«Abad y fundador. El perdón que otorgó al asesino de su hermano hizo virar el rumbo de su vida. Es patrón de los guardias forestales, de los montes y de los parques de Italia »
Madrid, 12 de julio de 2013 (Zenit.org) Isabel Orellana Vilches | 0 hitos
Originario de Florencia, Italia, nació en el siglo X en el seno de una acomodada familia. Eran propietarios del castillo de Petroio, en Val di Pesa, un lugar frecuentado por Juan. Su formación era pésima; fue casi analfabeto, pero suplió esa deficiencia con sus muchas virtudes. Solo tuvo un hermano, Hugo, que era más joven que él. Tratándose del heredero, su padre había depositado en Juan muchos sueños; esperaba que escalase puestos de relevancia en el gobierno. Entonces, la sociedad estaba inmersa en continuos conflictos. En medio de ellos, en 1003, el día de Viernes Santo, Hugo fue asesinado, sin que haya noticia de la verdadera causa de esta tragedia. Su padre y su hermano Juan, que entonces tenía 18 años, se propusieron tomar la justicia por su mano, hecho frecuente. Pero el asesino huyó. En otra ocasión, Juan se dirigía a Florencia en un caballo acompañado de un grupo de hombres armados, y en las inmediaciones de San Miniato se vio envuelto en una reyerta. Entre los oponentes reconoció al verdugo de su hermano y empuñó un arma para darle muerte cuando la súplica del criminal cayó sobre él como un rayo. El homicida, viéndose objeto de venganza y sin posibilidad alguna de huída, descendió del caballo y rogó hincado de rodillas: «Juan, hoy es Viernes Santo. Por Cristo que murió por nosotros en la cruz, perdóname la vida». Juan no se inmutó. El afán de saldar la deuda era mayor, y se dispuso a ejecutarlo cuando, nuevamente, en ese desesperado e último intento por salvar su vida, el hombre alzó los ojos al cielo con una conmovedora oración: «Jesús, Hijo de Dios, perdóname Tú al menos». Como un fogonazo, el santo recordó el gesto supremo de perdón que Cristo otorgó en la cruz, y sin dudarlo envainó la espada. Ese acto de misericordia contra aquél que le había arrebatado a su único hermano, atrajo para sí mismo la gracia de Dios. Y dejando su cabalgadura, lo abrazó: «Por amor a Cristo, por la sangre que hoy derramó Jesús en la cruz, te perdono».
Poco después se dirigió al monasterio benedictino de San Miniato y se postró ante una imagen de Cristo crucificado, llevando esta fuerte impresión de lo acontecido en su corazón. Allí tuvo lugar un hecho extraordinario. La imagen del Redentor se inclinó hacia él y vislumbró en dulce gesto el inmenso amor que le profesaba. Después, ya no fue el mismo. Lo primero que hizo en cuanto pudo, una vez abandonó las armas, fue acudir a un monasterio benedictino para ingresar en él. Su padre, profundamente contrariado por la noticia, se trasladó al convento con el firme propósito de disuadirlo. Pero fue inútil. Juan ya había decidido seguir a Cristo hasta el fin de sus días entregándole su vida como religioso. Al constatar su férrea determinación, su padre lo bendijo. Tras la muerte del abad, fue designado para sucederle. La simonía estaba en el aire, y él abandonó la comunidad habiendo denunciado tal práctica en la plaza pública de la localidad. A continuación, junto a otro religioso, eligió un lugar retirado para vivir en Camáldula. No le pareció suficientemente apartado, y se dispuso a partir de nuevo hacia Vallumbrosa. Al momento de la despedida, san Romualdo le vaticinó su misión como Fundador. Y, en efecto, en ese lugar instituyó una nueva Orden que se rigió por la regla de san Benito de Nursia, si bien Juan la reformó. Las modificaciones que introdujo afectaban al trabajo manual de los monjes de coro, que suprimió, y además acogió a los hermanos legos siendo probablemente pionero dentro del monacato en la aceptación de estos «conversi».
Su mayor preocupación era mantener indemne la caridad que había de impregnar la vida comunitaria. ¿La clave?: «Para conservar inviolablemente esta virtud, es inmensamente útil la comunión de los hermanos reunidos en torno al gobierno de una sola persona». La atracción por la vida monacal se incrementó y surgieron muchas vocaciones. Con ellas pudo continuar fundando monasterios por la Toscana y regiones colindantes. Construyó escuelas para el estudio de la gramática, la retórica y otras artes. Los bienes que recababa de los ricos los destinaba al auxilio de los pobres. Su presencia y la de sus hermanos constituyeron un faro luminoso en la oscuridad espiritual en la que se hallaban muchos religiosos y laicos. Juan hizo frente a hechos deleznables como la simonía, el cisma, las herejías y el concubinato, poniendo un freno a la corrupción de costumbres. Muchos eclesiásticos, edificados por la vida de entrega que llevaban los monjes de Vallumbrosa, marcada por la oración, la penitencia, el silencio y la pobreza, se convirtieron de todo corazón abrazándose a la vida comunitaria.
En épocas de carencia y hambre, las gentes que acudían a pedir ayuda a Rozzuolo nunca partían con las manos vacías porque Dios obraba el prodigio de colmar sus necesidades sacándolas de las despensas monacales donde apenas había nada. A fuerza de escuchar la lectura de los textos sagrados que otros hacían a demanda suya, Juan se convirtió en un versado conocedor de la ley y de la Escritura. Hubo muchos momentos en los que tuvo que luchar contra el maligno; lo venció con la oración y la penitencia, asistido siempre por la gracia de Dios. Recibió los dones de profecía y de milagros. Los últimos años tuvo que lidiar con distintas enfermedades. Se retiró a Passignano y allí murió el 12 de julio del año 1073. Celestino III lo canonizó el 24 de octubre de 1193. En 1951 Pío XII lo proclamó patrono de los montes de Italia.
(12 de julio de 2013) © Innovative Media Inc.
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