Cristo Rey vive y reina por los siglos de los siglos

El Salvador. Río de Janeiro

–Perdone, pero ¿no publicó usted este escrito hace tiempo?

–Sí, en julio y agosto de 2009,en los comienzos de InfoCatólica publiqué tres artículos (19-21). Y ahora los resumo para celebrar la solemnidad de Cristo Rey.

 

–Cada día confesamos en la liturgia –quizá sin enterarnos de ello– que Cristo es Rey del universo y de toda la historia huaman, porque «vive y reina por los siglos de los siglos. Amén». No sabemos cuándo ni cómo será la victoria final del Reino de Cristo. Pero habiéndosele dado en su ascensión «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18), ¿podrá algún cre­yente, sin re­nunciar a su fe, tener alguna duda sobre la plena victoria final del Reino de Je­sucristo sobre el mundo?

Reafirmemos nuestra y nuestra esperanza. La secularización, la complicidad con el mundo, el horizontalismo inmanentista, la debilitación y, en fin, la falsificación del cristianismo –es posible amar a Dios desobedeciendo sus mandatos– proceden hoy del silenciamiento y olvido de la Parusía. Sin la esperanza viva en la segunda Venida gloriosa de Cristo, los cristianos caen en la apostasía. 

«Paz, paz. Vamos bien», decían y dicen los falsos profetas. Los verdaderos, en cambio, tienen misericordia de su pueblo, lo llaman a conversión, para que abandonando los caminos de perdición, amen a Dios con la gracia de Cristo, y obedeciendo sus mandatos, anando por sus caminos, llegueen a la vida eterna.

Pero los hombres prefieren atenerse a sus propios pensamientos y andar por los caminos que prefieren.  «Comían, bebían, compraban, vendían, plantaban, edificaban; pero en cuanto Lot salió de Sodoma, llovió del cielo fuego y azufre, y acabó con todos. Lo mismo pasará el día en que se revele el Hijo del hombre» (Lc 17,28-30). Cuántos cristianos hoy, al menos entre aquellos que gozan de una relativa prosperidad y tienen una mentalidad liberal-mundana, son moderados, también a la hora de considerar los males del mundo, que consideran tolerables, y que incluso a veces aceptan como si fueran nuevas expresiones de la bondad de Dios…

Los invitados descorteses de la parábola, en realidad, no se enteran de qué va esta vida (Mt 22,1-10 y Lc14,16-24). Las dos versiones de la parábola de Cristo comienzan y terminan igual: una invitación llena de bondadosa amistad y, tras el rechazo, un tremendo castigo, la exclusión del Reino. «Dichoso el que coma en el Reino de Dios, dijo uno»; y Cristo le respondió con esta Parábola.

«En los días que precedieron al diluvio, comían, bebían, se casaban, hasta el día en que Noé entró en el arca; y no se dieron cuenta hasta que vino el diluvio y los arrastró a todos. Así será la venida del Hijo del hombre… Estad vigilantes, pues, porque no sabéis cuándo llegará vuestro Señor» (Mt 24,38-42). Lo que en esta vida se están jugando los hombres es, simplemente, entrar para siempre en el Reino de Dios o verse excluidos de él eternamente. Y los que no se enteran de esto se ven, sin saberlo, en un peligro gravísimo de condenarse. Los invitados descorteses no fueron admitidos en el Reino. [Nota.–Ya sabemos que hoy en gran parte de la Iglesia estas palabras de Cristo son silenciadas o rechazadas en modos tan discretos como patentes. Pero siguen siendo Palabras de Cristo, que aunque pasen el cielo y la tierra, ellas no pasarán, sino que permanecerán por siempre verdaderas).

–Estamos, pues, ahora dentro de una batalla espiritual enorme. Y lo primero que ha de hacer el cristiano es enterarse de ello. Y obrar en consecuencia: «vigilad, pues, en todo tiempo y orad, para que podáis evitar todo esto que ha de venir, y comparecer ante el Hijo del hombre» (Lc 21,36; cf. 18,1). No puede el hombre mantenerse ajeno a esa batalla, en una neutralidad distante y pacifista: «el que no está conmigo está contra mí» (Lc 11,23). Hay dos bloques mundiales enfrentados. De un lado, guiados y dominados por el diablo, están los que afirman: «no queremos que Él reine sobre nosotros» (Lc 19,14). Y del otro, guiados y animados por el mismo Cristo, los que quieren y procuran: «venga a nosotros tu Reino». Así lo enseñó el concilio Vaticano II:

«toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y ciertamente dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas» (GS 13b). «A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final» (37b).

