Me parece justo recordar que las máximas autoridades norteamericanas recibieron en pie a Francisco, primer Papa que interviene ante el Congreso de EE.UU., reunido en sesión conjunta de ambas Cámaras americanas. Es bueno reconocer que la calidez y el respeto fueron unánimes, muestra de la madurez de una sociedad que ha integrado de forma natural la religiosidad en la vida pública y que entiende la laicidad como cooperación leal entre el Estado y las Iglesias.
En el corazón político de una tierra de hombres libres y valientes, como se refirió a ella el Papa, Francisco abordó temas incómodos para muchos congresistas. Con la libertad desde la que no pudo hablar en La Habana, el ilustre huésped pidió la abolición de la pena de muerte, denunció los ataques contra la familia y defendió la vía diplomática de resolución de conflictos, en contraposición a maniqueísmos que dividen el mundo entre “buenos y malos”. Tampoco eludió pronunciarse sobre el deber moral de acogida a los inmigrantes o sobre el cambio climático.
Cada sector del espectro político pudo verse más reflejado en unos aspectos de su discurso que en otros, pero lo que nadie discute es el derecho de los creyentes a participar en la construcción de la sociedad aportando lo mejor de sí mismos. Así ha sido, con altibajos, desde la independencia, y esta es una de las claves que ha hecho de EE.UU. ese gran país de hombres libres y valientes del que tenemos mucho que aprender.
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