Estamos solos; lo digo sencillamente, sin puntos de admiración, sin sorpresa, porque a nadie puede ya sorprenderle el hecho. Ninguno de los partidos del amplio espectro político español defiende los principios y valores de la cultura cristiana que ha hecho a Europa, y sin la cual Europa no es más que un espectro de sí misma. El último ejemplo de la renuncia a ese pequeño residuo de valores, sobre los que aún algunos manteníamos la ilusión de que serían defendidos, lo hemos recibido con la confirmación oficial por parte del partido en el Gobierno relativa al abandono de la (modesta e insuficiente) reforma de la ley del aborto.
Decía Berdiaev, con relación al fenómeno de la revolución: “(…) El mal proviene siempre del hecho de que el bien no ha sido realizado (…) El bien formula sus principios, pero no les da cumplimiento (…) Al no realizarse el bien, al no ponerse en práctica la verdad, es el mal quien se hace cargo de la tarea. Tal es su dialéctica. La revolución es siempre un indicio de que las fuerzas espirituales creadoras, llamadas a mejorar y a regenerar la vida, están ausentes. Es siempre un castigo infligido a los hombres por no haber creado una vida mejor. Éticamente no se puede desear una revolución, como tampoco se puede desear la muerte (…), pero cuando la revolución ha tenido lugar, cuando el cielo la ha permitido, es necesario aceptarla interiormente, es decir, de una forma espiritual, sin dejarse llevar a una reacción de odio o desesperación (…)” (La destination de l’homme, cap. 4º, aptdo. 6).
El bien no ha sido realizado; sus principios han sido formulados, pero no se les ha dado cumplimiento, y es el mal quien se hace cargo de la tarea. Pero no caigamos en la ingenuidad de pensar que ha sido el partido en el Gobierno, en este año de gracia (o de desgracia) de 2014, quien no ha sido capaz de realizar el bien, y por eso el mal va a hacerse cargo de la tarea. Por desgracia, ese mal lleva ya siglos acarreando el encargo, y este último ejemplo es solamente uno más, pero uno más que tal vez exige una reflexión.
Europa, antes de llamarse así, se llamaba a sí misma Cristiandad, esa Cristiandad que encarnaba la gentilidad cristianizada, herencia de Pablo y de Pedro, realización del Tiempo de los Gentiles anunciado en la profecía de Daniel, ese Nuevo Israel que había recibido el encargo divino de transmitir al mundo la Buena Nueva… Pero esa Cristiandad comenzó a descristianizarse ya en el siglo XIV, dando nacimiento al nominalismo que niega la ley natural, reflejo de la ley divina, y convierte la ley positiva en pura convención humana: “lo que place al rey, esa es la ley”. Ahí se plantó la semilla de lo que fructificó dos siglos más tarde como Reforma protestante, del individualismo, del absolutismo, del idealismo en filosofía, de la Ilustración y finalmente, como resultado de todo ello, de la Revolución que lleva ya más de dos siglos en acto, con su secuela de ateísmo, totalitarismos, relativismo, y al cabo, cuando ya no queda nada en que creer, ese nuevo epicureísmo sin esperanza que llamamos posmodernidad.
Sí, Europa no ha sabido, en los últimos tiempos, realizar el bien que debía llevar a cabo; formuló sus principios y se rigió por ellos durante un tiempo; brilló como un astro refulgente mientras fue así, pero los fue olvidando, dejó de darles cumplimiento, dejó de poner en práctica la verdad, sus fuerzas espirituales creadoras se desvanecieron y el mal se hizo cargo de la tarea. Tal es su dialéctica.
Y hoy, en este tiempo desgraciado que recoge la cosecha de todo lo que se ha sembrado, ¿qué debemos hacer cuando aquellos en quienes habíamos puesto nuestra confianza nos defraudan y nos engañan? ¿Debemos acaso seguir otorgándoles esa confianza, con la excusa de que “lo que puede venir después de ellos será peor”? ¿Peor que qué, me pregunto? ¿Hay acaso algo peor que el fraude y el engaño? “Vendrá la revolución”, nos dicen para amedrentarnos. Hace ya más de dos siglos que convivimos con la Revolución y sus consecuencias, que no son sino el efecto merecido por nuestra defección del bien y de la verdad. Entonces, como dice Berdiaev, asumamos nuestra responsabilidad espiritualmente, sin odio ni desesperación. Todos somos culpables de este estado de cosas. Todos hemos contribuido a traerlo, por acción o por omisión, y probablemente por ambas cosas. Asumamos sus consecuencias y preparémonos para nuevos combates, para nuevas dificultades; aprendamos de la experiencia y volvamos la vista de nuevo hacia el bien y la verdad; defendámoslos en toda circunstancia, pero por favor, no sigamos haciendo el juego a los defraudadores. Hay que expulsar el fraude y el engaño de la política y de la vida. Comencemos a hacerlo.
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