A María debemos darle nuestro más profundo pésame en el Calvario, después de ver morir a su Hijo. El Sábado Santo para un cristiano es un día de luto para acompañar a esta Madre Dolorosa. Hagamos una reflexión para ese Sábado Solemne.
Las últimas caricias en ese terrible día fueron las de María. Una vez bajado de la cruz y antes de ser colocado en el sepulcro, el cuerpo muerto del Hijo reposó en el regazo de su Madre. Nadie podía negarle tal derecho a tal mujer. Dios había querido que el corazón de Cristo ensayara su primer latido en el seno virginal de María. A Ella le tocaba, también en su regazo verificar que ese corazón se había parado. La humanidad se apretó en María para darle a Dios su bienvenida a la tierra; en el Calvario volvía a apretarse en María para despedirlo.
Retornó el Hijo al regazo de la Madre. Ella nos lo había entregado a los hombres hacía sólo tres años, lleno de vigor, de gracia y de hermosura. Treinta años de cuidados maternales, de amorosa vigilancia, de consagración sin regateos, para darnos “el más bello de los hijos de los hombres”. Y nosotros, en tres años, lo habíamos consumido y estrujado. Nos bastaron tres horas para acabar con Él, rompiéndolo y desfigurándolo. María lo miraba atónita y no acababa de identificarlo: “- Lo que les entregué; y lo que ahora me devuelven”. El regreso del Hijo a la Madre. Su regazo se abría como una playa acogedora para recibir en ella los restos de un naufragio; todo lo poco que quedaba luego de la Pasión, y que el mar depositaba en la playa de María.
Las manos de la Madre se dedicaron a la dulce y dolorosa tarea de recomponer en lo posible las roturas de aquel hijo hecho pedazos. Le cerró un poco más los ojos entreabiertos para que pudiera dormir mejor. Le restañó las heridas. Le alisó y ordenó la barba; y trató de componer un poco la revuelta maraña de sus cabellos.
Al fin se detuvo en una de las heridas: la del costado. No podía separar de ella, ni sus ojos húmedos, ni sus manos temblorosas. Las yemas pasmadas de sus dedos, iban y venían, suavemente, paralelas a sus bordes sangrientos, dibujando una vez más, sin cansarse, aquella hendidura misteriosa.
Bajó de pronto su cabeza y sus labios se posaron sobre los de la herida. Estaba besando el corazón del Hijo. Se detuvo un momento para escuchar su latido. Inútil. El corazón se había parado. Volvió a besar aquel misterio, mientras repetía todo lo que Ella sabía, lo que había dicho siempre, lo que constituía la definición de su vida: “Aquí está la esclava del Señor…”. Porque Ella también sabía que aunque los labios y el corazón del Hijo estaban mudos, su Palabra seguía viva.
Señora de la Piedad, por tu Hijo muerto, concédeles a todas las madres, ser siempre playas abiertas, para recibir a sus hijos, vengan como vengan, después de las tormentas y los naufragios de su vida.
Y anima, Señora, a los hijos, estén como estén, a regresar a la playa de la madre. En ese regazo pueden recomponerse todas las roturas. Y si a los hijos, destrozados o malditos por la vida, nos fallara el regazo de nuestra madre por falta de comprensión o por ausencia irremediable, recuérdanos, Señora, que Tú eres siempre madre y que tu regazo es la playa siempre abierta para los restos de nuestro naufragio, por podridos y culpables que sean.
No en vano estrenaste, Señora, y ensayaste para todos los hombres la playa de tu regazo acogiendo el cadáver de tu Hijo. Tu regazo es playa, Madre, pero también es astillero, donde se recomponen los barcos y los navíos, solos y maltrechos por los temporales.
Hoy quiero traer a tu astillero la barca de tu Hijo, la nave de su Iglesia. Calafatea su casco, endereza el timón, pon en norte la brújula, planta bien los palos y recose las velas. Ya lo has hecho mil veces. Que sea otra vez más. Ayer, por tu Hijo. Hoy, por tu Iglesia. Y tú siempre, la piedad, con tu regazo abierto.
Y, sobre todo, lloraba María. Ya no podía ver esos ojos brillantes y llenos de luz y cariño. Ya no podía oír esa voz dulce y pacificadora. Y ya no podía sentir las manos de su Hijo cuando la abrazaba a Ella todos los días. Ya no podía verle correr con ese paso sereno y seguro. Ya no podía ver sus cabellos ondulantes por el viento. Ya no podía experimentar el calor del corazón de su Hijo contra su pecho materno. Ya no podía ver a su Hijo sentado en la mesa, hablándole de los tesoros de su corazón. Perdió a su Hijo queridísimo.
Por eso, en el Sábado Santo, día de la gran soledad de María, hay que darle nuestro más profundo pésame a María.
Nuestro pésame, María, por la pérdida de tu Hijo, nuestro hermano mayor. Por haber perdido la Luz de tus ojos; el Amor de tu corazón; la Alegría de tu casa; el Consuelo de tus penas. Pésame, María, porque perdimos el Camino, la Verdad y la Vida. Pésame, María, porque enterramos la Palabra eterna y vivificadora.
Pésame y perdón, María. Y aquí nos tienes. Tú Hijo nos encomendó a Ti. ¿Nos aceptas, a pesar de todo? Volvemos a tu regazo, tristes y arrepentidos. Y, ¡ánimo, María! Tu Hijo dijo que resucitaría. Ten esperanza y sostén la nuestra, que está débil y titubeante.
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