Ya no se habla del infierno. “Cuentos de viejas junto al fuego para asustar a los niños”, dice el hombre autosuficiente. Por supuesto, tampoco se habla del cielo. ¿Para qué? Si todo lo que hay es lo que vemos aquí y ahora, ¿para qué perder el tiempo en divagaciones sin sentido? Si la vida, el hombre, el amor, la belleza, el sentido de eternidad, la inteligencia, la generosidad, si todo eso y mucho más es simplemente obra del azar, que ha unido aleatoriamente unas moléculas que han dado lugar a esas maravillas como puro efecto de reacciones físico-químicas, si somos puro azar, ¿para qué pensar en esas tonterías? Ahora bien, incluso en ese supuesto debería el hombre autosuficiente preguntarse de dónde han salido esas moléculas, y cómo es posible que de lo menos (la materia) surja lo más (la vida, la inteligencia, el amor…). La materia… ¡gran misterio en sí misma en el que el hombre autosuficiente prefiere no pensar!
¿Y si no fuéramos obra del azar? ¿Y si todo lo que existe fuese obra de una inteligencia y una voluntad creadoras? Entonces cabría preguntarse con qué finalidad ha actuado esa inteligencia, si se trata de un bromista o es algo más serio. La verdad, me cuesta mucho trabajo pensar en un creador-bromista. Me cuesta mucho trabajo aplicar esa categoría a la inteligencia capaz de crear el universo, la vida, el hombre, el amor, la propia inteligencia como participación, el sentido de eternidad que no se satisface con nada contingente… Prefiero creer que ese Creador me ha creado para la eternidad, y que me ha dotado de libertad para poder acceder a esa finalidad en uso de tal libertad. Y que me ha creado libre y también creador en alguna medida para que coopere en la terminación de su gran obra. Eso me parece mucho más inteligente y digno de la inteligencia que nos ha dado.
¿Y entonces qué? Todo el plan parece haberse arruinado, a juzgar por la mísera realidad que nos rodea. ¿Es que el Creador ha resultado ser un chapucero y la obra se le ha ido de las manos? ¿O es simplemente que la libertad, la auténtica libertad, comporta riesgos, y que esos riesgos se han materializado por un mal uso por nuestra parte de ese privilegio? Si aplicamos nuestra inteligencia a analizar el concepto de libertad, veremos que no puede existir la libertad sin riesgo, porque en tal caso ya no sería libertad. La verdadera libertad comporta necesariamente la posibilidad de rebelarse contra la propia inteligencia, contra el propio destino, acogiendo lo que es contrario al él. No habría libertad si no implicase también la posibilidad de rebelarse contra ese Creador y contra su plan, de decir “¡non serviam!”, de decir “no” al Creador. Y esa rebelión, esa negación, consubstancialmente unidas a la libertad como posibilidad, se convierten en el mal al materializarse, el mal que introduce el desorden en el orden, que trae la muerte y el dolor. ¿Pero podía el Creador hacer al hombre libre descartando ese riesgo? Tal cosa no sería libertad, y el Creador no hace nada a medias, y tampoco se contradice: si ha hecho al hombre libre, lo ha hecho hasta sus últimas consecuencias, asumiendo todos los riesgos y haciéndoselos asumir a su criatura dentro de su libertad.
Entonces cobra sentido la idea del infierno. Si el hombre es libre, lo es tanto para unirse al Creador como para rechazarlo y separarse de él, incluso radicalmente, definitivamente. El infierno es simplemente el rechazo radical y definitivo de Dios por parte del hombre, en uso de su libertad. Y Dios no puede obligar a unirse a él a quien –en uso de esa libertad – ha decidido rechazarlo. Si lo hiciera, la libertad quedaría destruida en su misma raíz.
La idea del infierno es totalmente lógica y consecuente con la idea de libertad. No es un castigo: es una elección. Como dice José Antonio Sayés en La esencia del cristianismo:
“Frecuentemente escuchamos el reproche de que no podemos creer en el infierno si es que creemos en un Dios misericordioso. ¿Qué Dios puede ser el que castiga para toda la eternidad? (…) Habría que contestar diciendo, en primer lugar, que el infierno sólo se puede entender como la situación de aquellos que se autoexcluyen del perdón de Dios, la situación de aquellos que, en su soberbia, no quieren arrepentirse de sus pecados y no se dejan perdonar por Dios (…) Dios hace milagros con una persona que se arrepiente, pero no puede salvar al que no quiere (…) Es, pues, el hombre el que, en su soberbia, se condena (…) Dios no puede amar al que, en su soberbia, no se deja perdonar ni quiere arrepentirse. El Dios Santo no puede convivir con el pecado (…) No se condena uno por el mero hecho de tener unos pecados mortales, cuanto por la decisión de no querer arrepentirse de ellos. Es la soberbia la que condena al hombre, la decisión de no dejarse perdonar por Dios. Es fácil para el hombre moderno creer en un Dios abuelo que todo lo perdona, porque el hombre no conoce la hondura del pecado. El hombre moderno termina haciéndose un Dios a su medida y se atreve a llevarlo a su tribunal (…) Pero olvida que de este Dios que hizo el ridículo por nosotros en la cruz no se puede dudar, ciertamente, pero tampoco se puede abusar. El que se ríe de ese Dios que ha hecho el ridículo por nosotros en la cruz y del perdón que de ella nace, se cierra la única puerta que hay de salvación”.
Efectivamente, la soberbia es el menosprecio supremo del sacrificio divino, ante cuya magnitud insondable sólo cabe la mayor humildad. La soberbia del hombre autosuficiente que ha decidido construir su mundo sin Dios es el rechazo radical de la redención ofrecida a tan alto precio. Sus frutos los vemos ya en este mundo, en el caos quasi-infernal de esta sociedad que ha “matado” a Dios, pero son sólo la prefiguración del verdadero infierno, por cuanto aquí existe todavía un camino de regreso: la humildad que abre paso al arrepentimiento, a la petición de perdón que encuentra inmediatamente su respuesta en ese Dios que sólo espera ese paso por nuestra parte.
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