La presentación del ponente corrió a cargo del obispo diocesano, Gregorio Martínez Sacristán, que compartió con los asistentes la alegría y el agradecimiento por contar con el arzobispo ovetense en estas Jornadas. «Es también religioso, porque antes de ser obispo era franciscano», añadió. Más tarde el interpelado apostilló que sigue siéndolo.
Monseñor Sanz comenzó su intervención recordando cómo Juan Pablo II, en la exhortación Vita consecrata, «revitalizó el nexo entre la Iglesia y la vocación consagrada, como algo que afecta al pueblo de Dios». Así, la vida consagrada forma parte de la esencia de la Iglesia, y su fidelidad repercute en el resto de los fieles. «Hablamos de algo profundamente eclesial, algo que nos afecta a todos, no algo prescindible o secundario, sino algo que afecta a la santidad de la Iglesia».
De ahí que el papa Francisco haya querido dedicarle todo un Año conmemorativo a la vida consagrada. «Con este motivo podemos profundizar, con asombro, en la novedad que se nos propone mirar. Quiere que miremos a Santa Teresa de Jesús, nuestra santa abulense, pero también a la vocación cristiana que representa la vida consagrada en general», afirmó el arzobispo.
Habló del sentido de las comunidades contemplativas, que «nos recuerdan desde el silencio del claustro la presencia de Dios», de los institutos de vida activa «que salen a los caminos del mundo» junto a tantas personas en los más diversos ámbitos de la educación, la misión, la caridad, etc. «Hay siempre un nombre de un hombre o de una mujer que dio origen a cada una de estas realidades», y desgranó una pequeña letanía de santos fundadores.
«Cuántos hombres se encontraron con Jesús quedaron prendados y prendidos de alguna palabra del Maestro. Sus vidas fueron testimonio de esa palabra de la que fueron constituidos portavoces, y de esa belleza de la que fueron constituidos portadores. Así fueron naciendo en el tiempo los distintos caminos religiosos con su espiritualidad concreta», señaló.
Una triple mirada: pasado, presente y futuro
El papa Francisco nos propone tres formas de mirar a la vida consagrada. En primer lugar, la mirada al pasado, «que debe ser la de la gratitud y del saber pedir perdón. Un corazón agradecido no quiere olvidar jamás, y por eso sabe las cosas por las que debe pedir perdón, y las cosas por las que debe dar gracias... una mirada agradecida y perdonadora».
En segundo lugar, una mirada al futuro, «que no debe quedar en la incertidumbre ante un mañana que se ve difícil. Sin embargo, no puede ser otra que la de la esperanza, desde el acompañamiento por el Señor de la historia».
La tercera mirada es la del momento presente… «no en la mediocridad ni en la frustración aburrida. Sólo descubre con verdad humilde el presente quien lo mira apasionadamente, descubriendo en él las señales que Dios nos deja, para que nos sintamos acompañados y para marcarnos el camino».
«Agradecer el pasado, acoger el futuro esperanzados y vivir apasionados el momento presente», resumió Jesús Sanz. «Los religiosos tienen que aprender a mirar de estas tres maneras, pero es algo que a todos los cristianos nos incumbe, para entender el regalo que supone para la Iglesia y para la humanidad el don de la vida consagrada».
Ante el desafío del eclipse de Dios
«Estamos ante un paisaje cultural diferente al de épocas anteriores. Ni mejor ni peor: el que nos toca vivir», constató el prelado. «Lenta pero inexorablemente, se ha ido recurriendo un camino entre la crisis y la fascinación ante Dios. Dios ha perdido la centralidad que tenía, y de esta manera el hombre ha perdido su puesto en la creación, lo que dificulta ahora su propio entendimiento. Una cierta amnesia, como decía Benedicto XVI».
De esta forma, «la vida consagrada está llamada vocacionalmente a salir al encuentro de este reto: anunciar a Dios en un paisaje que ha eclipsado su presencia. Es la expresión del amor cristiano, que se hace gesto, se hace texto y transforma el contexto en que le toca vivir».
En esta época, según el ponente, se suscitan importantes cuestiones existenciales: «¿Dios es un extraño, algo temible, algo ajeno al hombre, un intruso, un rival… o, por el contrario, un amigo? ¿Es un antagonista o alguien de quien podemos fiarnos? Para responder a estos dilemas, podemos acudir al testimonio de la conciencia de la Iglesia a través de los siglos. Y lo que sabemos de Dios es lo que Dios nos ha contado».
