(ZENIT-Ciudad de Vaticano, 30 de julio de 2017) – Si el Reino de Dios “se ofrece a todos”, no se da “en una bandeja de plata” sino que exige “buscar, caminar, molestarse” ha subrayado el Papa Francisco en el ángelus del 30 de julio de 2017.
Presidiendo la oración dominical desde la plaza San Pedro, ha asegurado que “la búsqueda” es “la condición esencial” para encontrar el Reino de Dios. El valor inestimable del tesoro, ha añadido, “conduce a una decisión que implica también sacrificio, desapego y renuncia”.
“Cuando el tesoro y la perla han sido descubiertos, es decir cuando hemos encontrado al Señor, no hay que dejar este descubrimiento estéril, sino sacrificar las otras cosas” ha insistido el Papa: “No se trata de despreciar el resto, sino de subordinarlo a Jesús, poniéndole en el primer lugar”.
“El discípulo de Cristo, ha concluido, no es alguien que se ha privado de algo esencial; es alguien que ha encontrado mucho más: ha encontrado la alegría plena que solo el Señor puede dar”.
Esta es nuestra traducción completa de las palabras del Papa Francisco pronunciadas en la introducción de la oración mariana.
AK/RA
Palabras del Papa Francisco
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
El discurso de Jesús en parábolas, que reagrupa siete parábolas en el capítulo 13 del Evangelio de Mateo, se concluye con las tres metáforas del día: el tesoro (v.44), la perla preciosa (v. 45-46) y la red de pesca (v. 47-48). Me paro en las dos primeras que subrayan la decisión de los protagonistas de venderlo todo para obtener lo que han descubierto. En el primer caso se trata de un campesino que encuentra por casualidad un tesoro oculto escondido en el campo donde trabaja. El campo no le pertenece lo tiene que comprar si quiere entrar en posesión del tesoro: de manera que decide arriesgar todos sus bienes para no perder esta ocasión excepcional. En el segundo caso nos encontramos a un comerciante de perlas preciosas; un experto conocedor, ha descubierto una perla de gran valor. Él también ha decidido apostarlo todo por esta perla; hasta el punto de vender las otras.
Estas comparaciones ponen en evidencia dos características que conciernen a la posesión del Reino de Dios: la búsqueda y el sacrificio. Es verdad que el Reino de Dios se ofrece a todos, es un don, es un regalo, es una gracia. Pero no se pone a disposición en una bandeja de plata, exige un dinamismo: se trata de buscar, de caminar, molestarse.
La actitud de la búsqueda es la condición esencial para encontrar; el corazón tiene que arder de deseo de unirse al bien precioso, es decir al Reino de Dios que se hace presente en la persona de Jesús. Él es el tesoro escondido, Él es la perla de gran valor. Él es el descubrimiento fundamental, que puede dar una vuelta decisiva a nuestra vida, llenándola de sentido.
De cara a este descubrimiento inesperado, lo mismo el campesino como el comerciante se dán cuenta de que están de cara a una ocasión única y a no dejarla escapar, por eso venden todo lo que tienen. La evaluación del valor inestimable del tesoro conduce a una decisión que implica también sacrificio, desapego y renuncia.
Cuando el tesoro y la perla han sido descubiertos, es decir cuando hemos encontrado al Señor, es necesario no dejar estéril este descubrimiento sino sacrificar por él cualquier otra cosa. No se trata de despreciar el resto sino de subordinarlo a Jesús poniéndolo a él en el primer lugar. La gracia en el primer lugar. El discípulo de Cristo no es alguien privado de lo esencial sino que es alguien que ha encontrado mucho más: ha encontrado la alegría plena que solo el Señor puede dar, es la alegría evangélica de los enfermos curados; de los pecadores perdonados; del ladròn al que se le abre la puerta del paraíso.
La alegría del Evangelio colma el corazón y la vida entera de quienes se encuentran con Jesús. Aquellos que se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría. (cfr. Evangelii Gaudium, n. 1.)
Hoy somos exhortados a contemplar la alegría del campesino y del comerciante de las parábolas. Es la alegría de cada uno de nosotros cuando descubrimos la cercanía y la presencia consoladora de Jesús en nuestra vida.
Una presencia que transforma el corazón y nos abre a las necesidades y a la acogida de los hermanos, especialmente a los más débiles.
Oremos, por la intercesión de la Virgen María, para que cada uno de nosotros sepa testimoniar, con las palabras y gestos cotidianos, la alegría de haber encontrado el tesoro del Reino de Dios, es decir el amor que el Padre nos ha dado por Jesús.
(c) Traducción de ZENIT, Raquel Anillo
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