La meditación de las dos banderas, en los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola, expone muy claramente la batalla permanente que hay en el mundo entre la luz de Dios y las tinieblas del diablo:

«El primer preámbulo es la historia: cómo Cristo llama y quiere a todos bajo su bandera, y Lucifer, al contrario, bajo la suya» (137): los dos campos que se enfrentan son Jerusalén y Babilonia (138). El tercer preámbulo es «pedir conocimiento de los engaños del mal caudillo y ayuda para guardarme de ellos, y conocimiento de la vida verdadera que muestra el sumo y verdadero capitán, y gracia para imitarle» (139). El jefe de los enemigos «hace llamamiento de innumerables demonios y los esparce a los unos en tal ciudad y a los otros en otra, y así por todo el mundo, no dejando provincias, lugares, estados ni personas algunas en particular» (141). Contra él y contra ellos, «el Señor de todo el mundo escoge tantas personas, apóstoles, discípulos, etc., y los envía por todo el mundo, esparciendo su sagrada doctrina por todo los estados y condiciones de personas» (145).

Elijan ustedes dónde se sitúan, con quién combaten y contra quién luchan. No demoren su elección, sepan que es necesaria y urgente. No se dejen engañar ni por las mentiras del diablo, ni por la flojera de la carne, ni por las solicitudes del mundo, ni por el anuncio de un Evangelio edulcorado que niega lo que Cristo afirma.Si no entran de lleno a combatir bajo la bandera de Cristo, lo quieran o no, rechazan al Salvador del mundo y se mantienen cautivos del Príncipe de este mundo.

 –La batalla de la Iglesia es contra el diablo, «contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos» (Ef 6,12). Lo sabemos porque Cristo lo enseñó claramente en el Evangelio. Pero además Él nos enseñó también a discernir las señales de la presencia y de la acción del diablo, y la Iglesia sabe hacerlo.

Pablo VI: «podremos suponer su acción siniestra allí donde la negación de Dios se hace radical, sutil y absurda; donde la mentira se afirma, hipócrita y poderosa, contra la verdad evidente; donde el amor es eliminado por un egoísmo frío y cruel; donde el nombre de Cristo es impugnado con odio consciente y rebelde (1Cor 16,22; 12,3); donde el espíritu del Evangelio es mistificado y desmentido» (15-11-1972).

Es evidente que se dan en nuestro tiempo esas señales, especialmente en el Occidente apóstata. La constitución atea de los Estados modernos liberales, sean de izquierda o de derecha –es igual: «no queremos que Cristo reine sobre nosotros»–, la depravación de los espectáculos y de los grandes medios de comunicación, la perversión estatal de la educación, el favorecimiento político de la fornicación juvenil, la normalización legal del aborto, de la homosexualidad, de la eutanasia, la legitimación del adulterio, la imposibilidad práctica de las fuerzas cristianas para unirse y actuar en el mundo secular, y tantos otros males, son actualmente en nuestras sociedades señales evidentes de la poderosa acción del Príncipe de este mundo.

Y son los Papas, con pocos más, los que denuncian esa acción del demonio en el mundo actual. Lo hacen demasiado solos. Es notable la superficialidad naturalista con la que tantos saviazos católicos –Obispos, teólogos, historiadores, sociólogos, pastoralistas, economistas– describen las coordenadas del mundo moderno y de la Iglesia actual.  sin tener, al parecer, ni idea de la acción del diablo, que en gran medida causa, explica y mantiene esa siniestra cultura vigente. Casi ninguno menciona al diablo, ni siquiera de paso. Pero no pueden darnos terapias sociales y eclesiales eficaces quienes parten de diagnósticos tan erróneos.

