(ZENIT – Madrid).- A este apóstol oriundo de Betsaida, que antes de conocer a Cristo ya se había dejado llevar por esa voz interior que le instaba a buscar lo máximo, no le costó reconocer dónde se hallaba esa alta cota que perseguía. Y es que no era un neófito en el seguimiento. No había acallado la inquietud que le indujo a seguir a Juan Bautista, y como discípulo suyo continuaba alentando su afán por crecer en ese gran amor trenzado de apremio, de urgencia en la conversión, de búsqueda incesante de la penitencia, que el precursor predicaba. Cuando estos sentimientos arraigan en el interior tienden a desarrollarse de forma imparable.
Mateo y Marcos dicen que su encuentro con Cristo se produjo en las orillas del lago Tiberíades, cuando se hallaba entre sus aperos de pesca junto a su hermano Pedro; Él los llamó convirtiéndoles en «pescadores de hombres». Juan, en cambio, señala a Andrés como el primer discípulo en el que se fijó el Redentor. Aquél día que Jesús volvía victorioso del desierto habiendo dejando desarmado al maligno, y se cruzó con el grupo presidido por el Bautista, Andrés tenía la sensibilidad precisa para percibir la trascendencia encerrada en las palabras que aquél pronunció señalando al Redentor como «Cordero de Dios». Para otros, que también escucharían este mismo calificativo que Juan le había dado el día anterior, no debieron significar nada. El evangelio únicamente reseña el impacto que causó en Andrés y en otro de los testigos del hecho –que tal vez después no prosiguió ya que no existen otros datos en el texto sagrado que permitan identificarle– mostrando que tuvieron la impronta de acercarse a Jesús.
Es una escena bellísima que permite imaginar el latido de estos corazones que desde el principio creyeron estar en presencia del Mesías. Cuando Él volvió su rostro hacia ellos para inquirir: «¿Qué buscáis?», propósito que conocía, aunque daba ese espacio a su libertad para que se explicaran, cómo expresarían su emoción. Iluminados por la certeza de tan excelso encuentro, simplemente preguntaron: «Maestro, ¿dónde habitas?», sin atisbo de curiosidad. Ya le amaban tanto, que de antemano estaban dispuestos a ir en pos de Él a cualquier lugar que hubiera señalado. De hecho, es lo que hicieron dejando a Juan antes de que Jesús se dirigiera a ellos. Con qué gozo acogerían su invitación: «Venid y lo veréis». Juan informa que «vieron donde moraba y se quedaron con Él» precisando la hora: «como las 4 de la tarde». Cuando algo así sucede, cambiando la vida, el momento exacto no se olvida.
Este es el seguimiento. Fue la conducta que tuvieron otros discípulos: Santiago, Mateo, Juan, Pedro… No se ponen condiciones; no se sopesan los riesgos que una decisión tal puede conllevar, no se encierra la voluntad con candados, no hay cálculo de por medio. Si así fuera no estaríamos hablando de ese amor incomparable y seductor que es capaz de destruir toda prudencia humana, ya que ésta, en realidad, cuando impregna la respuesta que debe darse a Cristo, no esconde más que el egoísmo. Lo único que se aprecia en todos los que han recibido este don de la fe, y han acogido esta gracia, es una disponibilidad previa a compartirlo todo con Cristo.
Andrés orientó sus pasos hacia Él y comenzó su vida apostólica. Era un intrépido evangelizador que en cuanto se encontró con Pedro le dio la gran noticia: «Hemos hallado al Mesías», y raudo lo condujo ante su presencia; es la actitud que procede en todo el que pone en el centro de su vida a Dios. Después, los derroteros de la divina Providencia hicieron que Pedro recibiese de Jesús la altísima responsabilidad de guiar a su Iglesia. Y Andrés, desde una fecunda retaguardia, continuaba alentando a la gente a seguir al Maestro, atento a las vicisitudes que se presentaban, como ese instante previo a la multiplicación de los panes y de los peces, en el que apreció las escasas viandas que poseía un muchacho para poder alimentar a la multitud que se congregaba en torno a Jesús, lo que pone de manifiesto su estado de oración.
Pero el inquieto Andrés era agudo y audaz, rasgos que compartía con otros discípulos. Cuando se hallaba con su hermano Pedro, junto a Santiago y a Juan, quiso saber, igual que ellos, cómo podrían identificar ese momento en el que se cumpliría el vaticinio de Cristo aludiendo a la destrucción de los pilares que sostenían el templo. Por tanto, vivió en primera persona el discurso pronunciado por Él y se nutrió nuevamente con la excelsa pedagogía del Maestro que les instó a vivir en un estado vigilante, como tantas veces aconsejó a lo largo de su vida pública. Las preguntas inducidas por religiosa inquietud reciben inmediata respuesta por parte de Dios.
Aún hubo otro tercer instante significativo que el evangelio reseña, situando a Andrés al lado de Felipe en el escenario de la fiesta de la Pascua que iba a celebrarse en Jerusalén. En esa ocasión el cometido era asistir en su labor apostólica a Jesús, que se dirigía a ciudadanos griegos. Ambos recibieron esta impactante noticia que Él les dio y a la que no hallaron su verdadero significado en ese momento: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano de trino no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere da mucho fruto».
Andrés se encontraba también en Pentecostés junto a todos los discípulos que se hallaban reunidos ese día. Después, la tradición lo sitúa evangelizando a los griegos. Entre ellos gozó de tal preeminencia que se le ha considerado fundador del patriarcado de Constantinopla. Un apócrifo denominado la «Pasión de Andrés», datado a principios del siglo IV, narra su cruento martirio en Patrás donde sería crucificado el 30 de noviembre del año 63 d.C., en una cruz elegida por él, como hizo su hermano Pedro, para que fuese distinta de la que asignaron al Redentor. Le ajusticiaron en una con forma de aspa. Es un apóstol muy venerado en Oriente y en Occidente.
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