(AVAN/InfoCatólica) Entre los prelados que han concelebrado, se encontraban el Arzobispo de Valencia, monseñor Carlos Osoro, el Arzobispo castrense, monseñor Juan del Río, el Arzobispo de Zaragoza, monseñor Manuel Ureña, y el Arzobispo de Urgell, monseñor Joan Enric Vives. También han concelebrado los abades del Monasterio de Poblet y Montserrat, así como dos consejeros de la Nunciatura Apostólica de su Santidad en España.
Entre las autoridades presentes, se encontraban el Presidente de las Cortes Valencianas, Juan Cotino; así como el Rector de la Universidad Católica de Valencia Juan Arturo Peris y la Rectora de la Universidad CEU Cardenal Herrera, Rosa Visiedo.
Centenares de valencianos han participado en la misa, a la que han acudido mediante cuatro autobuses y numerosos coches particulares.
La celebración ha concluido con el Himno de la Patrona de Tortosa, la Virgen de la Cinta y con el Himno de la Patrona de Valencia, la Virgen de los Desamparados.
Estimados hermanos:
Quiero que mis primeras palabras sean palabras de agradecimiento a todos los que habéis venido a participar en esta celebración: A los eminentísimos señores cardenales Ricard Maria Carles y Lluis Martínez Sistach, que fueron obispos de esta diócesis, a los señores arzobispos y obispos, a Mons. Javier Salinas, mi predecesor en esta cátedra episcopal, a los abades de los monasterios de Montserrat y de Santa María de Poblet. A Mossen José Luís Arín, hasta hoy administrador diocesano en el periodo de sede vacante. A todos los sacerdotes de la diócesis de Tortosa y de la archidiócesis de Valencia que han querido sumarse a esta celebración, a los religiosos, religiosas y personas consagradas al Señor, a los diáconos y seminaristas, a todos los que tenéis alguna responsabilidad en la vida de la diócesis. A todos muchas gracias por vuestra acogida. A quienes habéis venido de las parroquias de la diócesis de Tortosa y de la archidiócesis de Valencia, especialmente a mis paisanos de Quatretonda, muchas gracias por este gesto de amistad y de afecto.
Quiero dirigir un saludo respetuoso a las autoridades de Catalunya y de la Comunidad Valenciana: A la honorable Sra. Vicepresidenta del Gobierno de Catalunya, al muy excelentísimo Sr Presidente de las Cortes Valencianas, al Ilustrísimo Sr. Alcalde y a los Sres. Concejales del Ayuntamiento de Tortosa, a los excelentísimos Sres. presidentes de las diputaciones de Tarragona y de Castellón, a los Sres. alcaldes y miembros de las corporaciones municipales de otras poblaciones de la diócesis que os habéis querido unir a la celebración. A todas las autoridades civiles militares y académicas y a los representantes de las instituciones que habéis querido estar presentes en esta celebración. Contad con mi colaboración sincera y leal en todo aquello que contribuya al bien común de todos los que viven y trabajan en estas tierras.
Mi recuerdo se dirige también a todos aquellos que por diversas circunstancias no pueden estar físicamente presentes entre nosotros, pero se unen a nuestra celebración con su oración y su sacrificio. Quiero saludar a los enfermos y a las religiosas de vida contemplativa. Soy consciente de que muchos habéis orado al Señor por el fruto de mi ministerio episcopal. Que el Señor os recompense vuestra oración creyente.
1. Acción de gracias a Dios
La celebración que estamos viviendo tiene un significado particular para nuestra diócesis de Tortosa y también para mí. En la historia de mi vida sacerdotal y de mi ministerio episcopal he recibido una nueva misión. Acojo con gratitud al Señor esta nueva misión, porque siempre ha sido un motivo de gozo para mí el poder dedicar mi vida a trabajar en su viña.
La Palabra de Dios que se ha proclamado suscita, en primer lugar en mi corazón un sentimiento de gratitud al Señor. No vengo a una comunidad cristiana elegida por mí, sino que he sido enviado por la Iglesia. En esta misión recibida de la Iglesia, veo un encargo del Señor. Dios me confía el cuidado de su rebaño. Ante este gesto de confianza del Señor, no puedo más que darle gracias y hacer mías las palabras de Pablo: «Doy gracias a Dios que se fió de mí y me confió el ministerio» (1Tim 1, 12). Es una gracia del Señor a pesar de que la misión supera mi capacidad.
