La Palabra del Domingo: ¿Bienes o males?
‘¡¡¡Nooooo!!!,
¡¡para allá nooo!!, ¿a dónde me llevan?,
¡¡vamos en dirección opuesta!!, ¡den vuelta en U!, ¡¡no debíamos ir para
abajo sino para arribaaaa!!!!’
Palabras
más, palabras menos, algo así cabe suponer que pudo haber dicho el rico anónimo
del que nos habla el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 16,
19-31).
Se
trata del personaje de una parábola que contó Jesús a los fariseos, acerca de
un hombre que vestía con elegancia y banqueteaba espléndidamente, mientras que
a la entrada de su casa yacía un mendigo llamado Lázaro, que se alimentaba (es
un decir), de las sobras que caían de la mesa del rico.
Los
dos murieron. Lázaro fue llevado por los ángeles ‘al seno de Abraham’,
expresión que podemos interpretar como referida al cielo, y el rico fue
enterrado y terminó en el infierno.
En
los segundos que tardó en llegar, imaginamos que se sobresaltó y sorprendió
sobremanera, que pensó que se trataba de un error, y que tal vez pidió, luego
ordenó, luego suplicó, luego exigió, luego lloró y luego rogó ser llevado
arriba y no abajo, pero por lo visto sin éxito, pues terminó torturado por las
llamas.
¿Por
qué podemos suponer que le extrañó tanto no ir directito al paraíso?
Porque
es muy probable que él, como muchos de sus contemporáneos (y no pocos de los
nuestros), considerara que la riqueza material era una bendición divina;
pensara que era el medio con el que Dios recompensaba a quienes le agradaban.
Seguramente
recordaba al rey Salomón, al que Dios premió con una súper abundancia de bienes
como no se había visto nunca (ver 1Re 3, 11-13); tenía presente la historia de
Job, al que Dios recompensó aumentándole sus bienes al doble (ver Job 42, 10),
y desde luego se sabía de memoria ese Salmo que dice:“la descendencia del justo
será bendita. En su casa habrá riquezas y abundancia...” (Sal 112, 1-3).
Según
este modo de pensar, cuanto más tiene una persona, más confiada puede estar de
que Dios la bendice, y quien tiene poco o nada, es considerado un pecador,
alguien a quien Dios le ha retirado Su favor.
Así
que aquel rico seguramente se consideraba de los ‘consentidos’ de Dios, creía
gozar de Su aprecio y amistad.
¡Menuda
sorpresa se llevaría al descubrir que no era así!
Es
aterrador pensar que podamos vivir engañados, creyendo que Dios está contento
con lo que hacemos, creyendo que tener lo que tenemos es una muestra de Su
predilección por nosotros, y descubrir, demasiado tarde, que no es así, que la
riqueza o la pobreza por sí mismas no indican nada, y que Dios no está contento
con la manera como hemos empleado lo mucho o poco que nos dio, llámese tiempo,
bienes materiales, bienes espirituales, dones, cualidades, capacidades...
Qué
terrible enterarnos cuando ya no haya remedio, de que los bienes que de Dios
recibimos no eran para que nos gloriáramos en ellos y los presumiéramos como
trofeos, sino para administrarlos y, sobre todo, para compartirlos.
La
parábola que narra Jesús tiene un final inesperado.
Muestra
que la riqueza puede no ser una bendición y ciertamente no garantiza la
salvación: el pobre va a dar a un paraíso y el rico a un lugar de tormentos.
Como
acostumbra, Jesús pone de cabeza los conceptos de Su tiempo y del nuestro.
Nos
mueve a preguntarnos, ¿qué pasó aquí?, ¿cómo interpretarlo?, ¿acaso está en
contra de la riqueza y está planeando enviar a todos los ricos al infierno?
No.
Jesús
no odia a los ricos por ser ricos, ni ama a los pobres por ser pobres.
Jesús
ama a todos los seres humanos, independientemente de si tienen mucho, poco o
nada.
