Laicidad, laicismo y libertad
religiosa en Uruguay
Por Carlos Alvarez Cozzi (*)
ÍNDICE
I)Que es la laicidad
y que el laicismo.
II) La libertad religiosa en Uruguay. Breve reseña.
III) Reseña del proceso laicizador uruguayo.
IV) Laicidad y espacio público en Uruguay.
V) Laicidad en la educación en Uruguay. Dos visiones históricas enfrentadas: Varela y Vera.
VI) Laicidad y política en Uruguay.
VII) Énfasis de la laicidad.
VIII) Desafíos actuales para la libertad de expresión en relación a la laicidad en Uruguay.
IX) Conclusiones.
III) Reseña del proceso laicizador uruguayo.
IV) Laicidad y espacio público en Uruguay.
V) Laicidad en la educación en Uruguay. Dos visiones históricas enfrentadas: Varela y Vera.
VI) Laicidad y política en Uruguay.
VII) Énfasis de la laicidad.
VIII) Desafíos actuales para la libertad de expresión en relación a la laicidad en Uruguay.
IX) Conclusiones.
Para poder
comprender el concepto de laicidad empecemos por la definición de la
misma en el “Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia”, No. 572, porque
creemos que da un panorama exacto de ella y de su deformación patológica que es
el laicismo. Dice el Compendio: “El principio de laicidad conlleva el
respeto de cualquier confesión religiosa por parte del Estado, “que asegura el
libre ejercicio de las actividades del culto, espirituales, culturales y
caritativas de las comunidades de creyentes. En una sociedad pluralista, la
laicidad es un lugar de comunicación entre las diversas tradiciones
espirituales y la Nación” (Juan Pablo II al Cuerpo Diplomático, 12 de
enero de 2004). Por desgracia todavía permanecen, también en las sociedades
democráticas, expresiones de un laicismo intolerante, que obstaculiza todo tipo
de relevancia política y cultural de la fe, buscando descalificar el compromiso
social y político de los cristianos sólo porque estos se reconocen en las
verdades que la Iglesia enseña y obedecen al deber moral de ser coherentes con
la propia conciencia; se llega incluso a la negación más radical de la misma
ética natural. Esta negación, que deja prever una condición de anarquía moral,
cuya consecuencia obvia es la opresión del más fuerte sobre el débil, no puede
ser acogida por ninguna forma de pluralismo legítimo, porque mina las bases
mismas de la convivencia humana. A la luz de este estado de cosas, “la
marginalización del Cristianismo….no favorecería ciertamente el futuro de
proyecto alguno de sociedad ni la concordia entre los pueblos, sino que pondría
más bien en peligro los mismos fundamentos espirituales y culturales de la
civilización” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal sobre
algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la
vida pública de 24 de noviembre de 2002).
Usualmente
en el concepto de laicidad dice Néstor Da Costa (“El fenómeno de la laicidad
como elemento identitario. El caso uruguayo”, “Civitas, Revista de
Ciencias Sociales”, vol. 11, número 2, 2011, Pontificia Universidad Católica
de Río Grande del Sur), hay dos énfasis distintos en el concepto de laicidad:
por la neutralidad de lo estatal y lo público ante lo religioso y por otro, la
neutralidad de lo estatal ante lo político partidario o ideológico.
En Uruguay,
con la separación de la Iglesia Católica del Estado, por la Constitución de la
República de 1919, se produjo un desplazamiento de lo religioso a la esfera de
lo privado, quitándolo de lo estatal y de lo público, señala el mismo autor.
Creemos que al influjo de la masonería ese desplazamiento se agudizó y muchos
hechos históricos lo abonan. El modelo uruguayo incluso, admite Da Costa, fue
más restrictivo que el francés.
La laicidad
francesa está unida a una pertenencia ciudadana muy fuerte que desplaza a un
segundo plano las adhesiones comunitarias que ponen en riesgo la relación
política (Milot, M. “La laicidad”, 2009, pág. 15, citado por Da Costa).
Este fue el
modelo de laicidad uruguaya en la que el Estado y lo público se identifican y
los ciudadanos tienen en aquel su gran protector y proveedor de los grandes
bienes necesarios para la vida (Andacht, F., “Signos reales del Uruguay
imaginario”, 1992 pág.8). Da Costa en el trabajo citado afirma en relación
a este punto que la separación entre la Iglesia y el Estado implica y expresa
neutralidad del Estado frente a lo religioso. Esa neutralidad asume en Uruguay
dos vetas interpretativas: por un lado, como imparcialidad ante las creencias
de los ciudadanos y, por otro, como prescindencia de las mismas y esta última
es la que ha sido hegemónica en el Uruguay durante prácticamente todo el siglo
XX y llega hasta nuestros días aunque, quizá, con menos fuerza que en épocas
anteriores.
Para Da
Costa la neutralidad reposa sobre el supuesto de la centralidad de los
ciudadanos y el reconocimiento a éstos de sus derechos y opciones como parte
constitutiva del conjunto social. En tanto el segundo énfasis mencionado, el de
la prescindencia, expresa Da Costa, se apoya en un supuesto por el cual el
conjunto social, encarnado en el Estado, no puede ver lo religioso,
ignorándolo, prescindiendo de él. En síntesis, concluye Da Costa: “estas dos
formas implican una distinta actitud hacia los ciudadanos: la primera los
reconoce como tales y acoge sus opciones, en tanto que la segunda impone a los
ciudadanos la necesidad de alejar de lo público (de la polis) sus
convicciones”.
Milot, en la
obra citada, afirma que junto a la separación y neutralidad, el respeto a la
libertad de conciencia y de religión constituye la base de la convivencia en
sociedades plurales. No existen modelos únicos y universales de laicidad,
afirma Da Costa, porque los mismos no son trasplantables, destacando las
diferencias entre Estados Unidos, Gran Bretaña o Dinamarca. Asimismo menciona
que la influencia de la masonería en América Latina en este tema no ha sido
suficientemente estudiada.
Nosotros
creemos en cambio que el protagonismo masónico en los procesos laicizadores ha
sido determinante, siendo el caso de Uruguay uno de los más notorios en América
Latina, que forzó el paso del Estado confesional pero no a la laicidad sino
lamentablemente al laicismo, es decir, a la prescindencia o peor a la negación
de lo trascendente, llevando a la sociedad actual a la pérdida de valores, como
fuera reconocido por el presidente de la República Oriental del Uruguay mandato
cumplido (2000-2005) Jorge Batlle, aunque lamentablemente fuera en forma
tardía.
