La castidad consiste en la capacidad de orientar el instinto sexual al servicio del amor y de integrarlo en el desarrollo de la persona. El Catecismo se refiere a ella destacando que “implica un aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana. La alternativa es clara: o el hombre controla sus pasiones y obtiene la paz, o se deja dominar por ellas y se hace desgraciado”. Ser un esclavo de los instintos en el campo sexual convierte al hombre en animal, desnaturalizándole de su condición de persona libre.
Se puede enmarcar la castidad dentro de la virtud de la templanza, cuya falta de observancia, a pesar de no ser una de las principales virtudes, conducirá a una inadecuada orientación de la sexualidad que, a su vez, contribuirá de manera decisiva a otros muchos males, que fácilmente desembocarán en el peor de todos ellos: el olvido de Dios. No es raro que a la persona que se deja dominar por una sexualidad desordenada le sobrevenga la dureza de corazón, la pérdida de la fe y, al fin, la condenación eterna.
Todos estamos llamados a la castidad, independientemente de cuál sea nuestro estado de vida cristiana; pero en el caso de los jóvenes y adolescentes reviste especial importancia esta vivencia, pues no sólo se les garantiza con ella un mayor afianzamiento en la fe, sino que les supone a todos ellos el gran éxito ante el matrimonio que está por venir. La castidad es la mejor preparación para la vida conyugal, debido a la valoración del amor como generosidad y a la entrega que se ejercita a través del señorío sobre la persona.
Con todo, afirma el P. Aurelio Fernández en su libro Yo soy cristiano, “son curiosas las críticas acervas que la sociedad occidental lanza contra la moral católica en torno a la sexualidad, pidiendo y reclamando una nueva valoración de estos aspectos por parte de la Iglesia. El origen de estos principios morales, continúa explicando este reconocido teólogo, no es una imposición de la Iglesia, pues están todos ellos expresamente reseñados tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Por ejemplo, sólo en el Nuevo Testamento se encuentran 15 catálogos de pecados, de los cuales el 21% representan los relacionados con la sexualidad”.
Podríamos aventurarnos a decir, a groso modo, que a lo largo de tres años, y de acuerdo al orden seleccionado de las lecturas de la Biblia escogidas para la Misa, un joven de práctica dominical a la Eucaristía habrá escuchado casi todos los libros de ambos Testamentos durante cada ciclo litúrgico; exponiéndose a su enseñanza, de acuerdo a las estimaciones del teólogo Scott Hahn, una media de quince horas al año. Por tanto, en base a los anteriores supuestos, este joven católico contará, al menos, con un cuarto de hora al mes para la escucha de aspectos que atañen a la castidad dentro las lecturas de la Celebración Eucarística. Y teniendo en cuenta las recomendaciones del Papa Francisco referentes a las homilías, las cuales versarán fundamentalmente en torno al texto bíblico y no serán muy extensas, resultará que la duración mínima del sermón en relación con este importante aspecto de la moral católica consumirá un tiempo similar al dedicado a la lectura de la Sagrada Escritura. Es decir, tanto este joven como el resto de los fieles que acuden cada domingo a la iglesia contarán, en teoría, con un valioso cuarto de hora de predicación mensual acerca de cómo vivir la castidad en nuestros días.
Mucho me temo que una gran mayoría de católicos no recuerde cuándo fue la última vez que escucharon una homilía con una sola mención a la pureza del cuerpo. Otros, sin embargo, habrán sido testigos en muchas ocasiones de prédicas con referencias al ámbito de la sexualidad en claro “contraste”, permítaseme el eufemismo, con la verdadera Doctrina de la Iglesia. Finalmente, nos encontraremos con esa bienaventurada minoría que en la actualidad recibe la exégesis e interpretación de la Buena Noticia de la Salvación con plena fidelidad a la Palabra de Cristo.
Es responsabilidad de este último colectivo proporcionar auxilio a los anteriores en esta importante carencia, especialmente cuando se trata de nuestros jóvenes y adolescentes más cercanos; aconsejándoles con claridad que no deben bajar los brazos, en ningún momento, para dejarse engullir por el Leviatán de esta sociedad de sexualidad exacerbada que, con frecuencia, justifica la corrupción de sus costumbres a través de la deformación del juicio de la conciencia.