El Estado moderno apóstata está mucho más sujeto al diablo, por ejemplo, que el Imperio pagano de Roma. Éste era solo un perro de mal genio, comparado con el tigre de los Estados apóstatas y de muchos Organismos internacionales. A la Bestia mundana «el Dragón [infernal] le dió su poder, su trono y un  poder muy grande» (Apoc 13,2). ¿Puede entenderse algo de lo que hoy pasa en el mundo si esto se ignora? ¿Los medios que ponen los cristianos activistas, con su mejor voluntad, son los más eficaces para neutralizar a este gran Leviatán diabólico? 

San Pío X: «ya habita en este mundo el “hijo de la perdición” de quien habla el Apóstol (2 Tes 2,3)» (enc. Supremi apostolatus cathedra 1903). Pío XI: «por primera vez en la historia, asistimos a una lucha fríamente calculada y arteramente preparada por el hombre “contra todo lo que es divino” (2 Tes 2,4)» (enc. Divini Redemptoris 1937; cf. también un diagnóstico del mundo actual en su enc. Ubi arcano, 1922, que viene a ser un eco de la de Benedicto XV, enc. Ad beatissimi 1914). Pío XII: «este espíritu del mal pretende separar al hombre de Cristo, el verdadero, el único Salvador, para arrojarlo a la corriente del ateísmo y del materialismo» (Nous vous adressons 1950). «Cuando Jesús fue crucificado, “las tinieblas invadieron toda la superficie de la tierra” (Mt 27,45); símbolo luctuoso de lo que ha sucedido y sigue sucediendo, cuando la incredulidad religiosa, ciega y demasiado orgullosa de sí misma, excluye a Cristo de la vida moderna, y especialmente de la pública» (enc. Summi Pontificatus 1939).

San Juan Pablo II insiste en que el diablo quiere ante todo mantener oculta su acción en el mundo: las palabras de San Juan «“el mundo entero está bajo el Maligno” (1Jn 5,19) aluden a la presencia de Satanás en la historia de la humanidad, una presencia que se hace más fuerte a medida que el hombre y la sociedad se alejan de Dios. El influjo del espíritu maligno puede “ocultarse” de forma más profunda y eficaz: pasar inadvertido corresponde a sus “intereses”. La habilidad de Satanás en el mundo es la de inducir a los hombres a negar su existencia en nombre del racionalismo y de cualquier otro sistema de pensamiento que busca todas las escapatorias con tal de no admitir la obra del diablo» (13-8-1986).

 

–La esperanza, virtud fundada en la Palabra divina, nos asegura la victoria final de Cristo Rey

«Mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo». Así rezamos cada día en la Misa. Están perdidos aquellos que viven «sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Ef 2,12). Por el contrario, San Pablo contrapone a los que «son enemigos de la cruz de Cristo, que tienen por dios su propio vientre y  ponen su corazón en las cosas terrenas», con los cristianos, que somos «ciudadanos del cielo, de donde esperamos al Salvador y Señor Jesucristo» (Flp 3,19-21).

«Cristo, ¿vuelve o no vuelve?» Así se titula un libro (1951) del padre Leonardo Castellani, traductor y comentador de El Apokalipsis de San Juan (1963). Pocos autores del siglo XX han hecho tanto cómo él para reafirmar la fe y la esperanza en la Parusía. Se quejaba con razón de que el segundo Adviento glorioso de Cristo, con su victoria total y definitiva sobre el mundo, estuviera tan olvidado en el pueblo cristiano, tan ausente de la predicación habitual, siendo así que esa fe y esa esperanza han de iluminar toda la vida de la Iglesia y de cada cristiano. «No se puede conocer a Cristo si se borra su Segunda Venida. Así como según San Pablo, si Cristo no resucitó, nuestra fe es vana; así, si Cristo no ha de volver, Cristo fue un fracasado» (Domingueras prédicas, 1965, III dom. Pascua).

Pero recordemos en primer lugar que hay muchas esperanzas falsas, y una sola verdadera.

