eclesiales, las evidencias apuntan a que el individuo hipermoderno continúa esperando una respuesta institucional a su modo particular de creer y de sentirse iglesia. Las personas de las sociedades contemporáneas no han renunciado a establecer vínculos interpersonales que les permita sentirse miembros de una comunidad. La religión sin iglesia propuesta por las nuevas confesiones religiosas entra en contradicción con la aparente necesidad de pertenencia de los individuos.
Para las religiones fuertemente institucionalizadas, especialmente las cristianas, la situación es extraordinariamente delicada. Por un lado, tienen corrientes internas que, ante las nuevas formas de expresión religiosa, proponen un retorno a los orígenes y la defensa de la tradición. Pero también existe un sector que quiere combatir la influencia de las nuevas religiones con sus propias estrategias. Esta situación lleva a algunas de las religiones tradicionales a explorar formas organizativas más ligeras, sin compromisos eclesiales más allá de formar parte de una pequeña comunidad local que en unos momentos aporta el sentido de pertenencia a una realidad creyendola más amplia. Ante la expansión de las iglesias evangélicas pentecostales en América Latina, por influjo de algunas iglesias de los Estado Unidos, un sector de la Iglesia Católica está impulsando la aparición del pentecostalismo católico con los mismos objetivos: movilizar las emociones de los feligreses y evitar su marcha a otras confesiones religiosas. Ante esta situación no se puede estar indiferente. Hay que entender y comprender esta nueva realidad para repensar la institución eclesial, sin que ello signifique comprometer la identidad básica de la creencia o de la tradición religiosa, a fin de aligerarla de aquellas cargas que la alejan de las personas de hoy. Son tiempos propicios para pensar de nuevo los vínculos que organizan las religiones.
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