El laicismo, en cambio, es la deformación de la
sana laicidad que es la única que beneficia y enriquece mutuamente al Estado y
a los credos religiosos, dándole libertad a ambos. El laicismo, por el
contrario, supone no el guardar neutralidad sino en ignorar o incluso perseguir
toda expresión de pensamiento filosófico o religioso. Cuando hay laicidad todas
las expresiones tienen cabida sin que el Estado tome parte pero cuando se
padece el laicismo se prohíbe prácticamente la expresión del pensamiento, se
persigue o confina al que manifiesta públicamente sus convicciones más
profundas, se sofoca la libertad religiosa que nuestro prócer Artigas en las
Instrucciones del año XIII entendía que junto con la civil, debían de ser
promovidas “en toda su extensión imaginable”.
II) La libertad religiosa en
Uruguay. Breve reseña.
El Uruguay,
nació como un Estado confesional católico en la Constitución de 1830.
Ya el prócer
José Artigas, en las Instrucciones del año 1813, había proclamado “la defensa
de la libertad religiosa en toda su extensión imaginable”. Y ello estaba en
perfecta sintónía con que el Estado reconociera que la enorme mayoría de la
población pertenecía a la religión católica.
Luego, llegó
el racionalismo positivista al país y con el mismo la actitud típica
anticlerical, que terminó de originar la separación del Estado de la Iglesia,
lo que aconteció con la Constitución del año 1919, a influjo del presidente José
Batlle y Ordóñez, de origen católico, pero que, ante su situación personal
matrimonial y el influjo del racionalismo y el positivismo reinantes, sin que
pesara la religión mayoritaria del pueblo, se produjo tal separación.
La que en verdad fue muy buena tanto
para el Estado, como para la Iglesia Católica, porque sus integrantes, en
particular sus obispos, ganaron en libertad para la proclamación del Evangelio
de Jesucristo. Iglesia pobre pero libre.
La
coexistencia fue pacífica, a tal punto que la enseñanza católica se desarrolló
normalmente, con el justo y permanente reclamo de los obispos hasta el
presente, que la libertad religiosa protegida constitucionalmente no es real,
en tanto los padres que desean educar a sus hijos en un colegio privado
católico deben pagar dichos estudios sin ninguna ayuda estatal, siendo que los
mismos también pagan los impuestos que van a la educación pública, de cuyos
hijos no son usuarios.
Esto a nivel
primario y secundario porque a nivel universitario, fue recién en 1984 que se
creó y luego fue reconocida por el Estado que tenía el monopolio de la misma,
la Universidad Catolica del Uruguay, Monseñor Dámaso Antonio Larrañaga, que
paradojalmente en el S.XIX había sido fundador de la estatal Universidad de la República,
antes de la separación de Estado e Iglesia.
Uruguay es reconocido por su
libertad de cultos, donde coexisten cristianos católicos, protestantes,
evangélicos, judíos, musulmanes y otras religiones, sin problemas de
convivencia, claro, en el país más secularizado de América Latina.
Siguiendo la
muy buena relación de hechos que sobre el punto hace Da Costa (ob.cit), diremos
que la Iglesia Católica en la Banda Oriental y luego en la República fue de
implantación tardía y débil, dado que nuestro territorio no ofrecía mucho
atractivo a los colonizadores por no tener muchas riquezas propias. La
fundación de la misma ciudad de San Felipe y Santiago de Montevideo es bastante
tardía con respecto al resto de la realidad americana. Esa debilidad original
se extendió en el tiempo con un clero nacional escaso y disperso y la tardía
también erección de la diócesis de Montevideo, a la sazón la única del
territorio.
Los primeros
escarceos entre la Iglesia local y el Estado se produjeron a fines del siglo
XIX y principios del XX en que el naciente poder reclamaba para sí el control
de la vida colectiva, desplazando a la Iglesia que controlaba espacios propios
del Estado como el registro civil o la educación pública. Además en esa pugna
se suman contra la Iglesia Católica, la masonería y los protestantes (Caetano
G. y Geymonat R., “La secularización uruguaya 1859-1919)”, 1997).
En 1861 el
cura párroco de la Catedral negó la sepultura canónica a un conocido masón lo
que generó la llamada “secularización de los cementerios” a favor de la
administración estatal. Ello fue en ascenso hasta que en 1863 el obispo de
Montevideo fue desterrado por el gobierno. Da Costa (ob.cit.) refiere también a
que entre 1865 y 1878 tuvo lugar en Montevideo sobre todo “el conflicto
intelectual”, que fue el enfrentamiento por los medios de comunicación de
centros de pensamiento liberales y católicos. En 1877 se había aprobado la Ley
de Educación que desconfesionalizó la educación pública, lo que en los hechos
significó la expulsión de Dios de los centros de enseñanza oficiales, lo que
perdura hasta nuestros días. En la misma línea, en 1879 se sancionó la Ley de
Registro de Estado Civil, quedando en manos estatales el monopolio del mismo. A
su vez, en 1885 recuerda Da Costa (ob.cit.) que se aprobó la Ley de Conventos.
Por la misma se declaraba sin existencia legal en el país a todos los conventos
y casas de oración así como se prohibió el ingreso de religiosos extranjeros al
país. También en 1885 se aprobó la Ley de Matrimonio Civil que estableció la
obligación de contraer matrimonio civil antes de celebrar el religioso. Lo que
perdura hasta el presente a diferencia de muchos otros países en que se puede
celebrar directamente el matrimonio religioso y éste despliega efectos civiles,
si cumple con los requisitos legales. Los obispos del Uruguay recientemente se
han manifestado otra vez acerca de modificar la normativa legal para
posibilitar que se pueda celebrar tanto el matrimonio civil como el religioso
pero desplegando este último también efectos civiles.