–No tienen verdadera esperanza

aquéllos que diagnostican como leves los graves males del mundo y de la Iglesia. O es­tán ciegos o es que prefieren ignorar u ocultar la verdad. Como les falla la esperanza, niegan la gravedad de los males, pues consideran irremediable el extra­vío del pueblo. Y así vienen a estimar más conveniente–más opti­mista– decir «vamos bien». Tampoco tienen esperanza verdadera aquellos, alegando la bondad infinita de Diios, no denuncian con amor al pueblo sus pecados, y no le ofrecen en el nombre de Cristo la gracia de la conversión, que puede –puede con gracia sobreabundante– librarle del pecado y de sus terribles consecuencias tanto en la vida presente como en la futura eterna.

falsa es la esperanza de quienes la ponen en medios humanos, y reconociendo a su modo los males que sufrimos, pretenden vencerlos con nuevas fórmulas doctrinales, litúrgi­cas y disciplinares «más avanzadas que las de la Iglesia oficial». Ellos se consideran a sí mismos como un «acelerador», y ven como un «freno» la tradición católica, los dogmas, los mandamientos del Señor, que son caminos que nos hacen andar siempre con Él, «al amparo del Altísimo» (Sal 90).. Sus empeños son vanos. Y por eso vienen a ser des-esperantes.

los que no esperan de verdad la victoria «próxima» de Cristo Rey, pactan con el mundo, haciéndose sus cómplices. Por ejemplo, no viven ciertamente esa esperanza de la Parusía inminente de Cristo aquellos Pastores de la Iglesia y aquellos maestros y políticos cristianos, que aunque aparenten oponerse a los enemigos de Cristo y de la Iglesia, en el fondo ceden ante ellos, y sometiéndose durante muchos decenios a la norma del mal menor, van llevando al pueblo a la aceptación de los mayores males. Presentan sus derrotas como si fueran victorias, progresos, felices adaptaciones del Evangelio al mundo en que vivimos.

quienes no creen en la fuerza de la gra­cia del Salvador, no llaman a conversión, porque no tienen esperanza. Y así aprueban, al menos con su silencio, lo que sea: que el pueblo se aleje habitualmente de la eucaristía, que profane normalmente el matrimonio, que comulgue sacrílegamente, etc. Ni piensan siquiera en llamar a conversión, porque estiman irremediables los males del mundo arraigados en el pueblo cristiano. «¿Cómo les vas a pedir que?»….

Al fallarles la esperanza en Dios, y la esperanza en la bondad potencial de los hombres asistidos por su gracia, ellos no piden, y por tanto, no dan el don de Dios a los hombres, a los casados, a los adúlteros, a los ladrones que mantienen en su miseria a los pobres, a los políticos, a los cristianos que se mantienen lejos de la Iglesia, de la palabra de Cristo, del cuerpo de Cristo. No llaman a conversión, porque en el fondo no creen en su posibilidad: les falta la esperanza. Ven como irremediables los males del mundo y de la Iglesia. ¡Y son ellos los que tachan de pesimistas y carentes de espe­ranza a los únicos que, entre tantos de­sesperados y derrotistas, mantienen la esperanza verdadera!

 

–Tienen verdadera esperanza

–los que reconocen los males del mundo y del pueblo descristianizado, los que se atreven a verlos y, más aún, a decirlos. Porque tienen esperanza en el poder del Salvador, por eso no dicen que el bien es imposible, y que es mejor no proponerlo; por eso no enseñan con sus palabras o silencios que lo malo es bueno; y tampoco aseguran, con toda afabilidad y simpatía, «vais bien» a los que en realidad «van mal».

los que tienen esperanza predi­can al pueblo con mucho ánimo el Evangelio de la conver­sión, para que todos pasen de la mentira a la verdad, de la soberbia intelectual a la humildad discipular, del culto al placer y a las riquezas al único culto litúrgico del Dios vivo y verdadero, de la arbitrariedad rebelde a la obediencia de los mandamientos del Señor y de la disciplina eclesial.

Se atre­ven a predicar así el Evangelio por­que creen que Dios, de un montón de esqueletos descarnados, puede hacer un pueblo de hombres vivos (Ez 37), y de las piedras puede sacar hijos de Abraham (Mt 3,9). Sostenidos por esa viva esperanza, todo ella fundada en la omnipotencia misericordiosa del Salvador del mundo, procuran evangelizar no solamente a los paganos, sino a los mismos cristianos paganizados, lo que exige de Dios un milagro doble.

