(ZENIT – Madrid).- La vida de Enrichetta fue apasionante. Coraje, misericordia y piedad, virtudes, entre otras, de esta brava mujer, tocaron las fibras más sensibles de los prisioneros de la cárcel milanesa de San Vittore. Está claro que Dios otorga a cada uno la fortaleza para llevar a cabo su misión. Cuando se contempla retrospectivamente la vida santa, se aprecia la inmensidad del amor divino que se manifiesta por medio de personas que en su fragilidad física y espiritual realizan gestas de alcance imprevisible, sorprendentes, conmovedoras. Enrichetta poseía la madurez humana y espiritual requerida para afrontar las desdichas de los lóbregos corredores de la prisión donde habita la desesperanza y el llanto desgarrador. Supo proporcionar a los reclusos el consuelo que precisaban, acoger sus miedos y temblores, dar un vuelo inusitado a estas vidas, algunas de las cuales, llevadas de su mano, recibieron la gracia de encontrarse con Cristo. Hay que amar mucho, haber encarnado en sí mismo a Cristo fielmente para poderlo transmitir a los demás como hizo ella.
Nació el 23 de febrero de 1891 en Borgo Vercelli, Italia. Era la primogénita de los cuatro hijos de Giovanni y Rosa Compagnone. Y aunque le impusieron en el bautismo tres nombres: María Ángela Domenica, sus allegados la llamaban María. Parecía un vaticinio de la protección que iba a recibir de la Virgen. Encantadora durante su infancia, sensible a las enseñanzas de fe que recibía en su hogar y en la parroquia, al cumplir 17 años, una edad en la que muchos jóvenes de todos los tiempos han sentido la llamada de Dios, ella también se sintió elegida por Cristo para seguirle. Aunque no sufrió oposición paterna, tuvo que aguardar un tiempo para ingresar en la vida religiosa, como su familia aconsejó que hiciera. Muchas veces los padres no comprenden que la decisión de consagrarse a Cristo ya está tomada, y que dilatar el tiempo para iniciar el camino solo conlleva sufrimiento para sus hijos, aunque en esa prueba éstos comiencen a mostrar a Dios el grado de su amor.
La determinación de la beata era irreversible y lo único que hizo fue madurarla. A finales de 1911 ingresó en el convento de Santa Margarita de Vercelli con las Hermanas de la Caridad, fundadas por la madre Thouret, donde le habían precedido varios familiares. Al profesar tomó el nombre de Enrichetta. Apta para la docencia, estudió magisterio en Novara, como le indicaron, y después impartió clases en Vercelli. Pero solo pudo ejercer la profesión durante unos meses puesto que una espondilitis tuberculosa le impidió hacer vida normal. La pésima evolución de la enfermedad fue vertiginosa. Dos años más tarde ni siquiera podía desempeñar trabajos de apoyo en tareas administrativas.
En 1920 los médicos que la trataron en Milán no ocultaron el mal pronóstico. Regresó a Vercelli y continúo empeorando. Su día a día comenzó a ser el lecho. Aprisionada en él por intensísimo dolor, agradecía a Dios la posibilidad de unir sus padecimientos a Cristo Redentor. Comprendió que así como la vocación nos sitúa en el calvario, por la enfermedad estamos en la cruz con Cristo. De modo que el lecho debe considerarse como un altar en el que la persona que sufre se inmola y se deja sacrificar llevada de su amor, siempre y cuando cumpla el requisito de «sufrir santamente», haciéndolo además con «dignidad, amor, dulzura y fortaleza».
Buscando salida para su penoso estado, la llevaron a Lourdes en 1922 y un año más tarde le administraron el sacramento de la Unción. El 25 de febrero de 1923, celebración de la novena aparición de la Virgen de Lourdes, al tomar un sorbo de agua de la gruta con gran esfuerzo y dolor, se sintió instada a levantarse en medio de una locución divina que provenía de María: «¡Levántate!». En ese momento recobró la salud. No es difícil imaginar el impacto del hecho en toda la comunidad ante un episodio milagroso que atribuyó a María. Estaba presta a morir, pero la voluntad de Dios había sido otra.
Después fue trasladada a la prisión de San Vittore. «La vocación no me hace santa, se decía, pero me impone el deber de trabajar para conseguirlo». Poseía un espíritu luminoso, así como la suficiente madurez y fortaleza para vivir en aquel lugar. Su escuela había sido el sufrimiento. Por eso comprendió y supo acoger a tanto deshecho humano como halló en el penal. Sufrir, orar (también junto a las reclusas), trabajar ejercitando la caridad por amor a Cristo sin descanso, fue el día a día de este apóstol que se ganó el respeto, confianza y cariño de los presos. Ellos la denominaron el «ángel» y la «mamma» de San Vittore. En 1939 fue nombrada superiora de la comunidad. Durante la Guerra Mundial la cárcel fue tomada por los nazis, y se jugó la vida defendiendo y rescatando de la muerte a los judíos y presos políticos que iban a ser gaseados en los campos de exterminio.
En 1944 las SS interceptaron un mensaje de una reclusa. Enrichetta fue acusada y apresada. Gravitando sobre ella la condena a muerte, oraba en su celda en acto de gratitud. Con la intervención del arzobispo de Milán, monseñor Schuster, a través de Mussolini se condonó su pena, pero fue enviada a Bérgamo a un centro de enfermos mentales. De allí partió a Brescia, y escribió sus memorias por obediencia. En 1945 regresó a San Vittore conduciendo al camino de la conversión a muchos, como a la peligrosa convicta de múltiple asesinato Rina (Caterina) Fort. En septiembre de 1950 sufrió una funesta caída en la calle, y no se recuperó. Murió el 23 de noviembre de 1951. Fue beatificada por Benedicto XVI el 26 de junio de 2011.
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