Ante la
ofensiva anticlerical expresada fue normal que la comunidad católica se
organizara en Centros católicos, (Club Católico) producto de los Congresos
Católicos, de los cuales emergieron las históricas tres uniones: la Unión
Social, la Unión Económica y la Unión Cívica como partido político. Fue también
que se desarrollaron sindicatos, instituciones de ayuda mutua como bancos
cooperativos y mutualistas como el Círculo Católico de Obreros del Uruguay, aún
superviviente. Funcionaron como enclaves de resistencia ante los embates
anticatólicos sobre todo perpetrados por el Estado. En 1906, en pleno gobierno
de José Batlle y Ordóñez, se aprobó la absurda ley de los crucifijos que
obligaba a retirarlos de los hospitales, en clara y franca violación de la
laicidad que supone respetar todas las expresiones filosóficas y religiosas. En
1907 se suprimió también por ley el juramento de los cargos parlamentarios por
los legisladores sobre los Santos Evangelios. En ese mismo año, relaciona Da
Costa, (ob.cit.) y como uno de los primeros países en aprobarla, se sanciona la
ley de divorcio previendo como una de las causales la sola voluntad de la
mujer, la que permanece hasta nuestros días.
Como un paso
más adelante, en la reforma constitucional de 1919, se produce la separación de
la Iglesia Católica del Estado, conforme al art. 5º de la Carta Magna. En ese
mismo año, se sanciona la ridícula secularización de los feriados por la que el
día de Navidad se le denomina “Día de la Familia”, el 6 de enero en lugar de
Reyes es el “Día de los Niños” y la Semana Santa se define peculiarmente como
“Semana de Turismo”, ininteligible en cualquier parte del mundo, aún del no
cristiano.
En esa misma
época se procedió a cambiar los nombres de varias localidades del país que
tenían apelativos de santos, como por ejemplo Santa Isabel que pasó a
denominarse Tacuarembó o San Fernando que pasó a llamarse Maldonado.
El
enfrentamiento del lado liberal llegó a dislates tales como los llamados
“banquetes de la promiscuidad”, en que destacados liberales los viernes santos
(en que la Iglesia observa ayuno y abstinencia), organizaban parrilladas
opíparas con gran consumo de carne vacuna y achuras. Y ello tenía lugar –para
provocar claramente- nada menos que en la esquina de la Catedral en Ciudad
Vieja y también en la proximidad de otros importantes templos.
Da Costa
(ob. cit.) entiende que el enfrentamiento se acentuó por “la intransigencia de
la Iglesia Católica”, lo cual no es cierto porque en los temas fundamentales de
la fe la Iglesia no puede “disponer” del tesoro de la revelación sino que es
simplemente su custodio.
La
consecuencia de esa embestida fue que lo religioso fue desplazado al ámbito de
lo privado o familiar, con la pretensión imposible de conseguir en su
totalidad, de desplazar la fe de lo estatal pero también del ámbito público.
Con ello la Iglesia pareció conformarse con su retracción de la vida pública
hasta que en la década del 60 del siglo XX, la del Concilio Vaticano II, la
jerarquía católica, con el “aggiornamento” posconciliar y con su figura
más destacada de la época, Mons. Carlos Parteli, Arzobispo de Montevideo de
1966 hasta 1985, volvió a tratar en sus cartas pastorales temas de relevancia
pública como la tenencia de la tierra o los excesos del capitalismo, pero, a
nuestro juicio, sin cuidar de la debida ortodoxia, lo que luego desembocó
lamentablemente en la adopción de la llamada teología de la liberación por
varios sacerdotes que cometieron claras desviaciones doctrinarias y de ética
clerical y otros que además dejaron el ministerio. Algunos de los cuales
asistieron a subversivos y por ello debieron de ser sometidos a la justicia de
la época.
Es
interesante no obstante referir que la secularización no llevó siempre a la
privatización de la religión o de la fe, que ello no obedece a una tendencia
estructural moderna constante sino que se da solo en determinadas situaciones,
afirma José Casanova en “Religiones públicas en el mundo moderno”,
Madrid, 2000. Pero esa fue la consecuencia inmediata ocurrida en Uruguay hasta
la reacción de muchos cristianos que no se conformaron ni se conformarán con
ser ciudadanos “de segunda” por tener fe.
Dice Da
Costa (ob cit.) y coincidimos, que “el tipo de laicidad que se construyó en
Uruguay pone un fuerte énfasis en la ausencia de lo religioso en lo público”.
En efecto, existen pocos símbolos religiosos en los espacios públicos
uruguayos. Uno de los más importantes es la Cruz del Papa, que recuerda la misa
que Juan Pablo II presidió en ese lugar céntrico de Montevideo, la capital de
la República. Una vez que finalizó la visita, y se desmontó el altar construido
al efecto, el presidente de la República de la época, el agnóstico Julio María
Sanguinetti, propuso que la cruz quedara instalada allí en recuerdo de la
primera visita de un romano pontífice al país. Incluso como demostración de
tolerancia lo proponía el Jefe de Estado. Bastó la iniciativa para que sectores
de la izquierda opositora alzaran su voz afirmando que era una violación de la
laicidad dejar un símbolo religioso en un lugar público. Otros sectores de
pensamiento también se sumaran a la crítica. La Conferencia Episcopal del
Uruguay había ya donado a la Intendencia de Montevideo la cruz. El tema para
los que se oponían no era la cruz sí o la cruz no, sino más bien querer imponer
un concepto de laicidad que no es tal porque justamente la laicidad debe
permitir la expresión de todas las creencias sin que el Estado adopte por sí
una, sino de laicismo militante y del más rancio, que pretende quitar de la
vida no sólo estatal sino pública toda referencia a lo trascendente, como si la
dimensión espiritual o de “religamento” que el hombre tiene con Dios
sencillamente no existiese. En forma indignante el legislativo de Montevideo
resolvió devolver la cruz a la Iglesia Católica y quitar el monumento. Ante
ello, tomó cartas en el asunto el Legislativo Nacional y se aprobó por ley que
la cruz se mantuviera en el lugar emplazado, donde felizmente aún permanece, como
homenaje y recuerdo de la primera visita de un Papa al Uruguay. No obstante en
el debate parlamentario nacional hubo voces que se opusieron al mantenimiento
de la cruz calificando de oscurantismo a la creencia religiosa, y que su solo
mantenimiento produciría agravio a los no creyentes. Otro dijo que un país
liberal y laico no debía de permitir que el monumento quedase en la vía
pública. Estas expresiones nos demuestran efectivamente que en Uruguay no se
pasó de un Estado confesional a la laicidad sino al laicismo y de los peores.