–«Todos los pueblos, Señor, vendrán a postrarse en tu presencia»

El «Salvador del mundo» salvará al mundo y a su Iglesia. ¿Cuáles son las esperanzas de los cristianos sobre este mundo tan alejado de Dios, tan poderoso y cautivante, sobre esta Iglesia, en la que tantas palabras de Cristo son silenciadas o falsificadas, según el espíritu del mundo?…

Nuestras esperanzas no han de ser otras que las promesas de Dios en las Sagradas Escrituras. En ellas los autores inspirados nos aseguran una y otra vez que «todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor, y bendeci­rán tu Nombre» (Sal 85,9; cf. Tob 13,13; Sal 85,9; Is 60; Jer 16,19; Dan 7,27; Os 11,10-11; Sof 2,11; Zac 8,22-23; Mt 8,11; 12,21; Lc 13,29; Rm 15,12; etc.).

El mismo Cristo nos anuncia y promete que «habrá un solo rebaño y un solo pastor» (Jn 10,16), y que, finalmente, resonará grandioso entre los pueblos el clamor litúrgico de la Iglesia: «Grandes y maravillosas son tus obras, Señor Dios, soberano de todo; justos y verdaderos tus designios, Rey de las naciones. ¿Quién no te respetará? ¿quién no dará gloria a tu Nombre, si sólo tú eres santo? Todas las naciones vendrán a postrarse en tu presencia» (Ap 15,3-4).

Siendo ésta la altísima esperanza de los cristianos, no tenemos ante el mundo ningún com­plejo de inferioridad, no nos asustan sus persecuciones, ni nos fascinan sus halagos, y tampoco nos atemo­rizan los zarpazos de la Bestia, azuzada y potenciada por el Diablo, que «sabe que le queda poco tiempo» (Ap 12,12). Sabemos con toda certeza los cristianos que al Príncipe de este mundo ha sido vencido por Cristo, y por eso mismo no tenemos ni siquiera la tentación de esta­blecer complicidades oscuras con ese mundo de pecado.

 

–Una vez más son hoy principalmente los Papas los que mantienen vivas las esperanzas de la Iglesia. Con muy pocos apoyos de los autores católicos actuales en estos temas.

León XIII enseña: «Puesto que toda salvación viene de Jesucristo, y no se ha dado otro nombre a los hom­bres en el que podamos salvarnos (Hch 4,12), éste es el mayor de nuestros deseos: que todas las regiones de la tierra puedan llenarse y ser colmadas del nombre sagrado de Jesús… No falta­rán seguramente quienes es­timen que Nos alimentamos una excesiva esperanza, y que son cosas más para de­sear que para aguardar. Pero Nos colocamos toda nuestra esperanza y absoluta confianza en el Salvador del género humano, Jesucristo, re­cordando bien qué cosas tan grandes se realizaron en otro tiempo por la necedad de la predicación de la cruz, quedando confusa y estupefacta la sabiduría de este mundo… Dios favorezca nuestros deseos y votos, Él, que es rico en misericordia, en cuya potestad están los tiempos y los momentos, y apresure con suma benignidad el cumplimiento de aquella divina promesa de Jesu­cristo: se hará un solo rebaño y un solo Pastor» (epist. apost. Præclara gratulationis, 1894).

San Pío X, de modo semejante, en su primera encíclica, declara que su voluntad más firme es «instaurar to­das las cosas en Cristo» (Ef 1,10). Es cierto que «“se amotinan las naciones” contra su Autor, “y que los pueblos planean un fracaso” (Sal 2,1), de modo que casi es común esta voz de los que luchan contra Dios: “apártate de nosotros” (Job 21,14). De aquí viene que esté extinguida totalmente en la mayoría la reverencia hacia el Dios eterno, y que no se haga caso alguno de la Divinidad en la vida pública y privada. Más aún, se procura con todo empeño y esfuerzo que la misma memoria y noción de Dios desaparezca totalmente. Quien reflexione sobre estas cosas, será ciertamente necesario que tema que esta perversidad de los ánimos sea un preludio y como comienzo de los males que se han de esperar para el último tiempo; o que “el Hijo de perdi­ción”, de quien habla el Apóstol, no esté ya en este mundo… “levantándose sobre todo lo que se llama Dios… y sentán­dose en el templo de Dios como si fuese Dios” (2Tes 2,3-4)».