En el Evangelio hemos escuchado unas palabras que el Señor dirige a sus discípulos antes de su pasión. Se trata de una palabras llenas de afecto del Señor hacia ellos. Él ha tenido la iniciativa a la hora de elegir a sus discípulos: «No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido» (Jn 15, 16). Esta elección es un gesto de predilección del Señor, porque Él les ofrece su amistad: «Ya no os llamo siervos... a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15). Un gesto de confianza y de predilección: El Señor quiere que sus discípulos lleguen a participar de los bienes salvíficos que, por medio de ellos, quiere ofrecer a todos los hombres. La amistad que el Señor nos ofrece, la posibilidad de llegar a acoger los dones de la salvación, es una gracia inmerecida. San Agustín, comentando estas palabras del Señor, afirma que es «una condescendencia del Señor el dignarse llamar amigos a quienes son sus siervos» . Quien ha recibido el ministerio sabe que el Señor le ofrece su amistad, pero a sí mismo debe considerarse siervo del Señor. Somos siervos de Cristo Jesús. Quiero vivir mi ministerio como un servicio a Cristo y como un servicio a todos vosotros por amor a Cristo.
La misión supera las capacidades humanas de cualquier enviado. El Señor capacita a quienes les confía una misión. Los llena con el don de su Espíritu: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido» (Is 61, 1). El Concilio Vaticano II nos recuerda que el Espíritu actúa en el ministerio y los sacramentos. Por la presencia del Espíritu en los ministros de la Iglesia, éstos se convierten en portadores de la salvación de Cristo para el mundo. Al comienzo de mi ministerio episcopal en esta iglesia de Tortosa no quiero poner mi confianza ni en mis fuerzas, ni en las pocas cualidades que el Señor me haya podido regalar a lo largo de mi vida. Quiero confiar en Él, apoyarme en su gracia, vivir en su amistad, dejarme guiar por la fuerza de su Espíritu. Esto es lo que provoca en mi corazón una acción de gracias a Dios a pesar de las dificultades de la misión y de la evangelización en el momento actual.
2. Exigencia de fidelidad
Hace unos días meditábamos en la liturgia de las horas unos fragmentos de un sermón de San Agustín sobre el rebaño del Señor. El gran Obispo de Hipona nos dice a los pastores de la Iglesia que hemos de acoger en todo momento la Palabra del Señor con temblor, tanto si su palabra está dirigida a nosotros directamente, como si es una palabra dirigida a las ovejas del rebaño. Y esto porque el que ha sido llamado al ministerio pastoral no debe olvidar que es también una oveja del rebaño del Señor. Mi gratitud al Señor no me impide caer en la cuenta de la gran responsabilidad que asumo en estos momentos. A la confianza de Dios estamos llamados a responder con fidelidad a la misión que de Él hemos recibido.
a) La fidelidad se vive en la caridad pastoral
La fidelidad a la misión de cuidar el rebaño del Señor nos exige no apropiarnos del rebaño. Nuestra misión consiste en ser colaboradores del Señor: «Crist pastura personalment el seu ramat, i només ell és qui pastura amb tots els qui pasturen bé, perquè tots son pastors en Ell» (S. Agustín, Sermón 47 sobre las ovejas). En la segunda lectura el Apóstol San Pedro nos ha recordado que debemos cuidar del rebaño del Señor «como Dios quiere» (1Pe 5, 2). Y Dios quiere que lo hagamos, «no a la fuerza, sino de buena gana, no por sórdida ganancia, sino con generosidad, no como déspotas sobre la heredad de Dios, sino convirtiéndoos en modelos del rebaño» (1Pe 5, 2-3).
El Beato Juan Pablo II, en la instrucción Pastores gregis nos recordaba a los obispos que la caridad pastoral debe ser el alma de nuestro ministerio episcopal. Para mí, vivir el ministerio desde la caridad pastoral significa que no me siento mejor que el resto de los cristianos, sino que me siento cristiano entre los cristianos y servidor del Pueblo de Dios, que en la relación con la comunidad que se me ha confiado he de dar gracias a Dios por los signos de vida cristiana que existen entre nosotros y caminar junto con vosotros progresando en la vivencia del Evangelio. El ministerio será un «officium amoris» si es ministerio de perdón y de reconcialiación, un perdón del que yo también me siento necesitado, si soy capaz de anunciar el evangelio evangélicamente, si oro por el Pueblo que se me ha confiado, si lo vivo en actitud de acogida hacia todos, creyentes y no creyentes, porque Dios puede conducir a todos los hombres a Cristo por caminos que sólo Él conoce.