La vida consagrada tiene una llamada especial en este paisaje: «se nos reclama a una nueva evangelización en la que la vida consagrada tiene su propio protagonismo, para narrar con obras y palabras la belleza de la fe. Cabe introducir el protagonismo salvador de Dios, que nos sigue reclamando volver a empezar. La vida consagrada, como expresión de la actuación incesante del Espíritu del Señor, se inscribe en esta urgencia de la Iglesia contemporánea».
El papel de los fundadores
«La misión de la vida consagrada es hacer visible y audible a Jesucristo en la historia. Los santos fundadores fueron personas que quisieron recuperar y rescatar palabras olvidadas del Evangelio. En cada generación cristiana olvidamos o traicionamos las palabras del Señor, y Dios no se resigna a esto. Un carisma que nace en la Iglesia es una ‘recordación’ que Dios nos grita. El Espíritu llama a un hombre o a una mujer para que recupere para esa generación lo que se está olvidando o traicionando. Es la respuesta de Dios al reto de cada tramo de la historia», afirmó.
«La vida consagrada viene a ser una parábola viva del amor de Dios en todas las encrucijadas», dijo el arzobispo de Oviedo. Y así, los consagrados son los sucesores de sus fundadores, y «pueden ofrecernos a todos nosotros el testimonio de la presencia de Dios a la que se consagran. Son personas consagradas a alguien. En estos tiempos recios, como decía Santa Teresa, sólo cabe ser amigos fuertes de Dios».
Por eso llamó a vivir «una espiritualidad personal que nace del encuentro con un Dios vivo que sabe quién soy, dónde vivo y cuáles son mis circunstancias. Dios es así de cercano. Sin ser Gran Hermano, Dios sabe todos estos datos. Es un Dios que se hace encontradizo para que yo le pertenezca».
De hecho, la consagración «expresa una historia de pertenencia. Se han encontrado con Dios. Si no, ¿qué hacen en un convento? Es el primer testimonio del Dios amor que se deriva del encuentro con Él. Una pertenencia que debe ser avivada en la oración personal, en la adoración, en el tiempo dedicado gratuitamente a estar sencillamente con Él. Una verdadera escuela de pertenencia al ‘Tú’ del Señor».
Los consagrados «son también testigos de la nueva humanidad, porque aman a quienes Dios ama. El ser incompletos nos abre al don de los hermanos, para ser para ellos humildemente un don. Aunque nuestro mundo no funciona así, ya que no se reconoce al otro como un ‘tú’». Hay dos lacras que destruyen la comunión fraterna, según el papa Francisco: el encerramiento en la propia comodidad y la tristeza que termina en la enfermedad de la acedia, que hace que la fe se desgaste y degenere en mezquindad.
Los pobres, destinatarios primeros
Además, «los consagrados son testigos de la utopía cristiana. La consagración nos envía con una buena nueva que contar, con un mundo nuevo que seguir construyendo desde el Reino de Dios en medio de las periferias, encrucijadas y fronteras que tienen que ver con cada carisma particular. Este mundo tiene muchas cosas bellas, pero también tiene heridas y está inacabado. Hay fracasos derivados de tantas pretensiones que Elliot definía como el culto a los ídolos del dinero, del sexo y del poder». Y a este mundo hay que anunciarle la buena nueva que genera esperanza.
Como recordó el prelado ovetense, «cuando uno lee el Evangelio, se encuentra con una orientación contundente: anunciar el Reino a los pobres y enfermos, despreciados y olvidados. No caben explicaciones que debiliten este mensaje tan claro. Los pobres son los destinatarios privilegiados de la acción del Señor. La misión nos pone, por tanto, por delante la dimensión teologal de la esperanza. Dios no lo ha hecho todo de una vez para siempre, y debemos ser colaboradores suyos para con nuestros hermanos».
Y así, «Dios, el hombre y el mundo no son realidades contrapuestas que rivalizan entre sí. Desde cada carisma, los consagrados hacen un mundo nuevo que responda al viejo proyecto de la creación de Dios. Un Dios al que se consagran unos hermanos que Dios pone a su lado y un mundo al que transforman desde las palabras olvidadas que en ellos se recuerda y desde la gracia traicionada que en ellos se vuelve a contemplar».
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