«Sin embargo, ninguno que tenga la mente sana puede dudar del resultado de esta lucha de los mortales contra Dios… El mismo Dios nos lo dice en la Sagrada Escritura… “aplastará la cabeza de sus enemigos” (Sal 67,22), para que todos sepan “que Dios es el Rey del mundo” (46,8), y “aprendan los pueblos que no son más que hombres” (9,21). Todo esto lo creemos y esperamos con fe cierta» (enc. Supremi Aposto­latus Cathedra, 1903).

 

–La Parusía es la victoria de Cristo total y definitiva, que se producirá inexorablemente para el bien de los hombres y la gloria de Dios. Pero también ella ha sido falsificada con frecuencia en una visión secularista, mundana, anti-evangélica, inmanentista, cientifista. San Pablo anuncia que en los últimos tiempos muchos apostatarán de la fe cristiana, entregándose a los pensamientos y caminos del mundo, aceptando así doctrinas diabólicas (1Tim 4,1 - 2,7). Modernistas y progresistas, señala Leonardo Castellani, como un Telhard de Chardin, ponen en el mundo la salvación de la Iglesia..

«Teilhard de Chardin sostiene que la Parusía o Retorno de Cristo no es sino el término de la evolución darwinística de la Humanidad que llegará a su perfección completa necesariamente en virtud de las leyes naturales; porque la Humanidad no es sino “el Cristo colectivo”… Pone una solución infrahistórica de la Historia; lo mismo que los impíos “progresistas”, como Condorcet, Augusto Compte y Kant; lo cual equivale a negar la intervención de Dios en la Historia» (El Apokalipsis de San Juan, ed. Paulinas 1963, cuad. III, exc. N).

–Recordemos la fe católica confesada en el Credo y en el Catecismo de la Iglesia:

En el Credo confesamos que Jesucristo resucitado «subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre. Y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin». Es palabra angélica y evangélica: «este Jesús que os ha sido arrebatado al cielo vendrá de la misma manera que le habéis visto subir al cielo» (Hch 1,11).

El Catecismo de la Iglesia confiesa de la parusía [668-679] que Jesucristo, ya desde la Ascensión, «es el Señor del cosmos y de la historia… “Estamos ya en la última hora” (1Jn 2,18). El final de la historia ha llegado ya a nosotros y la renovación del mundo está ya decidida de manera irrevocable». Sin embargo, el Reino de Dios, presente ya en la Iglesia, no se ha consumado todavía con el advenimiento del Rey sobre la tierra, y sufre al presente los ataques del Misterio de iniquidad, que está en acción (2Tes 2,7). Pero ciertamente «el advenimiento de Cristo en la gloria es inminente. Este acontecimiento escatológico se puede cumplir en cualquier momento» [673].

La segunda venida de Cristo, en gloria y poder, vendrá precedida por la conversión de Israel, según anuncia Cristo, y también San Pedro y San Pablo (Mt 23,39; Hch 3,19-21; Rm 11,11-36). Y vendrá precedida de grandes tentaciones, tribulaciones y persecuciones (Mt 24,17-19; Mc 14,12-16; Lc 21,28-33). Muchos cristianos caerán en la apostasía. «La Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de nume­rosos creyentes (cf. Lc 18,8; Mt 24,9-14). La persecución que acompaña a la peregrinación de la Iglesia sobre la tierra (cf. Lc 21,12; Jn 15,19-20) desvelará “el Misterio de iniquidad” bajo la forma de una impostura religiosa que propor­cionará a los hombres una solución aparente a sus problemas, mediante el precio de la apostasía de la ver­dad. La impostura religiosa suprema es el Anticristo, es decir, la de un pseudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo, colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne (cf. 2Tes 2,4-12; 1Tes 5,2-3; 2Jn 7; 1Jn 2,18.22)» [675]. Ese enorme engaño tendrá «la  forma política de un mesianismo secularizado, “intrínsecamente perverso”» (676).

Por tanto, «la Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua, en la que seguirá a su Señor en su muerte y su Resurrección (Ap 19,1-19). El Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia (13,8), en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último desen­cadenamiento del mal (20,7-10). El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de Juicio final (20,12), después de la última sacudida cósmica de este mundo que pasa (2Pe 3,12-13)» [677].

