(ZENIT – Madrid).- En esta festividad de san José Obrero, se celebra también la vida de este santo que nació el 2 de agosto de 1897 en Trivolzio, Pavia, Italia. Al bautizarle le impusieron el nombre de Herminio Felipe, tomando el de Ricardo en su vida religiosa. Era el décimo de once hermanos. A los tres años perdió a su madre y su familia materna se ocupó de él. En 1907 falleció a su padre en un accidente de tráfico. Arropado por su tíos Carlos y María, que secundó a su madre lo mejor que pudo, se impregnó de la fe que había en el hogar. Solía orar ante el Sagrario, mostraba gran devoción por la Eucaristía, acostumbraba a rezar el rosario diariamente –del que luego dijo: «este es mi arma predilecta, con esta corona el diablo huye»–, eran frecuentes sus obras de misericordia y fue excelente catequista. Un estado permanente de oración envolvía sus acciones cotidianas.
Su anhelo era ser sacerdote y misionero, pero su salud era delicada y sus familiares le disuadieron, aunque no le pusieron trabas para colaborar con la Acción Católica. Mientras, recibía formación en distintos centros. Y al culminar los estudios en el Liceo se matriculó en la facultad de medicina de la universidad de Pavía. Su tío Carlos, médico, le había animado. Sabía que una persona sensible como él, ferviente católico además, podría asistir a los enfermos con una calidad que está muy por encima del hecho meramente instrumental, clínico, y de una labor profesional impecable que se supone y espera de todo médico. Y efectivamente, el santo tuvo claro que quien tenía frente a él era una persona con sus necesidades espirituales y materiales. Que un galeno ha de buscar remedios para el cuerpo del paciente, pero en manera alguna puede descuidar su alma.
En abril de 1917, en medio de la Guerra Mundial, fue reclutado y tuvo que partir a filas. Al ser estudiante de medicina fue trasladado a la primera línea de fuego. Allí veía el trágico fin de sus compañeros en medio de incontables atrocidades, inútil masacre que acompaña a la barbarie. Luego fue destinado en otra zona algo alejada de la batalla, quedando fuera de peligro. Y cuando el 24 de octubre de ese año el ejército italiano estuvo a punto de ser derrotado, hubo orden de retroceso para todos los soldados, que abandonaron el hospital de campaña y los recursos que tenía. Entonces Ricardo los recogió depositándolos en una carreta tirada por una vaca que condujo durante 24 h. en medio de una brutal y persistente tempestad. Calado hasta los huesos, temblando de frío, puso a salvo todo. Le concedieron la medalla de bronce y el ascenso, pero le quedó como recuerdo una pleuresía de grave repercusión para su vida posterior.
En 1921 obtuvo el título de doctor en medicina y cirugía, y se dispuso a poner en práctica sus conocimientos primeramente junto a su tío Carlos, y luego como suplente en Vernate, hasta que obtuvo la plaza de médico rural en Morimondo, Milán. En esta localidad fue de gran ayuda para el párroco. Fundó con él el Círculo de la Juventud de Acción Católica, de la que fue su primer presidente, y hasta organizó una banda de música, iniciativas que encomendó a san Pío X. Ejercía su apostolado también en otros frentes, como secretario de la comisión misionera de la parroquia, impulsaba ejercicios espirituales para jóvenes y trabajadores, y muchas veces se hacía cargo de los gastos.
Ejerció como médico rural durante seis años. Fue un profesional ejemplar (no solo docto, que también lo era), que asistía a los enfermos sin medir riesgos. Sus pacientes eran mayormente pobres, y movido por su caridad y generosidad les proporcionaba solícitamente no solo la asistencia gratuita sino los medicamentos, alimentos, vestido e incluso dinero. Mientras, había completado estudios durante dos años más, obteniendo la especialización en obstetricia y ginecología. En 1923 fue habilitado como oficial sanitario en la universidad de Pavía. Allí se integró en el círculo universitario Severino Boecio, y colaboró con las conferencias de San Vicente de Paúl. En la primavera de ese año conoció a Riccardo Beretta, que se convirtió en su director espiritual. Y de su mano vislumbró su vocación religiosa. Intentó vincularse a los jesuitas y a los franciscanos, pero su salud era tan precaria que lo rechazaron.
En junio de 1927 ingresó en Milán en la Orden de Hermanos Hospitalarios (Fatebenefratelli). Hizo el noviciado en Brescia y profesó en 1928 tomando el nombre de Ricardo en honor al padre Beretta. En esta ciudad los Hermanos de San Juan de Dios tenían un hospital y fue nombrado director del gabinete de odontología. A este centro acudían fundamentalmente los más necesitados y los obreros, a los que atendió caritativamente, como siempre había hecho. Quienes recibían directamente sus cuidados le estimaban y consideraban una persona fuera de lo común, aunque esta admiración por la virtud que apreciaban en él la tenían también sus hermanos de comunidad, sus compañeros médicos, y el personal sanitario en general. Asumía los trabajos humildes con la misma elegancia y dedicación que su trabajo como médico.
De su vida espiritual, cincelada por la santidad en lo ordinario, dan constancia también las 66 cartas que dirigió a su hermana María Longina, franciscana misionera del Corazón Inmaculado de María que se hallaba destinada en Egipto. El coloquio que ambos mantuvieron pone de manifiesto la grandeza de corazón de este santo, que tuvo en su hermana un modelo a seguir. La vida de Ricardo fue corta. Murió con 33 años el 1 de mayo de 1930 después de agravarse la pleuritis que contrajo en la guerra y que se convirtió en una broncopulmonía. Su breve estancia en Torrino en 1929 obligado por la inflamación pulmonar no le sirvió de nada, como tampoco el traslado sugerido por sus familiares de Brescia a Milán para atenderle convenientemente. No hubo forma de dilatar su existencia. Juan Pablo II lo beatificó el 4 de octubre de 1981, y lo canonizó el 1 de noviembre de 1989. Sus restos se veneran en la iglesia parroquial de Trivolzio, donde era conocido como «doctor santo».
Publicar un comentario