Porque no es laicidad prohibir manifestaciones religiosas sino al contrario,
permitirlas todas sin que el Estado adopte una como suya propia y es expresión
de laicismo en cambio lo que se intentó, es decir, negar la dimensión espiritual,
y nada menos que del símbolo que representa la religión de la enorme mayoría de
los habitantes del país. Y esto, que claramente está dirigido en Uruguay por la
masonería sobre todo contra la Iglesia Católica, no se evidenció cuando la
Intendencia de Montevideo colocó en la rambla de la ciudad una estatua a
“Iemanjá”, ¡del culto afro umbandista! Al contrario, se aprobó rápidamente.
Entonces está muy claro para qué se usa el discurso de presunta laicidad en
Uruguay (en realidad como vimos, del más puro cuño laicista y masónico), como
sucede también en muchos otros países: para confinar la fe católica a lo íntimo
y privado, como si los cristianos fueran ciudadanos de segunda.
Tan es así
que Da Costa (ob. cit.) concluye: “El rechazo de los símbolos religiosos en lo
público o la expresión de las iglesias en los asuntos públicos, o la expresión
pública de la fe de las personas, es parte del modelo hegemónico de “laicidad”
uruguaya”. Con la salvedad que creemos que eso no es laicidad sino laicismo y
con la de que algunos otros monumentos como el de “Iemanjá” (es decir no
católico) no despertó resistencia alguna, sino al contrario, podemos aceptar la
conclusión del autor multicitado.
Recientemente,
en 2016, se vió como la Junta Departamental de Montevideo, órgano legislativo
del Departamento donde está la capital del país, negó la instalación en la
rambla de Montevideo, de una imagen de la Virgen María, solicitada por un grupo
de laicos católicos. Increíblemente se volvieron a expresar pretensos
argumentos del pasado, los que carecen de todo fundamento, en tanto en la misma
ciudad, como vimos, en espacios públicos, hay monumentos de otros símbolos
religiosos.
El fenómeno
que analizamos al ver el proceso laicizador en Uruguay de fines del siglo XIX y
principios del XX tuvo su manifestación también en el ámbito educativo.
Ese período,
marcado por esa transformación espiritual e ideológica, es el tiempo en que
coinciden en el país dos figuras relevantes: José Pedro Varela (1845-1879),
autor de la reforma educativa de la época y Mons. Jacinto Vera (1813-1881),
Vicario Apostólico y luego primer Obispo del Uruguay.
Dice José
Gabriel González Merlano en su obra “Varela y Vera, dos visiones sobre la
religión en la escuela”, 2011, pág 16, que “la educación, como dimensión
fundamental de la vida social, no podía quedar relegada en medio de esta
transformación ideológica, más aún cuando constituye el vínculo privilegiado
para la formación de las personas desde la misma infancia. De ahí, el amplio
debate que se abre, en este contexto de cambio de paradigmas, acerca de la
enseñanza de la religión en la escuela pública; donde se va a hacer presente la
postura de Varela y la postura de Vera”.
José Pedro
Varela fue sociólogo y periodista y había recibido el influjo del político y
escritor argentino Domingo Faustino Sarmiento, a quien conoció en Estados
Unidos de América. Su obra “La Educación del Pueblo” de 1874 lo llevó a
que en el gobierno del dictador Latorre se le ofreciera el cargo de Director
General de Instrucción Pública, desde el que elaboró un proyecto de ley sobre
la enseñanza escolar universal, laica, gratuita y obligatoria. Varela había
expuesto ya en “La Educación del Pueblo”, que la educación es necesaria
para el ejercicio de la ciudadanía y para ello es necesario separar la religión
del Estado. En esto se plasma en verdad el deísmo spenceriano del que Varela
era tributario. Esa cuestión será la antesala de lo que en la Constitución de
1919 supondrá la separación de la Iglesia del Estado. Ambas posturas son
irreconciliables, dice González Merlano (ob cit., pág. 19) porque la verdad
revelada se deberá enfrentar al positivismo que conlleva el laicismo y la
libertad de conciencia como bandera. Esta concepción filosófica invadirá la
educación y más allá de las aulas impregnará la institucionalidad estatal
toda, definiendo de acuerdo a su particular visión del hombre, nuestro ser
social y cultural. Dice Jaime Monestier en forma bien gráfica (“El combate
laico”, Montevideo, 1992) que “El púlpito, el club, la cátedra, la sala de
conferencias, la mesa familiar: nadie permaneció ajeno al debate que, en
resumidas cuentas, y en términos de simplificación, no fue sino un plebiscito a
favor o en contra de la supremacía de la Iglesia en la enseñanza”.
No forma
parte de este artículo analizar en detalle en qué consistió la reforma
educativa vareliana, sino precisar los verdaderos alcances de la misma en
relación al tema de la obra colectiva en el que este artículo se inserta: la
laicidad. Y muchos intereses en Uruguay existen para hacerle decir a Varela y a
la reforma lo que aquél ni esta establecieron. Porque si bien es cierto que la
reforma consagra un sistema público, laico, gratuito y obligatorio, en cambio
no destierra de los planes de estudio toda referencia a lo trascendente y basta
para ello ver lo que el mismo reformador afirma. “La escuela laica responde
fielmente al principio de la separación de la Iglesia y del Estado (“La
Educación del Pueblo”, 108), lo cual no significa excluir de la enseñanza
lo referente al fenómeno religioso, ya que esto no es posible, desde el momento
que bajo diferentes formas “el sentimiento religioso vivirá siempre en el
hombre, y el misterio de lo desconocido solicitará activamente los impulsos del
alma humana”. Pero la transmisión de las verdades reveladas, el dogma,
corresponde a la Iglesia, y “de ese modo se armonizan las exigencias del
individuo, como ser religioso, y las de la Iglesia” (Varela, “La Educación del
Pueblo”, 117,118.) De manera que es muy claro que Varela no decretó el
destierro de lo trascendente de la educación pública sino que fueron sus
interesados intérpretes quienes quisieron hacerle decir al reformador lo que
éste no dijo. Es más, Varela llegó a plantear que fuera del horario de clase
era bueno que en los locales de enseñanza los alumnos que quisieran pudieran
recibir formación religiosa, lo que luego en los hechos, ante la ignorancia y
prescindencia del tema de parte de los programas oficiales, tal necesidad fue
cubierta por la formación que dan las parroquias católicas o los templos o
colegios de otras denominaciones religiosas.
Ante la
aprobación de la ley de educación, consagratoria de la reforma vareliana Mons.