    –Cristo, «mientras esperamos su venida gloriosa», reina actualmente en la historia.Reina por los siglos de los siglos, y muestra su dominio, sujetando cuando quiere y del modo que quiere a la Bestia mundana, que recibe toda su fuerza y atractivo del Dragón infernal.

Ateniéndonos sobre todo al Apocalipsis, recordemos cómo son estas victorias de Cristo en la historia

no son crueles y destructoras, sino plenas de gracia y mi­sericordia. Él no ha sido enviado a condenar, sino a salvar a los pecadores. Él ha sido enviado como luz del mundo, y la luz ilumina las tinieblas, no las destruye.

–son victo­rias siempre realizadas  por la afirmación de la verdad en el mundo, es decir, con «la espada que sale de su boca» (Ap 1,16; 2,16; 19,15.21; cf. 2Tes 2,8). Es así como Cristo y su Iglesia vencen al mundo y a su príncipe diabólico.

–no son victorias obtenidas por un ejército de superhombres, que luchando como campeones poderosos, con grandes fuerzas y medios, se imponen y prevalecen, aplastando las fuerzas mundanas del mal. Es todo lo contrario:

Cristo vence al mundo a través de fieles suyos débiles y pobres, que permanecen en la humildad (cf. 1Cor 1,27-29; 2Cor 12,10) y en la obediencia a sus mandatos. Si Cristo vence al mundo muriendo en la cruz, ésa es tam­bién la victoria de sus apóstoles, la victoria de los dos Testigos, y la de todos los fieles cristianos (Ap 11,1-13). Así es como la Iglesia primera venció al mundo romano, igual que San Pablo: «muriendo cada día» (1Cor 15,31).

«las oraciones de los santos» son las que principalmente provocan las interven­ciones más poderosas del cielo sobre la tie­rra. Es la oración de todo el pueblo cristiano la que, eleván­dose a Dios por manos de sus ángeles, atrae sobre todos la justicia salvadora de nuestro Señor Jesucristo (Ap 5,8; 8,3-4).

en la historia del mundo, únicamente son fieles aquellos cristianos que son mártires, porque no aceptan que el sello de la Bestia mundana «imprima su marca en su mano derecha y en su frente» –en su acción y su pensamiento–. Precisamente porque «guardan los preceptos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (12,17), por eso son perseguidos y marginados del mundo, donde «no pueden comprar ni vender» (Ap 13,16). También sufren persecución de aquella parte de la Iglesia que está descristianizada por la apostasía, aunque ésta se mantenga oculta. 

– La Parusía, la segunda venida gloriosa de nuestro Señor Jesucristo, según nos ha sido revelado,

vendrá precedida de señales y avisos, que justamente cuando se cumplan revelarán el sentido de lo anunciado. Por eso únicamente los más atentos a la Palabra divina y a la oración podrán sospechar la inminencia de la Parusía: «no hará nada el Señor sin revelar su plan a sus siervos, los profetas» (Am 3,7):

«habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas, y sobre la tierra perturbación de las naciones, aterradas por el bramido del mar y la agitación de las olas, exhalando los hombres sus almas por el terror y el ansia de lo que viene sobre la tierra, pues las columnas de los cielos se conmoverán. Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube con poder y majestad grandes» (Lc 21,25-27).

vendrá precedida del Anticristo, que producirá una inmensa difusión de errores, como nunca la Iglesia la había experimentado en su historia. Dice Castellani:

«El Anticristo reducirá a la Iglesia a su extrema tribulación, al mismo tiempo que fomentará una falsa Iglesia. Matará a los Profetas y tendrá de su lado una manga de profetoides, de vaticinadores y cantores del progresismo y de la euforia de la salud del hombre por el hombre, hierofantes que proclamarán la plenitud de los tiempos y una felicidad nefanda. Perseguirá sobre todo la predicación y la interpretación del Apokalypsis; y odiará con furor aun la mención de la Parusía. En su tiempo habrá verdaderos monstruos que ocuparán cátedras y sedes, y pasarán por varones píos, religiosos y aun santos, porque el Hombre del Pecado tolerará y aprovechará un Cristianismo adulterado»  (El Apokalipsis de San Juan, cuad. III, visión 11).