A pesar de no ser la predicación un elemento esencial en la Celebración Eucarística, no por ello se debe descuidar, pues es un aspecto importante que ayuda a madurar y progresar constantemente en la fe. Por lo tanto, convendrá también recordarles a estos huérfanos de la predicación que el mejor método para vivir en castidad es frecuentar los sacramentos y la oración. Y, puesto que la castidad no se reduce sólo a la esfera sexual sino que afecta a todos los aspectos de la persona humana, tampoco se deberán descuidar todas aquellas actividades que contribuyen a elevar el espíritu hacia Dios, tales como el trabajo, el estudio, la práctica del deporte, el disfrute de la naturaleza o el fomento de la verdadera amistad, pues según dice Jaime Balmes: “todos los hombres necesitan ocuparse y amar. Si no se ocupan bien, se ocupan mal. Si no se ama lo bueno, se ama lo malo; si no arde en nuestro pecho la llama que purifica, arde la llama que afea”. En ningún de los casos deberemos dejarnos caer en el vicio de la ociosidad.
Pero, ¡ojo!, si de verdad queremos que nuestros jóvenes suban al podio después de este complicado Tour de la castidad, con exigentes puertos de montaña y suaves tramos llanos, no podemos recomendarles ningún falso atajo; únicamente que se dejen llevar por la gracia de Dios y que confíen en ella. No se puede plantear esta lucha con la confianza en las propias fuerzas, por mucho que nos creamos preparados. Las recomendaciones para la guerra espiritual que libramos no pueden ser las mismas que para los grandes desafíos terrenales, por muy nobles que estos sean. El gran campeón de ciclismo, Alberto Contador, decía hace unos días: “En el Tour de Francia ya tendré tiempo de pensar. Atacar es algo innato en mí, va con mi temperamento. Y pienso que la mejor defensa es el ataque”. Esto que puede ser válido para los éxitos mundanos, no es adecuado en nuestra lucha contra el pecado, especialmente en el caso de la lujuria en un mundo erotizado. Para ganar la batalla de la castidad la mejor defensa no es el ataque, sino el huir de la tentación, no dialogar con ella.
Evitar el consentimiento del pecado es un primer escalón en el camino de perfección al que está llamado todo cristiano. La prudencia, señala el Cardenal Spidlik, requiere que se “aplaste la cabeza de la serpiente” y que no se le dé entrada en el Paraíso del corazón. Si uno no vigila su imaginación y sus pensamientos, es imposible que guarde la castidad. Tener “malos pensamientos” no es pecado, pero consentir en ellos sí.
Hoy por hoy, la castidad es la gran ausente de la predicación en muchas de nuestras iglesias, no en la Iglesia. Por eso, para aquellos que no disfruten de ese cuarto de hora mensual de homilía sobre este aspecto crucial de la moral católica, quizás puedan tener alguna utilidad estas consideraciones.
Los jóvenes católicos están ávidos y deseosos de escuchar a sus pastores hablar de la castidad, aunque de una manera explícita no se manifiesten de ello. No deben rendirse; al contrario, deben buscar, indagar, averiguar cómo y dónde escuchar la auténtica predicación de la Iglesia. Si perseveran, a buen seguro, darán con una de sus innumerables perlas, tal y como la que se encontraron todos aquellos que acudieron a escuchar a San Juan Pablo II en Lourdes el 15 de agosto de 1983, cuando les dijo: “Los que os hablan de un amor espontáneo y fácil os engañan. El amor según Cristo es un camino difícil y exigente”. Se trata, en esencia, del mismo mensaje que el Papa Francisco dirigió en Turín hace poco, cuando pidió a todos los jóvenes que allí se congregaban que fueran castos: “Todos nosotros hemos pasado en la vida por momentos en los que esta virtud es muy difícil, pero éste es precisamente el camino de un amor genuino, de un amor que sabe dar la vida, que no pretende usar al otro para su propio placer. Es un amor que considera sagrada la vida de la otra persona: yo te respeto, no quiero usarte. Esto no es fácil. Todos conocemos las dificultades para superar esta concepción “facilista” y hedonista del amor”. Y, así es verdaderamente. La puerta de la virtud es estrecha, pero, a cambio, infinita será la recompensa. En este Tour de la castidad, de tantas y tan difíciles etapas, los laureles no sólo están en París, sino también en el Cielo.
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