Jacinto Vera emitió una Carta Pastoral sobre la Educación en la que expuso la
visión católica sobre el tema criticando el nacimiento de una especie de
“religión pura” o “moral independiente”, distanciadas de los valores antes
identificados con la moral católica. En su Carta Pastoral para argumentar
acerca de la necesidad de la religión en la educación, Mons. Vera, expresa: “No
voy a citar católicos, la autoridad de los Padres y Doctores de la Iglesia, ese
conjunto de hermosas lumbreras con que Dios ha querido honrar al catolicismo:
vosotros ya sabéis su doctrina. Os voy a citar autoridades profanas, que
aceptan también los enemigos de la Iglesia”, (Carta, No. 32). “¿No es
una burla ridícula decir a un pueblo católico que su moral y su religión
sublime no sirve para la enseñanza porque, siendo positiva, puede ser un error
como tantos otros que existen y que así es mejor apelar decidida y
exclusivamente a lo que se llama la moral y la religión pura, racional? Pero,
católicos; además de que por lo mismo que nuestra religión es positiva, esto
es, revelada por Dios, es divina, ¿no podríamos volver el argumento contra los
libre-pensadores y decirles: la religión católica es única, invariable, pero la
moral y la religión independiente es tan varia como sistemas morales y
filosóficos existen? (Carta cit. No.37).
Y el Obispo,
con razón, continúa en forma demoledora: “Si no es posible asemejar ninguna
otra moral ni religión con la moral y religión de Jesucristo, se ha intentado
hipócritamente oponer por los enemigos de la enseñanza religiosa, el principio
de la libertad de conciencia, como incompatible con ella. Pero esto, fieles
amados, es falsear la cuestión, es abusar del buen sentido. Se trata de una
enseñanza religiosa que no es obligatoria, que se da quien la quiere; y hasta
ahora quien la quiere es la inmensa mayoría de los orientales, es la nación, la
que no ha conferido a los libre-pensadores el mandato de representarlo en sus
creencias religiosas que son sagradas; ni mucho menos les ha delegado poder
para decidir de la verdad y divinidad de la religión católica” (Carta
Pastoral, No.10). La natural defensa del confesionalismo de Mons. Vera es
de gran altura porque a la vez de saludar la enseñanza establecida por la norma
como obligatoria respeta lo establecido en el art. 18, que establece la no
obligatoriedad de la enseñanza religiosa para lo que no profesen religión.
Aunque a continuación expresa que “considera una iniquidad y tiranía que
existiendo una religión de la mayoría absoluta de la población, como la
católica, la autoridad se empeñe en contrariar los sentimientos religiosos de
las familias, que con sus tributos costean la enseñanza”; con lo cual este
argumento del sostenimiento económico es visto desde una óptica muy diferente a
la de Varela. “Porque la Dirección General de Instrucción Pública, como los
maestros no se representan a sí mismos, sino a las familias y a la Nación, y no
son el tribunal que debe decidir sobre el valor de las doctrinas e imponer sus
creencias”, insiste Mons. Vera señala González Merlano en ob. Cit., pág.35. Y
concluye: “Esto sería un despotismo que no podría tolerarse por un Gobierno que
sienta el noble orgullo de representar a la nación, antes que bajarse a servir
de instrumento a dogmatizadores arbitrarios que no profesan la religión
nacional”. La misión y deber del Estado es “tutelar la moral, la religión y las
instituciones de la nación por la cual existe y en cuyo nombre e interés y con
cuyo espíritu gobierna” (Carta Pastoral, No.42). La Carta Pastoral de
Mons. Vera, como vemos “no iba dirigida contra la ley, ni el Estado, ni la
modernización de éste, ni la reforma escolar, sino a lo que propugnaban y
querían imponer la prohibición de la enseñanza religiosa, en un país en que el
99% de la gente era católica. Lo que se defendían eran los derechos del pueblo,
la libertad de los padres”, dice Alberto Sanguinetti Montero en “Manuscrito
para la “Positio” de la causa de canonización del Siervo de Dios Jacinto Vera”,
versión 2008, Cap. XV). González Merlano en la ob.cit. señala, y
coincidimos plenamente, que el problema más allá de la ley era la
intención de impregnar una orientación positivista y liberal a ultranza. Lo que
fue lesivo para la Iglesia no fue la ley en sí misma sino la campaña orquestada
o su aplicación excediendo el propio marco de la norma.
En esta
lucha titánica en defensa de la enseñanza religiosa acompañaron a Mons. Vera
dos lumbreras católicas de nuestra sociedad, de ilustrísima memoria, como lo
fueron el Dr. Juan Zorrilla de San Martín, -político y poeta-, desde la
dirección de “El Bien Público” y el Dr. Francisco Bauzá, -abogado,
historiador y escritor-, desde el Parlamento. Naturalmente que también acompañó
a Mons. Vera el sacerdote y luego obispo Mariano Soler por medio de varios de
sus escritos, consigna González Merlano en ob.cit.
Como conclusión
de toda esta cuestión de la educación González Merlano acierta cuando afirma:
1º.) Que todo el pasaje a la laicidad
además de cuestionar y al final excluir la enseñanza del dogma supuso el
extender la educación a todas las clases sociales, sin distinciones de credo,
se transformó en los hechos en un explícito laicismo, negador de toda realidad
de tipo religioso. Es decir, se pasó rápidamente del confesionalismo al
laicismo, sin una experiencia de laicidad. Y no hay duda que ninguno de esos
extremos era querido por Varela; si bien se oponía al dogma, reconocía también,
como vimos, el valor humano y cultural de la religión para los pueblos, y
defendía explícitamente que la escuela no puede ser antirreligiosa o atea. Lo
que Varela no quiso en los hechos fue lo que se impuso hasta nuestros días con
las secuelas consiguientes de falta de valores: la exclusión en los programas
de enseñanza oficiales de toda referencia al hecho religioso. Con lo que la
laicidad mudó en laicismo y del peor. De mantener la neutralidad el Estado
en el tema se pasó sin solución de continuidad, desde el inicio, en los hechos
a la prescindencia o peor a la negación de lo trascendente como expresión de
una rancia ideología laicista, empobrecedora de la formación educativa y del alma
humana de los educandos.
2º.) Que en los hechos se desconoció la
libertad religiosa que está amparada constitucionalmente en la Carta Magna.
Cercenándose así el derecho de los credos religiosos a ejercer libremente su
tarea educativa mediante la imposición de una escuela única, texto único y
maestro único, egresado de centros estatales, se impone a la fuerza un modelo
de educación laicista y no verdaderamente laica, donde como vimos, lo religioso
es excluido sistemáticamente, tronchando así a los educandos de una dimensión
fundamental de la vida humana.
