(ZENIT – Madrid).- Este místico nació el 20 de agosto de 1711 en Torrelobatón, Valladolid. Y en esta región española situada en el corazón de Castilla discurrió su breve existencia. Cuando el jesuita Juan de Loyola publicó su biografía en 1735, emergió con luz propia la intensísima experiencia de amor al Sagrado Corazón de Jesús que había jalonado su vida. No obstante, en esa fecha ya era sobradamente conocido por haber extendido esta devoción en España y en América, secundando en esta acción a la que venían realizando en Francia los santos Margarita María de Alacoque, y su director espiritual, Claudio de la Colombière.
Tuvo la fortuna de contar con unos padres piadosos que le legaron el preciado patrimonio de su fe, le pusieron bajo el amparo de san Francisco Javier y le alentaron en su vocación religiosa. Desde los 9 años y hasta su temprana muerte siempre estuvo con los jesuitas. Con ellos estudió en varias localidades vallisoletanas y se integró en la Compañía a los 14 años, época en la que ya experimentaba favores celestiales. Éste fue uno de los rasgos preponderantes de su existencia, agraciada con una profunda y singular vida interior que recuerda a la de los grandes místicos como Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. Una de esas personas cuyo acontecer no parece encerrar grandes misterios, sencilla, inocente, devota de la Virgen María, diligente en la obediencia, dócil a las indicaciones recibidas, con los brazos tendidos siempre a Dios en espíritu de ofrenda, guiado por el santo temor que le precavía de cualquier falta que pudiera ofenderle. Un apóstol que se afligía por las almas que vivían alejadas del amor divino y por las que estaba dispuesto a entregarse: «Se me parte el corazón de dolor, cuando considero hay quien ofenda a mi Dios; y diera mil vidas para sacar una alma de pecado».
El maligno intentó por distintas vías socavar su bondad, y al joven no le faltaron sus zarpazos externos e internos. Atentados contra su vida espiritual a mansalva y agresiones físicas. Quería sembrar en su ánimo la duda haciéndole creer en su impiedad: «¿Dónde va el deshonesto, el soberbio, el blasfemo? Apártese, que, si llega, será luego confundido en el profundo del infierno». Confiaba a su director espiritual el inmenso sufrimiento en el que vivía: «Esta carta va regada con lágrimas que brotan de mis ojos; y me parece que soy la criatura más infeliz que de mujeres ha nacido». Pero era un elegido de Dios y, con su gracia, lo superó todo. Tenía muy presente esta máxima de Santa Teresa: «Sólo se puede seguir o que Dios sea alabado o yo despreciado: de todo me consuelo».
En su biografía hallamos claramente expresado el instante concreto que marcó lo que iba a ser su misión en honor del Sagrado Corazón de Jesús. No cabe tomar como coincidencia sino como algo providencial lo que le sucedió a los 21 años mientras cursaba teología en Valladolid. Y así lo reconoció él mismo más tarde. Un amigo sacerdote y profesor, algo mayor que él, le pidió el favor de que tomase de la biblioteca el texto «De cultu Sacratissimi Cordis Iesu», escrito por el padre José de Gallifet, y copiase algunos fragmentos que precisaba para preparar un sermón que tenía encomendado. La lectura de esta obra dedicada a la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, y de la que Bernardo no tenía noción alguna, le produjo una conmoción interior inenarrable. En ese mismo momento hizo ofrenda de su vida ante el Sagrario prometiendo que se dedicaría por entero a extender este culto. Al día siguiente a través de una locución divina supo que era elegido para esta misión: «Yo, envuelto en confusión renové la oferta del día antes, aunque quedé algo turbado, viendo la improporción del instrumento y no ver medio para ello». Esa misma jornada durante la oración vivió otro hecho singular. Se le mostró el Sagrado Corazón «todo abrasado en amor, y condolido de lo poco que se le ama. Repitióme la elección que había hecho de este su indigno siervo para adelantar su culto, y sosegó aquel generillo de turbación que dije, dándome a entender que yo dejase obrar a su providencia, que ella me guiaría…». En otra visión el arcángel san Miguel le aseguró su asistencia para llevar a cabo esta misión.
Hacia los 19 años su ascenso espiritual había sido coronado con el «desposorio místico». Los favores sobrenaturales se sucedían unidos a la experiencia de la purificación. En ella se incluía la aludida insidia del maligno, y sus mezquinos intentos de engañarle mediante falsas locuciones y apariciones. Entre tanto, promovía una intensa cruzada a favor del Sagrado Corazón de Jesús en la que implicó a religiosos, comenzando por su propia comunidad. Dirigió cartas a prelados y miembros de la realeza, imprimió estampas, y logró que el pontífice señalara esta fiesta para España. En una de las locuciones Cristo le había asegurado que reinaría en «España, y con más veneración que en otras muchas partes». Hay que decir que el arzobispo de Burgos le apoyó en esta misión desde un primer momento, y ello propició el florecimiento de congregaciones del Corazón de Jesús y la realización de numerosas novenas que acrecentaban la veneración de las gentes.
A través de los jesuitas que se hallaban en América también allí llegaron los ecos de esta cruzada emprendida por Bernardo y de la que únicamente pudo apartarle su muerte. Ésta se produjo en Valladolid el 29 de noviembre de 1735 como consecuencia del tifus. Tenía 24 años y había sido ordenado sacerdote en enero de ese mismo año. Fue beatificado en Valladolid el 18 de abril de 2010.
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