La
razón por la cual el rico terminó en un lugar de castigo, no fue porque tuviera
mucho, sino porque lo usó como se le dio la gana, sin preguntarle a Dios en qué
o en quién debía emplearlo. Se sintió dueño, no administrador, lo dilapidó en
sí mismo, no supo compartirlo.
Tenía
de sobra y a Lázaro sólo le dio sobras. Ése fue su error, mejor dicho, su
pecado.
Sus
bienes se le volvieron males porque los empleó sólo para su propio beneficio.
Y
tal vez todos los días daba gracias a Dios por todo lo que le había dado, y
quizá incluso agradecía no ser como Lázaro (‘¡¡gracias, Señor, de la que me
libraste!!, ¡qué bueno que no me hiciste como ese pobre que no tiene nada!!’).
Puede
ser que no le faltara gratitud. El problema es que no basta agradecer.
Dios
no se contenta con que diario le demos las gracias por todo lo que nos da.
Y
nosotros no debemos contentarnos tampoco.
Hay
que dar un paso más.
Agradecer
lo recibido, sí, pero mirar al que no lo recibió, y compadecerlo, que no es
tenerle lástima, sino sentir en carne propia su dolor, su carencia, y actuar en
consecuencia, hacer algo por él.
Y
que lo que hagamos no sea, como dice el Papa Francisco, nomás ‘para tranquilizar
la conciencia’, sino que sea respuesta que brote de nuestro amor cristiano,
fruto de una caridad verdadera, y delicada, que no humille, que no haga al otro
sentirse mal.
Tener
siempre presente que lo que se recibe y lo que no se recibe suele ser
inmerecido.
Y
nunca encerrarse en el propio bienestar, sino dejar las puertas y las ventanas
abiertas para que nos lleguen y nos incomoden las voces, las miradas, las manos
extendidas, la necesidad, el dolor, la tristeza, de los que piden, de los que
esperan que nunca nos conformemos con permitirles disfrutar sólo las sobras que
caen de nuestra mesa.
https://www.facebook.com/media/set/?set=a.512921915448055.1073742
‘¡¡¡Nooooo!!!,
¡¡para allá nooo!!, ¿a dónde me llevan?,
¡¡vamos en dirección opuesta!!, ¡den vuelta en U!, ¡¡no debíamos ir para
abajo sino para arribaaaa!!!!’
Palabras
más, palabras menos, algo así cabe suponer que pudo haber dicho el rico anónimo
del que nos habla el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 16,
19-31).
Se
trata del personaje de una parábola que contó Jesús a los fariseos, acerca de
un hombre que vestía con elegancia y banqueteaba espléndidamente, mientras que
a la entrada de su casa yacía un mendigo llamado Lázaro, que se alimentaba (es
un decir), de las sobras que caían de la mesa del rico.
Los
dos murieron. Lázaro fue llevado por los ángeles ‘al seno de Abraham’,
expresión que podemos interpretar como referida al cielo, y el rico fue
enterrado y terminó en el infierno.
En
los segundos que tardó en llegar, imaginamos que se sobresaltó y sorprendió
sobremanera, que pensó que se trataba de un error, y que tal vez pidió, luego
ordenó, luego suplicó, luego exigió, luego lloró y luego rogó ser llevado
arriba y no abajo, pero por lo visto sin éxito, pues terminó torturado por las
llamas.
¿Por
qué podemos suponer que le extrañó tanto no ir directito al paraíso?
Porque
es muy probable que él, como muchos de sus contemporáneos (y no pocos de los
nuestros), considerara que la riqueza material era una bendición divina;
pensara que era el medio con el que Dios recompensaba a quienes le agradaban.
Seguramente
recordaba al rey Salomón, al que Dios premió con una súper abundancia de bienes
como no se había visto nunca (ver 1Re 3, 11-13); tenía presente la historia de
Job, al que Dios recompensó aumentándole sus bienes al doble (ver Job 42, 10),
y desde luego se sabía de memoria ese Salmo que dice:“la descendencia del justo
será bendita. En su casa habrá riquezas y abundancia...” (Sal 112, 1-3).
