El deseo de la inmortalidad está presente en millones de seres humanos. No sólo respecto de la propia existencia, sino también, y a veces con especial intensidad, respecto de la existencia de los seres queridos.
Ese deseo, sin embargo, parece vacío y falso para quienes afirman que no tenemos alma espiritual, para quienes piensan que sin vida fisiológica no queda absolutamente nada de la mente humana.
A pesar de ello, algunos autores que se caracterizan por su rechazo de la filosofía espiritualista, de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma, conservan un implícito o explícito deseo de que la especie humana y el equilibrio de la vida que ahora conocemos se prolonguen indefinidamente en nuestro planeta.
En pocas palabras, algunos negadores de la inmortalidad personal sueñan, defienden y trabajan por lograr una “inmortalidad colectiva”, a través de la conservación del ambiente, de la biodiversidad, y de las riquezas cromosómicas que caracterizan a los humanos.
De este modo, se busca alcanzar una especie de inmortalidad terrestre, como si así quedase satisfecho, de algún modo, el deseo de inmortalidad que radica en tantos corazones.
Si analizamos con atención estas propuestas, descubrimos dos errores de perspectiva. El primero consiste en suponer que una supuesta continuidad de la vida en la tierra pueda contentar a quien ha perdido a un padre, a un hijo, a un esposo, a un amigo. En realidad, sólo la creencia de una “inmortalidad fuerte”, aplicable a cada uno tras su muerte, puede colmar vacíos que tantos hombres y mujeres experimentan al separarse de sus seres queridos.
El segundo error es mucho más profundo: la supuesta continuidad indefinida, “eterna”, de la vida sobre la tierra es una utopía y una hipótesis tan frágil que bastará un meteorito en el futuro para destruirla por completo.
Incluso en las mejores hipótesis, si la biodiversidad que ahora conocemos durase millones y millones de años, algún día terminará por leyes inexorables de la astronomía, si es que no será aniquilada en nuestro siglo por la locura de algún tirano que dispare cientos de bombas atómicas contra la humanidad entera.
La idea de una inmortalidad terrestre no convence racionalmente ni satisface lo más profundo del deseo humano. Sólo si reconocemos que existe un Dios bueno, que nuestras almas son inmortales, y que es posible una justicia completa y una misericordia salvadora, será posible afrontar con esperanza y con un consuelo pleno tantos duelos y separaciones que ahora no comprendemos, pero que pueden ser curados en la vida que inicia tras la muerte.
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