(ZENIT – Madrid).- Esta religiosa capuchina española cuya existencia discurrió entre Barcelona, Zaragoza y Murcia estuvo agraciada con singulares favores místicos. Nació el 1 de septiembre de 1592 en Barcelona, en el seno de una familia adinerada. Creció sin la presencia y tutela de sus virtuosos padres que perdió prematuramente. Su madre murió antes de que ella cumpliera su primer año de vida. Y cuanto tenía 4, falleció su padre. Arropada por su aya, que la colmó de cariño, Ángela (Jerónima de nombre de pila) no experimentó añoranzas por la ternura de sus progenitores que prácticamente no llegó a saborear.
Era una niña alegre y espontánea. Llevada de esos descuidos propios de la infancia hacia los 7 años estuvo a punto de morir por haber ingerido almendras verdes. Atribuyó su curación a la Virgen María y a la intercesión de la Madre Ángela Serafina, fundadora de las capuchinas. El hecho supuso un punto de inflexión en su vida; marcó el límite de su infancia y le abrió el camino hacia otra etapa de madurez. Es lo que manifestó en su Autobiografía: «Mi niñez no fue sino hasta los siete años: de éstos en adelante fui ya mujer de juicio y no poco advertida, y así sufrida, compuesta, callada y verdadera». Siempre al abrigo de tutores fue formándose humana e intelectualmente. En la adolescencia su prodigiosa memoria comenzó a llamar la atención de los preceptores. Familiarizada con los libros –su padre había estado vinculado al gremio de los libreros y seguramente le habría legado una selecta biblioteca–, tuvo en la lectura una de sus aficiones predilectas, y de manera especial, los textos latinos.
Al final del estío de 1603 ingresó en el convento de las capuchinas de Barcelona donde le había precedido su hermana mayor, Isabel, una de las primeras integrantes del mismo que acababa de constituirse como tal en febrero de ese mismo año. Allí se curtió en la oración y la mortificación, atenta a los rasgos de virtud que apreciaba a su alrededor, bajo la dirección espiritual de un sacerdote aragonés que tenía detrás una importante experiencia eremítica. A su lado comenzó a familiarizarse con la oración y la contemplación. En su trayectoria espiritual encontró ásperos momentos caracterizados por las humillaciones y maltrato concreto de una religiosa atrapada por sus celos que hubiera querido asemejarse a la beata en su delicadeza, elegancia, cualidades para el canto y su gran formación, además de los gestos de virtud que veía en ella.
Todo desaire sirvió a Ángela para crecer en caridad y humildad máxime cuando era consciente del antagonismo que existía entre ambas, sentimiento que le ocasionaba gran aflicción. En un momento dado, por indicación de su confesor se vio privada de los textos latinos bíblicos y litúrgicos que llevó consigo al convento, añadiendo la prohibición de tenerlos como soporte en su día a día, así como de entonar versículos fuera del coro cuando realizaba las labores que tenía encomendadas. Y eso que el breviario era el sustento de su intensísima y singular vida mística: «Me acontece muchas veces que, cantando los salmos, me comunica su Majestad, por efectos interiores, lo propio que voy cantando, de modo que puedo decir con verdad que canto los efectos interiores de mi espíritu y no la composición y versos de los salmos». Como maestra de novicias tampoco se libró del retintín con que algunas de ellas acogían sus enseñanzas. Con oración y penitencia superó todas las tentaciones, incluida la de integrarse en otra Orden donde tuviera libertad para hacer su voluntad: orar y leer textos de espiritualidad. Y creció exponencialmente en su amor a Dios de manera admirable.
En 1614 se trasladó a Zaragoza siendo componente de la primera comunidad que se establecía allí. Y siguió formando a las religiosas con sabiduría y virtud. En 1626 fue designada abadesa, y en 1645 puso en marcha la fundación de Murcia. Desde 1620 percibía gracias sobrenaturales que no cesaron. Por su sorprendente dominio de la Sagrada Escritura, así como de la Patrística, fue sometida a examen en Zaragoza por cinco expertos y en Murcia por un deán y un canónigo impresionados de su capacidad para señalar con exactitud los lugares donde se hallaban las citas escriturarias en lengua latina que le plantearon. A lo largo de su vida saboreó las numerosas gracias místicas que recibió –de las que se sentía indigna y que no pudo impedir aunque le ordenaron que las evitara–, y se afligió en las «ausencias» divinas. Ha sido denominada «mística del breviario».
Fue particularmente devota del Sagrado Corazón de Jesús: «Mi incomparable tesoro, toda mi riqueza, única esperanza cierta de todo lo que espero, claridad y sosiego de mis dudas, aliento de mis ahogos, centro íntimo de mi alma, propiciatorio de oro de mi espíritu…, escuela y cátedra donde leo ciencia y finezas de tu inmensa caridad…». A Él se ofrecía en reparación de las ofensas que recibía. Amó profundamente a la Iglesia. Tuvo como consigna de vida «callar y sufrir, y llevar el peso que las cosas de gobierno traen consigo, como sierva de la casa de Dios». Siendo abadesa consiguió que las religiosas pudieran recibir la comunión diariamente. Actuó de forma admirable en la epidemia de 1648 y en la inundación de 1651 que arrasó por completo el convento. En 1654 regresó junto con el resto de la comunidad, y seis años más tarde comenzó su declive físico con una merma tal de sus facultades mentales que le llevó a renunciar a su cargo; las recuperó en noviembre de 1665 tras un ataque de hemiplejía. Falleció con fama de santidad el 2 de diciembre de ese mismo año. Juan Pablo II la beatificó el 23 de mayo de 1982.
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