Testimonio: Mi padrastro pasó a ser un magnífico padre adoptivo

La terapeuta familiar Orfa Astorga aborda el tema de la adopción desde el testimonio de una persona que relató su experiencia

Soy doblemente huérfano, y me considero muy afortunado.

Mi historia:

Mi padre biológico murió en un accidente siendo yo muy pequeño. Algunos años después, mi madre conoció a un hombre, con quien se casó felizmente, y a quien ante su recuerdo, rechazo aplicar el frío termino de padrastro, pues fue capaz de engendrar entre nosotros un auténtico amor filial.

Tenía 12 años cuando llegó a mi vida. Una etapa en la que las hormonas, haciendo su tarea, crean una natural confusión e inseguridad, por la que rechacé en principio sus primeras manifestaciones de aceptación.

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Era, por así decirlo, tímido, desconfiado, y berrinchudo… un niño mimado con exceso de madre y carencia de padre.

Parecía que mi rechazo pronto se extendería a la adolescencia, una etapa en la que se rebela de todo, y contra todo, comenzando por los padres, en una natural necesidad de autoafirmación.

A la turbulencia se sumaron los celos, ya a que mi madre trajo al mundo a dos hermanos, a los que les llevaba ya algunos años por delante.

Fue cuando mi nuevo padre se daba tiempo para convivir conmigo, ayudándome a liberar tensiones al tiempo que encontrábamos formas de diversión y entretenimiento.

La pasábamos bien, aunque por así decirlo, era un «buenazo», ya que no dudaba en corregirme con firmeza, cuidando de que me percatara de que, para él, yo era un ser muy valioso, y una promesa de cumplimento de las metas que me propusiera en mi vida.

Poco a poco, por una razón en el hondón de su corazón, comenzó a llamarme «socio», cuando en la medida de lo prudente, comenzaba a tomarme en cuenta para ciertas decisiones. Lo hacía combinando un fino gracejo y una natural seriedad.

Necesitó desarrollar virtudes

Lo cierto era que, mi padre, igual pasaba por las pruebas del mundo y su personal humanidad… con sus altibajos, errores, fallas y limitaciones. Pienso que por eso siempre dijo que, al proponerse la tarea de educarme, necesitó desarrollar virtudes que de otra forma no habría logrado.

Y el primer beneficiado fui yo, pues necesitaba ser afirmado en mi horizonte personal por alguien en quien reconociera autoridad. Alguien que daba testimonio de admitir sus errores y superarlos, al caerse y levantarse, siempre.

Entre muchas situaciones parecidas, bien recuerdo la vez que le presenté la baja calificación de una asignatura académica para la cual no estaba naturalmente dotado. Entonces, con el rostro serio y sereno, después de ver la boleta de calificaciones, levantó sus ojos para decirme claramente:

«Muy bien, ahora te toca demostrar que eres capaz de superarla, y tu empeño será tu mejor calificación».

Luego, con una sonrisa, como era su costumbre, adoptando una pose de boxeador, me invitó a cruzar unos ligeros golpes.

En situaciones parecidas, para él lo más importante era salvar la confianza sin hacerme caer en la necesidad de ocultar cosas, mentir, o sentirme culpable, lo que me ayudaba a aceptarme, respetarme y quererme, mientras aprendía a respetar, aceptar y querer a los demás.

Me invitaba así a una vida cumplida, asumiendo mis personales valores.

Lo recuerdo como si fuera ayer, arrodillado junto a mí, enseñándome a rezar, diciéndome que las personas no mueren y el amor comunica con la eternidad.

Mi padre adoptivo partió al cielo, y seguirá siendo «mi socio», pues ciertamente el amor no muere y salta a la eternidad. Me imagino que, al llegar allá, adoptó su pose de boxeador, para cruzar unos ligeros golpes con mi padre biológico.

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