será súbita y patente para toda la humanidad: «como el relámpago que sale del oriente y brilla hasta el occidente, así será la venida del Hijo del hombre… Entonces aparecerá el estandarte del Hijo del hombre en el cielo, y se lamentarán todas las tribus de la tierra [que vivían ajenas al Reino o contra él], y verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con poder y majestad grande» (Mt 24,27-31).

será inesperada para la mayoría de los hombres, que «comían, bebían, compraban, vendían, plantaban, edificaban» (Lc 17,28), y no esperaban para nada la venida de Cristo, sino que «disfrutando del mundo» tranquilamente, no advertían que «pasa la apariencia de este mundo» (1Cor 7,31). Pero vosotros «vigilad, porque no sabéis cuándo llegará vuestro Señor… Habéis de estar preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del hombre» (Mt 24,42-44). «Vendrá el día del Señor como ladrón» (2Pe 3,10).

El siervo malvado, habiendo partido su señor de viaje, se dice: «mi amo tardará», y se entrega al ocio y al vicio. Pero «vendrá el amo de ese siervo el día que menos lo espera y a la hora que no sabe, y le hará azotar y le echará con los hipócritas; allí habrá llanto y crujir de dientes» (Mt 24,42-50). «Estad atentos, pues, no sea que se emboten vuestros corazones por el vicio, la embriaguez y las preocupaciones de la vida, y de repente, venga sobre vosotros aquel día, como un lazo; porque vendrá sobre todos los moradores de la tierra. Velad, pues, en todo tiempo y orad, para que podáis evitar todo esto que ha de venir, y comparecer ante el Hijo del hombre» (Lc 21,34-35). Todos los cristianos hemos de vivir siempre como si la Parusía fuera a ocurrir mañana mismo o pasado mañana.

–«Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido». Y dijo el Señor entonces: «He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,1.5)… Entonces «las naciones [antes paganas] caminarán a su luz, y los re­yes de la tierra [antes hostiles] irán a llevarle su esplendor» (21,24). Así como el hombre muere, se corrompe, y gracias a Cristo resucita glorioso en alma y cuerpo, de modo semejante, todas las criaturas que, oprimidas por el pecado de la humanidad, gimen con dolores de parto, «serán liberadas de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloria de los hijos de Dios» (Rm 8,19-23). «Nosotros, pues, esperamos otros cielos nuevos y otra tierra nueva, donde habitará la justicia, según la promesa del Señor» (2Pe 3,13).

–Vigilad, orad, mirad al cielo, esperando la Parusía del Señor. «Buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios; pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra» (Col 3,1-2). Santo Cura de Ars: «consideradlo, hijos míos: el tesoro del hombre cristiano no está en la tierra, sino en el cielo. Por esto, nuestro pensamiento debe estar siempre orientado hacia allí donde está nuestro tesoro» (De una catequesis sobre la oración).

Mirad siempre al fin de todo, y podréis poner en vuestra vida presente los medios más verdaderos y útiles, más buenos y bellos, para llegar a ese fin. Cuanto más miréis al cielo, más lucidez y fuerza tendréis para transformar el mundo presente. Así lo ha demostrado la Iglesia en tantos pasos de su larga historia. Como también ha demostrado que cuanto menos piensan los cristianos en la Parusía y en el cielo, más torpes e imbéciles se hacen para influir en el mundo y mejorarlo. En cuanto cristianos, no valen en el mundo para nada. Son luz apagada, son sal desvirtuada, que solo sirve para que la pisen los hombres. Por el contrario, que a vosotros «el Dios de la esperanza os llene de plena alegría y paz en la fe, para que abundéis en la esperanza por la fuerza del Espíritu Santo» (Rm 15,13).

José María Iraburu, sacerdote

*Post post. –¿Hubieran podido los judíos salir de Egipto, y atravesar el desierto caminando cuarenta años, si casi nunca les hablara nadie de la Tierra Prometida? ¿Podrá el pueblo cristiano realizar su éxodo a través del mundo secular, viviendo en él como Dios manda –es decir, cumpliendo con su gracia sus mandamientos–, si no le hablan con frecuencia de la Parusía del Señor, de los cielos nuevos y la nueva tierra?…

Índice de Reforma o apostasía

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