Porque una
cosa es que el Estado haya dejado como tal de profesar religión alguna con la
Constitución de 1919 y otra muy distinta es que en los hechos esa presunta
neutralidad se transforme en negación de todo el pensamiento trascendente, el
cristiano y todo otro pero que lo que claramente busca, dada la gran mayoría de
cristianos que tiene en su población el país, es afectar claramente a ese
colectivo. Con el agravante que los padres cristianos pagan sus impuestos como
ciudadanos pero si quieren que sus hijos reciban formación religiosa deben
pagar además un colegio privado o contentarse con la pobre formación cristiana
que siempre ofrecieron las parroquias. Es claramente una discriminación en un
solo sentido. Lo justo sería que el Estado, con los impuestos, que pagamos
todos, permitiera, con un bono escolar, que el hijo de un creyente reciba
educación estatal en el colegio que realmente elijan los padres y no en el que
lo fuerza a asistir a la escuela pública oficial. Esto es como señala González
Merlano en ob.cit. , pág. 47 que “el Estado debería cumplir con su tarea de
ordenar la educación para el bien común, sin imponer ninguna orientación
filosófica, política, ideológica o económica”. Y si de verdad quisiera
contribuir con la libertad educativa y religiosa constitucional, lo que debería
de hacer es distribuir los fondos públicos del área entre los colegios de
diferentes orientaciones para que los padres tengan el efectivo derecho de
elegir el tipo de educación que quieren para sus hijos y no imponiendo un
monopolio estatal laicista. Naturalmente que las escuelas para recibir los
fondos deberían de cumplir con las reglas que el Estado fije con ecuanimidad
para asegurar el nivel de enseñanza.
Debe
recordarse que la Carta Magna establece la libertad de enseñanza limitándose el
Estado a fijar las condiciones de “moralidad e higiene”. Letra que es muerta
con el sistema laicista monopólico establecido en los hechos. El Estado
uruguayo pone a disposición medios económicos solo a un tipo de escuela,
violando así en forma flagrante lo establecido por el art. 68 de la vigente
Constitución de la República. Además el art.40 de la misma Carta establece la
obligación estatal de “velar por la estabilidad material y moral de la familia”
“para la mejor formación de los hijos dentro de la sociedad”. Norma última que
no se cumple si efectivamente los padres de familia carecen de la libertad
práctica de elegir la clase de educación que desean para sus hijos.
3º.) En lo atinente a la objeción de
conciencia, que exige una especial atención en relación a la libertad religiosa
y de conciencia, y que debe existir también en el ámbito educativo, no existe
previsión alguna en la normativa legal. Temas tales como actividades escolares
los días sábados, juramento y reverencia a símbolos patrios, determinados
contenidos educativos que los padres no quieren que sus hijos reciban, etc. El
racionalismo de entonces -que originó la “religión positiva”- está junto con el
positivismo absolutamente en crisis, por lo que se advierte que lo que se
presentaba como modernidad frente al “oscurantismo religioso” la misma historia
ha demostrado su fracaso. Ante dicha crisis derivada de que la “moral
independiente” de aquel momento, que erosionó los valores humanos y por tanto
cristianos, hoy se ha transformado, -observa González Merlano con mucha
precisión, y lo compartimos totalmente- en la moral relativista, subjetivista,
hedonista, marcadamente individualista. Tan esto ha sido así en Uruguay que el
entonces presidente Tabaré Vázquez (2005-2010), en su discurso en la sede de la
Gran Logia de la Masonería del Uruguay, el 14 de julio de 2005, dijo: “La
laicidad es un marco de relación en el que los ciudadanos podemos entendernos
desde la diversidad pero en igualdad….la laicidad es factor de democracia…Desde
esa perspectiva, la laicidad no inhibe el factor religioso. ¡Cómo va a
inhibirlo, si, al fin y al cabo, el hecho religioso es la consecuencia del
ejercicio de derechos consagrados en tantas declaraciones universales y en
tantos textos constitucionales! La laicidad no es incompatible con la religión;
simplemente no confunde lo secular y lo religioso… La laicidad no es la
indiferencia del que no toma partido. Y en esa misma línea, como indicamos
antes, el presidente uruguayo Jorge Batlle (2000-2005), refiriéndose a la
propuesta de valores en la escuela dijo muy gráficamente: “El laicismo nos ha
llevado a decir lo que el laicismo (debió aquí decir laicidad) no quiere decir.
Nos ha llevado a decir, que, como no podemos ser hinchas de Peñarol, Nacional,
Wanderers ni Bella Vista, el fútbol no existe, entonces la bolilla fútbol no
existe porque somos laicos. Grave error. Los valores morales, los valores
éticos tienen que estar en la base de la enseñanza de los seres humanos” (Conferencia
en el Foro de la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresa (ACDE),
Montevideo, 7 de marzo de 2001).
En su
trabajo González Merlano, mirando hacia el presente del Uruguay concluye en
este tema afirmando que “si se pretende ser coherente con la propuesta
vareliana de educación, al acordar los valores a trasmitir, para el
engrandecimiento de la persona y el desarrollo de la sociedad, de ninguna
manera podría quedar fuera de los planes y programas de estudio la
consideración de la dimensión religiosa y trascendente de la realidad, que
constituye la plenitud de lo humano, como lo defendía Vera”. Coincidimos
totalmente con dicha conclusión aunque con el gobierno actual de Uruguay y la
vigente nueva Ley de Educación, la misma deberá seguir esperando a un gobierno
de otro signo porque la izquierda ha sido en este tema la continuadora del
batllismo estatizante, (a pesar de lo expuesto por el Dr. Vázquez), partidarios
ambos del laicismo y no de la laicidad, no obstante la “mea culpa” tardía citada
del ex presidente Batlle.
Como vimos,
la laicidad se aplica en relación a la enseñanza pero también a lo político. En
Uruguay este punto es de singular relevancia ya que el Estado debe mantener
neutralidad en ese sentido porque los funcionarios públicos lo son de la Nación
y no de partido político o facción alguna dice la Constitución de la República.
Por tanto, a lo largo de la historia, las varias violaciones a este principio,
en gobierno de partidos fundacionales o de la izquierda más recientemente,
tuvieron repercusiones y en trabajo inédito que cita Da Costa en ob, cit. de M.