Si vivo de este modo entre vosotros, haré vida el deseo que expresaba el Beato Juan XXIII cuando se preparaba para su ordenación episcopal: que no quería servirse de la potestad que la Iglesia le confiaba para la propia gloria, ni para la destrucción, sino para la edificación.
b) Ungidos con óleo de alegría
Los sacerdotes somos ungidos por el Señor, enviados «para dar la buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos y a los prisioneros la libertad, para proclamar el año de gracia del Señor» (Is 61, 1-2). El Santo Padre, el Papa Francisco nos recordaba en la misa crismal del pasado Jueves Santo que esta unción, que la hemos recibido nosotros, no se nos ha dado para nosotros. Recibimos la unción para ungir al pueblo fiel al que estamos llamados a servir. Hemos sido ungidos con un óleo de alegría para que la gracia y el consuelo de Dios llegue a todos los hombres a través de nuestro ministerio sacerdotal.
El ministerio lo hemos recibido nosotros, pero no lo hemos recibido para nosotros, sino para el Pueblo de Dios. Estamos llamados a acercar el consuelo de Dios y su gracia a todos aquellos que necesitan una palabra de aliento, a abrir horizontes de esperanza en aquellas personas que no ven una salida a las situaciones que están viviendo. De este modo sembramos el Reino de Dios en nuestro mundo, un Reino, que es «justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo» (Rm 14, 17).
El ministerio del obispo no termina en la Iglesia, sino que tiende a que el amor de Dios alcance a todos los hombres. En estos momentos de dificultades, en los que tantas personas y familias sufren las consecuencias de la situación que estamos viviendo, intentemos sembrar horizontes de esperanza a todos: a quienes no tienen trabajo ni hogar, a quienes sufren por situaciones familiares conflictivas, a los enfermos y a quienes viven en soledad: que la presencia y la cercanía amorosa de los cristianos les ayude a descubrir que estando unidos a Cristo encontramos en Él consuelo y esperanza. No podemos solucionar todos los problemas de nuestro mundo, pero tampoco podemos quedarnos indiferentes ante aquellos que necesitan un signo o una palabra que haga renacer la alegría y la esperanza en sus corazones.
3. Para que vayáis y deis fruto
«Os he enviado para que vayáis y deis fruto» (Jn 15, 16). ¿Qué fruto espera el Señor que produzcan sus enviados? «Nos ha elegido para que produzcamos fruto... La caridad es nuestro fruto» (San Agustín, Tratado LXXXVII sobre el Ev. de San Juan). Lo que el Señor quiere es que permanezcamos en su amor, para que su alegría esté en nosotros y nuestra alegría llegue a plenitud.
Una comunidad cristiana que vive la comunión en la caridad es una comunidad alegre, que es capaz de irradiar la luz del Evangelio a nuestro mundo. Pido al Señor que haga de mí un instrumento de su amor y de su comunión para que todos juntos anunciemos al mundo el gozo del Evangelio. Ante las dificultades que hoy experimentamos para la evangelización fácilmente podemos caer dentro de la misma Iglesia en la tentación de acusarnos los unos a los otros de ser los culpables de la situación que estamos viviendo. Esto no soluciona nada, sino que dificulta todavía más el anuncio del Evangelio. Vivamos el gozo de sentirnos Iglesia, de caminar con gozo en la fe, de anunciar a todos el mensaje del Evangelio. Que las diferencias legítimas no se conviertan en divisiones. Sin la comunión entre nosotros nuestro anuncio del Evangelio no pude ser creíble.
4. Recibiréis la corona de gloria
El Apóstol Pedro nos invita a mirar la meta de nuestra peregrinación, a dirigir nuestro pensamiento al momento en que aparecerá el Supremo Pastor, con la esperanza de recibir de Él la corona de gloria que no se marchita. El obispo tiene la misión de guiar a su pueblo hacia el Reino de los Cielos. No es misión suya estar al servicio de objetivos intramundanos o de causas humanas. Ayuda a su pueblo a caminar por la historia con la mirada puesta en el Reino de Dios.
En esta peregrinación, la Santísima Virgen María nos indica el camino. Ella está presente en la vida de nuestra diócesis en santuarios y ermitas construidos en su honor. Aquí en Tortosa es venerada especialmente en la devoción secular de Mare de Déu de la Cinta. Preside nuestra celebración esta hermosa imagen de la Mare de Déu de la Estrella. San Bernardo nos dice que María significa «estrella del mar» y nos exhorta a mirarla e invocarla en todos los momentos de nuestra vida, a que no se cierre nuestra boca al nombre de María, a que no se ausente de nuestro corazón, con la certeza de que si ella nos sostiene no nos hundiremos en el pecado y si ella nos protege, no tenemos nada que temer. Que ella nos guíe para que todos nosotros, pastores y Pueblo de Dios, recibamos del Señor la corona de gloria que no se marchita. Que así sea.
Enrique Benavent Vidal
Obispo de Tortosa
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