Vaya por delante que la persona de Don Fernando, su servicio a la Iglesia y, por esa razón, a la sociedad española, su trayectoria y su tarea pastoral y eclesial no merecen el juicio inmisericorde que ha recibido. Algunos creen que a las preguntas del periodista, el cardenal electo Fernando Sebastián debería haber contestado con criterios tácticos. Otros creen que debería haber guardado silencio o, simplemente, negarse a la entrevista. Otros muchos están de acuerdo con sus palabras porque entienden que ese es el mejor modo de restaurar la unidad de fe perdida, otros tantos le condenan, mientras que otros, entre los que me encuentro, asistimos perplejos y tristes a lo sucedido.
Don Fernando, eso es algo evidente para quienes le conocen, siempre se toma en serio a sus interlocutores. Consciente de que la ansiedad y la premura son malas, rechaza resultados inmediatos que producen un rédito fácil, rápido y efímero. Y no porque Don Fernando sea amigo del integrismo dogmático, que no lo es, sino porque es incapaz de callar la verdad en la que cree cuando alguien le pregunta por ella.
El problema, más allá de la persona sobre la que sólo unos pocos días antes se escribían glosas y comentarios sublimes, es que las reacciones a sus palabras han puesto de manifiesto un grave problema cultural y político para el que quizás no tengamos aún un diagnóstico demasiado certero.
Pero lo verdaderamente preocupante es que la sociedad en la que esto sucede no posea criterios de juicio capaces de responder ni a estas tácticas, ni a estos desafíos. Y más preocupante, si cabe, es que antes actitudes de esta naturaleza, los católicos nos limitemos a la condena o al silencio.
Está claro que el cristianismo que ha sido uno de los elementos esenciales en la historia de España ha sembrado una cultura que hoy a duras penas puede encontrar el origen y el rastro de esos valores cristianos.
La memoria del cristianismo se va apagando poco a poco en una sociedad, aparentemente católica, pero profundamente secularizada. No somos un desecho, pero somos “un resto” y precisamente por ello, el Evangelio nos llama a trabajar a largo plazo sin obsesionarnos por los réditos inmediatos. Necesitamos ejercitar la paciencia, nos dice el Papa Francisco, evitar la tentación de ocupar y conquistar espacios.
“Nada de ansiedad, pero sí convicciones claras y tenacidad”, leemos en Evangelii Gaudium. Y cuando la claridad y la tenacidad sean juzgadas de modo injusto e inmisericorde, como ha sucedido en estos días pasados, preguntémonos, porque eso es lo verdaderamente importante, si privilegiamos acciones para que acaben fructificando en importantes acontecimientos históricos, o nos limitamos a privilegiar espacios de poder. No sea que temerosos del poder de la cizaña hayamos olvidado que la bondad del trigo solo se manifiesta con el tiempo (EG 222-225).

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