Natalevich “Hechos y denuncias de violación de laicidad 2003-2010”, se
detallan algunas de ellas.
Pero antes
queremos destacar que durante muchos años en Uruguay la izquierda sostuvo en
forma falaz, -y así se enseña lamentablemente en muchos centros de estudio y se
estampó en publicaciones-, que la subversión izquierdista (con robos,
secuestros, asesinatos) había comenzado para combatir la dictadura. Cuando es
un hecho histórico innegable que los tupamaros y otros movimientos subversivos
arrancaron a fines de la década del 50 del siglo XX, en plena democracia, y no
luego de junio de 1973, fecha del golpe de Estado cívico-militar. Quizás confiando
en aquella máxima fascista de que una mentira repetida mil veces se convierte
en realidad, de realismo mágico tal vez. (Álvarez Cozzi, Carlos: “Laicidad o
laicismo en Uruguay”). Recuperada la democracia también hubo los episodios
que a continuación elencamos.
El 19 de
junio de 2003 el ex presidente Luis Alberto Lacalle reivindicó su gestión
presidencial en un acto oficial en una escuela agraria del sistema público de
enseñanza.
Convocado al
Parlamento junto con el ministro de Educación de la época el presidente de la
Administración Nacional de Educación Pública (ANEP), éste expresó que dentro de
la educación está lleno de casos reales y serios de violación de la laicidad
por parte de los docentes de izquierda y que sobre ello se guarda silencio. Y
especificó que eso sucede en enseñanza secundaria y en formación docente.
En octubre
de 2004, el Consejo de Educación Secundaria investigó denuncias de padres de
alumnos por casos de violación de la laicidad en relación a lo político
provenientes de docentes que en clase expresaron a sus alumnos sus preferencias
político-partidarias.
En 2006, el
ministro de Educación del gobierno de izquierda fue citado al Parlamento por la
oposición por manifestaciones político partidarias realizadas por un diputado
frenteamplista en un liceo público, referidas a acciones militares
llevadas a cabo por los Tupamaros antes de la dictadura.
En 2009
sucedió un caso más grave de violación de la laicidad esta vez en una escuela
pública en que la maestra organizó un simulacro de elecciones internas de los
partidos políticos para que los niños votaran. En la votación general fue
mayoritariamente preferido José Mujica, entonces presidente de la República,
tanto en la interna de su coalición como por encima de los candidatos de los
otros partidos políticos, lo que mereció un “festejo” con baile organizado por
la maestra.
Pero se han
dado otros casos recientes de evidente violación de la laicidad cuando el entonces
presidente Mujica se ha referido en forma pública a cuestiones políticas internas
del Frente Amplio (solicitud de sanciones para los jerarcas del gobierno que no
estén al día con el pago de aportes a la coalición de izquierda) o ha
participado de un acto político partidario chavista en Venezuela y no de la
asunción del último mandato de Hugo Chávez porque sencillamente éste no podía
hacerlo por estar internado gravemente enfermo en Cuba, cuando todo ello la
Constitución se lo tiene expresamente vedado.
Otro hecho
innegable de violación de la laicidad ha sido la aprobación en Uruguay de la
Ley de Salud Sexual y Reproductiva que da base normativa a la llamada
“ideología de género”, promovida internacionalmente por conocidas ONGs -que
propugnan una reingeniería social antinatural- que como es sabido niega la
realidad natural de los sexos y considera al género como construcción social.
Porque establece en forma insólita que el Estado garantizará el derecho al goce
de la sexualidad como vínculo de placer antes que para la reproducción. Nos
preguntamos cómo el Estado garantizará ello por ejemplo a quien no tenga una
pareja, ¿se la proporcionará? De solo plantearlo surge claro que la ley viola
la laicidad porque no tiene el derecho de imponer desde el Estado una ideología
que es además totalmente falsa, de colonización cultural y antinatural. Y
forman parte también de ese impulso la ley de cambio de sexo registral, la
adopción de niños por parejas homosexuales y la ley de matrimonio entre personas
del mismo sexo. Todo lo cual muy gráficamente Benedicto XVI ha denominado como
la “dictadura del relativismo”. Es decir, que quienes aseguran que todo es
relativo pretendan en forma contradictoria a su propia máxima, que ella sea
absoluta. Que lleva consigo ínsita la persecución autoritaria de todo aquel que
disienta con su visión relativista, incluyendo persecución privada y pública.
Milot (ob.
cit) clasifica la laicidad en separatista, anticlerical, autoritaria, de fe
cívica y de reconocimiento, según donde ponen el acento los sectores sociales
que las propugnan. La laicidad separatista refiere a la brecha que debe existir
entre las la vida privada y la pública en lo referente a valores a defender. La
anticlerical refiere a la separación que se considera principal para asegurar
el proceso laicizador. La de fe cívica, es la que según Milot permite la
formación de valores sociales comunes en la sociedad. La de reconocimiento es
la de autonomía de pensamiento de la que cada ciudadano es considerado
portador. Da Costa en ob. cit. entiende que son todas con excepción de la última,
las modalidades de la laicidad que tuvieron lugar en Uruguay, porque entiende
que las primeras están referidas a los factores culturales y sociales y
no a los aspectos jurídicos de la misma. Da Costa, citando a Rama -sociólogo
uruguayo contemporáneo que ha trabajado mucho en el tema educativo-, entiende
que el proceso uruguayo está vinculado a la histórica hiperintegración de las
oleadas de inmigrantes, basada en la imposición de un mismo idioma, en la
escuela pública, en la túnica blanca y la moña azul de sus escolares, en la
propia grisura de sus edificios públicos, y que la misma ha negado las
diferencias, con un fin disciplinador y centralizador del Estado como principal
matriz de la sociedad uruguaya. Finalmente Da Costa agrega como conclusión de su
trabajo que “la laicidad uruguaya se encuentra ante el desafío de reexpresarse
en códigos culturales distintos a los de su construcción como valor identitario
propio”.