Según
este modo de pensar, cuanto más tiene una persona, más confiada puede estar de
que Dios la bendice, y quien tiene poco o nada, es considerado un pecador,
alguien a quien Dios le ha retirado Su favor.
Así
que aquel rico seguramente se consideraba de los ‘consentidos’ de Dios, creía
gozar de Su aprecio y amistad.
¡Menuda
sorpresa se llevaría al descubrir que no era así!
Es
aterrador pensar que podamos vivir engañados, creyendo que Dios está contento
con lo que hacemos, creyendo que tener lo que tenemos es una muestra de Su
predilección por nosotros, y descubrir, demasiado tarde, que no es así, que la
riqueza o la pobreza por sí mismas no indican nada, y que Dios no está contento
con la manera como hemos empleado lo mucho o poco que nos dio, llámese tiempo,
bienes materiales, bienes espirituales, dones, cualidades, capacidades...
Qué
terrible enterarnos cuando ya no haya remedio, de que los bienes que de Dios
recibimos no eran para que nos gloriáramos en ellos y los presumiéramos como
trofeos, sino para administrarlos y, sobre todo, para compartirlos.
La
parábola que narra Jesús tiene un final inesperado.
Muestra
que la riqueza puede no ser una bendición y ciertamente no garantiza la
salvación: el pobre va a dar a un paraíso y el rico a un lugar de tormentos.
Como
acostumbra, Jesús pone de cabeza los conceptos de Su tiempo y del nuestro.
Nos
mueve a preguntarnos, ¿qué pasó aquí?, ¿cómo interpretarlo?, ¿acaso está en
contra de la riqueza y está planeando enviar a todos los ricos al infierno?
No.
Jesús
no odia a los ricos por ser ricos, ni ama a los pobres por ser pobres.
Jesús
ama a todos los seres humanos, independientemente de si tienen mucho, poco o
nada.
La
razón por la cual el rico terminó en un lugar de castigo, no fue porque tuviera
mucho, sino porque lo usó como se le dio la gana, sin preguntarle a Dios en qué
o en quién debía emplearlo. Se sintió dueño, no administrador, lo dilapidó en
sí mismo, no supo compartirlo.
Tenía
de sobra y a Lázaro sólo le dio sobras. Ése fue su error, mejor dicho, su
pecado.
Sus
bienes se le volvieron males porque los empleó sólo para su propio beneficio.
Y
tal vez todos los días daba gracias a Dios por todo lo que le había dado, y
quizá incluso agradecía no ser como Lázaro (‘¡¡gracias, Señor, de la que me
libraste!!, ¡qué bueno que no me hiciste como ese pobre que no tiene nada!!’).
Puede
ser que no le faltara gratitud. El problema es que no basta agradecer.
Dios
no se contenta con que diario le demos las gracias por todo lo que nos da.
Y
nosotros no debemos contentarnos tampoco.
Hay
que dar un paso más.
Agradecer
lo recibido, sí, pero mirar al que no lo recibió, y compadecerlo, que no es
tenerle lástima, sino sentir en carne propia su dolor, su carencia, y actuar en
consecuencia, hacer algo por él.
Y
que lo que hagamos no sea, como dice el Papa Francisco, nomás ‘para tranquilizar
la conciencia’, sino que sea respuesta que brote de nuestro amor cristiano,
fruto de una caridad verdadera, y delicada, que no humille, que no haga al otro
sentirse mal.
Tener
siempre presente que lo que se recibe y lo que no se recibe suele ser
inmerecido.
Y
nunca encerrarse en el propio bienestar, sino dejar las puertas y las ventanas
abiertas para que nos lleguen y nos incomoden las voces, las miradas, las manos
extendidas, la necesidad, el dolor, la tristeza, de los que piden, de los que
esperan que nunca nos conformemos con permitirles disfrutar sólo las sobras que
caen de nuestra mesa.
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