Nosotros
compartimos la misma porque entendemos que primero el batllismo estatizante y
luego la izquierda, como continuadora de ese proceso, buscaron igualar para
abajo, achatando la pirámide, sin reconocer las diferencias en los talentos y
virtudes, como manda la Constitución en el art. 8 luego de establecer la
igualdad de las personas ante la ley. Y ello llevó en forma totalmente
antinatural y forzada a un achatamiento del nivel cultural, a no favorecer la
iniciativa privada ni el talento de los uruguayos, a considerar el éxito
personal casi como un pecado, a que la figura del emprendedor o empresario sea
socialmente mal mirada, a seguir esperando todo del Estado a pesar que el
estado de bienestar hace tiempo que feneció, en lugar de no esperar más del
Estado y de la sociedad que lo que éstos pueden darle al individuo que debe ser
hijo de la superación personal por su propio esfuerzo, al hábito de trabajo y
al cumplimiento de la palabra empeñada. Por eso propugnamos una laicidad
verdaderamente tal que es posible y no un laicismo como el uruguayo que ha
empobrecido a las personas y a la sociedad.
Creemos que
actualmente en la sociedad uruguaya la libertad constitucional de expresión de
los que disienten con el modelo laicista, no de verdadera laicidad, está
seriamente afectada. Resulta arduo muchas veces que un medio de prensa recoja
una expresión de crítica del laicismo llevado adelante en el país. Tanto cuando
se enfoca el tema desde el punto de vista político como filosófico. Hay una
especie de temor de molestar a los poderosos, del gobierno o del sistema en
general. Porque si existiera de verdad laicidad, lo normal sería que todas las
expresiones pudieran realizarse, porque la laicidad solamente veda al Estado de
tomar partido por alguna de ellas pero no debe prohibir la expresión de
ninguna.
En la cita del ex presidente Jorge Batlle,
recientemente fallecido, que figura en este trabajo, creemos que se sintetiza
muy bien la cuestión: no es negando que una realidad exista que aseguramos la
laicidad, porque eso se convierte en el laicismo que lamentablemente ha sido
moneda corriente en nuestro país. No es quitando la cruz del Papa que se
protege la laicidad sino al contrario, es dejándola que se asegura el
pluralismo en una sociedad democrática y moderna. No es negando la realidad de
lo trascendente en la enseñanza pública que se asegura la laicidad sino que se
cae invariablemente en el laicismo que dice que no existe realidad trascendente
alguna, como si negándola, por arte de magia ella desapareciera. Y entonces,
los educandos quedan tronchados en la formación de una dimensión fundamental
para la estructura de la conciencia, la cultura y la propia personalidad.
Toda esta
situación ha repercutido, como decíamos, en la propia libertad de expresión en
Uruguay. Con autocensura del que expone o directamente muchas veces con la
imposibilidad de expresar en un medio público cualquier pensamiento que pueda
ser interpretado como atentatoria del laicismo “made in Uruguay”.
Ese modelo
debe ser cambiado en forma urgente en nuestro país para avanzar realmente hacia
una sociedad pluralista y democrática, respetuosa de todos los pensamientos con
la sola neutralidad (que no quiere decir negación o prescindencia) por parte
del Estado.
Del análisis
de todos los elementos expuestos en este trabajo creemos que se imponen las
siguientes conclusiones:
1) La laicidad correctamente
entendida y aplicada es buena para una sociedad porque permite la libre
expresión de todos los pensamientos sin que el Estado adopte uno como propio.
Ello es básico para el ejercicio real del constitucional derecho a la libertad
religiosa que el Uruguay defiende, practica y nunca estuvo en duda su vigencia.
2) En Uruguay, no obstante, como
afirman algunos de los autores citados, se pasó de la confesionalidad del
Estado hasta 1919 al laicismo directamente, sin experiencia alguna de verdadera
laicidad.
3) Ello determinó la negación y no
la neutralidad del Estado, tanto en la educación como en la sociedad, del
pensamiento trascendente, filosófico o religioso, que sistemáticamente deben
ser acallados cuando éstos llegan al espacio público, ni hablamos del estatal.
4) Que ello
fue pergeñado desde fuera del país y desde dentro, tomando al Uruguay como la
Holanda de América, porque hay pruebas históricas de las mismas, innegables y
referidas por autores insospechados de ser religiosos.
5) Que ese laicismo originó la
pérdida de valores, porque ellos no fueron trasmitidos en la educación, por
entender mal la verdadera laicidad, engendrando así muchas generaciones de
alumnos, algunos de los cuales luego fueron maestros, que a su vez enseñaron a
otros alumnos, siempre con el temor de trasmitir valores por la imposición del
laicismo estatista y por temor a su transgresión.
6) Por todo
ello no es casualidad para nosotros que el proceso de aumento de la
delincuencia de mayores, baja del nivel de enseñanza, separaciones
matrimoniales, drogadicción juvenil, delincuencia juvenil, embarazos precoces,
deserción y repetición escolar y lineal, baja en el nivel universitario
constado por índices internacionales, baja de la cultura en general con
expresiones soeces en forma privada y en medios públicos, groserías de algún presidente
de la República y de otros jerarcas públicos, baja en la calidad del nivel
técnico de la producción legislativa, aumento de casos de mala praxis
profesional, etc. se hayan verificado en Uruguay. Estamos convencidos que
entre las causas de ese conjunto de síntomas está el laicismo analizado.
7) Por esto
es realmente grave tratar de revertir ese modelo nefasto a la vez que reconocer
quienes han sido los responsables históricos de la imposición del mismo: los
llamados “liberales” de “religión positiva” que en verdad más que ello
eran contrarios al pensamiento trascendente, los masones, enquistados en
todos los estamentos del país, y a nivel político cabe identificar
históricamente como responsables al Partido Colorado, -que gobernó casi un
siglo entero al país- antes y después del batllismo, con la salvedad como
vimos del Dr. Francisco Bauzá, y al Frente Amplio actualmente
gobernante, continuador del estatismo laicista en Uruguay. Esa pretendida
panacea de la “religión positiva o pura” se alimentó de racionalismo
positivista que luego mudó al relativismo y al hedonismo, que demostraron su
total falsedad. Los pocos gobiernos que hubo del Partido Nacional no
alcanzaron lamentablemente a revertir ese estado de cosas tan enquistado
culturalmente en el país. Deberá de surgir imperiosamente de próximos
gobiernos nacionales y de la sociedad civil, la conciencia sobre este tema para
corregir rumbos en bien de las personas, la sociedad y el país y colocar
nuevamente el fiel de la balanza en el centro, abandonando el laicismo para ir
a la laicidad, como antes se abandonó la confesionalidad pero no justamente
para consagrar la laicidad en la práctica.
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(*) Carlos Álvarez Cozzi, es uruguayo, Doctor en
Derecho y Ciencias Sociales, Catedrático
universitario de Derecho,y Consultor Jurídico
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